Un grupo de jóvenes destapó las corrientes subterráneas de la indignación urbana en Brasil, al tocar un nervio incómodo de todas las grandes e incluso medianas ciudades del país como es el deterioro de la circulación y la calidad de vida.
Es una probable explicación para el torrente de protestas que movilizó el jueves 20 cerca de un millón de personas en un centenar de ciudades, incluyendo Brasilia y casi todas las 26 capitales estaduales. El aumento de los pasajes de autobús a comienzos de este mes operó como detonante de la rebelión juvenil, mayoritariamente estudiantil, que se extendió a amplios sectores de la sociedad.
El deterioro del transporte urbano de pasajeros sintetiza los derechos incumplidos y la dignidad ofendida por los servicios públicos que no corresponden al precio pagado por los brasileños.
Mario Miranda Gouveia se jubiló a los 61 años porque ya no soportaba las cuatro a seis horas que sufría diariamente en el autobús para recorrer apenas 50 kilómetros desde Campo Grande, el barrio del extremo oeste de Río de Janeiro donde vive desde hace 15 años, al centro de la ciudad donde trabajaba.
Aunque deseaba seguir siendo funcionario medio de la fundación estatal de fomento a la investigación científica, Gouveia desistió hace dos meses. “Era horrible, salía a las seis de la mañana y a veces solo llegaba a las nueve y media” a la oficina, narró. Además de la incomodidad de viajar parado, a veces en vehículos con asientos destruidos.
[pullquote]3[/pullquote]Arribar llorando a su casa es una de las reacciones de Mauriceia de Sousa Silva, una joven fisioterapeuta, luego de viajar dos horas apretada en el autobús entre dos barrios residenciales de Río, Ipanema y Tijuca, distantes entre ellos unos 15 kilómetros.
Nadie podría prever dos semanas atrás que un reclamo tan específico desataría ese reguero de pólvora, de propagación espontánea de sur a norte del país, con banderas que se diversificaron entre pedidos de más inversiones en salud y educación, la legalización de la marihuana y el rechazo a la corrupción y a los gastos para preparar los encuentros deportivos internacionales.
De inmediato surgieron comparaciones con la ola de levantamientos populares en Medio Oriente y el norte de África, conocida como Primavera Árabe, con el movimiento de “indignados” de España o con las protestas aún en curso en Turquía, iniciadas el 28 de mayo. Pero la situación en este país es muy distinta esas realidades.
Brasil vive una democracia sin cuestionamientos, no hay crisis económica ni política, pero sí una problemática urbana. El desempleo se limita a 5,8 por ciento de la población activa, pese al débil crecimiento, y la presidenta Dilma Rousseff aún disfruta de alta popularidad, aunque en descenso.
Todo empezó con cuatro marchas convocadas por el Movimiento Pase Libre (MPL) el 6 de junio en São Paulo, cuatro días después de conocerse el aumento del precio de los pasajes de tres a 3,20 reales (1,50 dólares). Pocos miles de personas adhirieron.
Aunque también hubo actos menores en otras tres capitales estaduales, el epicentro de las protestas se ubicó la capital del estado paulista, donde la represión policial el jueves 13 dejó decenas de manifestantes heridos por disparos de balas de goma, incluyendo periodistas.
La violencia contribuyó a la proliferación de las protestas, ahora impulsadas también por solidaridad y el reclamo de derecho a manifestar.
Se trata “de derechos”, no solo de los “centavos” adicionales al costo del transporte, señalaron pancartas y declaraciones de activistas, alimentando interpretaciones entusiasmadas sobre el “despertar” de los brasileños, especialmente de los jóvenes, por cambios en la política. Se habla de demandas “difusas”.
Pero es poco probable que las protestas tomasen la amplitud y la simultaneidad que están teniendo sin un drama concreto y compartido por casi todos en las grandes ciudades, como es el de la circulación urbana cada día más precaria y complicada.
[related_articles]Ese descontento generalizado justificaría también la inesperada tolerancia con que las poblaciones locales, incluso comerciantes afectados por las marchas, encaran los trastornos y la depredación de inmuebles, bancos, vehículos y saqueos practicados por pequeños grupos.
La congestión urbana se agravó mucho en los últimos años por el fuerte estímulo a la venta de automóviles, con reducción de impuestos y facilidades de crédito, con el fin de sostener el crecimiento económico, contrastando con las escasas inversiones en el sistema público de transportes urbanos.
Josefa Gomes se arrepintió de haberse mudado a São Gonçalo, extensa ciudad al este de la región metropolitana de Río de Janeiro. Pierde de dos a tres horas para llegar cada mañana a las residencias de barrios cercanos al centro de Río de Janeiro donde trabaja como empleada por jornal. Además paga hasta 24 reales (11 dólares) para ir y volver en autobús.
Hace seis años, cuando Gomes dejó una “favela” (barrio hacinado) para vivir en su casa actual, más grande y lejana, “era mucho mejor”, demoraba la mitad del tiempo en el traslado. Sin perspectiva de mejoras en el transporte, quiere volver a vivir en el centro de la capital carioca.
Ciudades medianas del interior ya también afrontan congestionamientos de vehículos y acogen ahora esa ola de inéditas manifestaciones en sus calles, en general cercando sedes de alcaldías.
En São Paulo, la mayor metrópoli brasileña con 11 millones de habitantes, el promedio de velocidad de los vehículos cayó el año pasado a 18,5 kilómetros por hora en el período de mayor flujo, al final de la tarde, 10 por ciento menos que en 2008. En algunas avenidas bajó a 6,6 kilómetros, un ritmo similar a trasladarse a pie sin acelerar mucho.
Este es el momento de mayor insatisfacción de los paulistas con el transporte público desde que el Instituto Datafolha inició las encuestas sobre el asunto en 1987. Actualmente, el sistema es malo o pésimo para 55 por ciento de las personas consultadas en la ciudad, frente a 42 por ciento en 2011. Solo 15 por ciento de ellos lo aprobaron.
El autobús, medio que transportó 2.917 millones de pasajeros en 2012, fue calificado como el peor vehículo de pasajeros, según los entrevistados.
Los estadios y otras infraestructuras destinadas a cobijar la Copa de las Confederaciones de Fútbol, en curso, la Copa Mundial de la FIFA 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 son blancos de las protestas por desviar inversiones necesarias en la educación y salud, alimentar la corrupción y agravar los problemas de tránsito con obras que bloquean calles y carreteras.
Decenas de alcaldías volvieron atrás y redujeron sus tarifas de transporte, pero las manifestaciones crecieron y se multiplicaron.
Brasil no vive una crisis económica ni política, pero las protestas reflejan una crisis urbana que al parecer se convirtió en un volcán.