La frontera de 2.199 kilómetros entre Venezuela y Brasil, un área de selva y matorrales escasamente poblada, se ha transformado por la crisis política y económica que devasta a Venezuela, en una región marcada por la delincuencia transnacional, el desplazamiento y la violencia.
La escalada violenta se materializó a finales de febrero de 2019, cuando una confrontación entre un convoy de guardias nacionales venezolanos y un pequeño grupo de residentes del poblado de Kumarakapay desencadenó una letal serie de eventos que sacudió a toda la región.
Según testigos, los habitantes del poblado, que se encuentra en el venezolano estado Bolívar, aproximadamente 50 kilómetros al norte de la frontera con Brasil, estaban profundamente dormidos el 22 de febrero cuando varios vehículos blindados irrumpieron en la zona.
Estos soldados se dirigían al sur para bloquear la ayuda humanitaria que la oposición venezolana planeaba ingresar al país al día siguiente como parte de una campaña apoyada por Estados Unidos, Brasil y varios países latinoamericanos para dividir a los militares y derrocar al presidente Nicolás Maduro.
Según algunos informes, los pobladores, pertenecientes a la comunidad indígena pemón que goza de autonomía formal en su territorio, pretendían bloquear el paso de los soldados, ya que querían que esta ayuda ingresara. Según otros informes, los pobladores simplemente querían hablar con los intrusos y preguntarles qué estaban haciendo. En cualquier caso, lo que sucedió después es claro: los soldados del convoy abrieron fuego, matando a una mujer in situ y dejando al menos quince heridos.
El incidente desencadenó seis días de enfrentamientos letales. Las fuerzas de seguridad venezolanas y grupos irregulares se enfrentaron con los manifestantes a lo largo de la frontera, dando como resultado siete personas asesinadas y al menos 62 detenidas.
Según un defensor de derechos humanos y un amplio número de pobladores que huyeron a Brasil, alrededor de 70 autobuses escolares se dirigieron a la frontera a bloquear la ayuda entrante; en estos buses no solo iban soldados, sino también integrantes de grupos paramilitares aliados al gobierno, llamados colectivos, y presos liberados para que se movilizaran al frente.
Aún se desconoce la cifra total de víctimas. Después de la investigación sobre la violencia de febrero, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, citó «informes de una posible fosa común, que justifica una mayor investigación”.
La frontera parece estar en paz nuevamente, pero las realidades políticas, económicas y demográficas que alimentaron los enfrentamientos de febrero, y otros brotes relacionados, se mantienen. Estas realidades se extienden mucho más allá del enfrentamiento internacional que detonó la confrontación de Kumarakapay.
La región es un hervidero de operaciones mineras ilegales y base de grupos criminales expansionistas que trabajan en conjunto con fuerzas de seguridad corruptas.
Los pobladores que son objeto continuo de hostigamientos y extorsión por parte de estos grupos algunas veces los enfrentan, pero en su mayoría terminan escapando del miedo y el empobrecimiento emigrando a Brasil, que a su vez lucha por asimilarlos. El tráfico de personas y otras actividades ilícitas. A medida que aumenta la tensión entre civiles vulnerables y los grupos que los asechan, la amenaza de violencia nunca está lejos.
El boom minero y la guardia depredadora
El reciente aumento de las tensiones entre las fuerzas de seguridad venezolanas y los pobladores de las inmediaciones de la frontera con Brasil es en cierta medida, una consecuencia del auge minero en la región de la Gran Sabana en el estado Bolívar, el cual ha sido impulsado por grupos criminales y por la falta de liquidez del gobierno, que empuja a acelerar las exportaciones de oro y diamantes.
En teoría, las fuerzas armadas del país tienen el control de la industria minera, pero también trabajan con actores criminales, que han expandido agresivamente sus intereses mineros con impunidad.
Los grupos de crimen organizado venezolanos llamados sindicatos y las guerrillas colombianas se han convertido en actores importantes en las minas de Bolívar y del vecino estado Amazonas, y a menudo trabajan en alianzas volátiles con fuerzas estatales corruptas.
A medida que estos grupos toman de manera hostil las tierras y minas ricas en minerales operadas por pobladores locales, la violencia algunas veces estalla. Los sindicatos controlan a sangre y fuego zonas críticas de minería como El Dorado y Las Claritas.
Líderes indígenas dicen que los grupos criminales actúan bajo el amparo de altas esferas del gobierno. De acuerdo con estas fuentes, representantes políticos de los once municipios del estado Bolívar, leales al gobierno de Caracas y a la administración regional chavista hacen la vista gorda a sus actividades criminales y, a cambio, participan en las ganancias de la minería, que a su vez sirven de salvavidas financiero para el Estado y sus funcionarios en medio de la crisis económica de Venezuela.
Un exmiembro de la Guardia Nacional Venezolana que desertó y ahora vive en Brasil advirtió que empresarios brasileños también hacen parte del problema. Dijo que estos envían camiones cargados de alimentos a la frontera para alimentar al ejército y a los mineros venezolanos y que a menudo reciben como pago oro extraído ilegalmente. Esto puede ayudar a explicar por qué, el estado fronterizo brasileño de Roraima exporta más oro del que produce.
Por su parte, las fuerzas de seguridad venezolanas cosechan los beneficios de la minería no solo al tomar parte de las ganancias ilícitas, sino a través de diversas actividades criminales.
En algunas rutas, trafican mercancías a través de las fronteras. Junto a grupos ilegales involucrados en el tráfico de personas, miembros de la Guardia Nacional mal pagados también consiguen dinero al exigir extorsiones por movimientos transfronterizos de este tipo.
En los meses en que el gobierno venezolano cerró la frontera, del 22 de febrero al 10 de mayo, los guardias exigieron un pago de 150 reales brasileños (aproximadamente 36 dólares) por cada vehículo que pasara alguno de los cruces fronterizos ilegales, de acuerdo con el oficial que desertó. Cada presunto migrante que cruzaba a pie o en automóvil se vio obligado a pagar entre 100 y 150 reales (24-46 dólares), relató el exguardia.
Pero los guardias no siempre se pueden quedar con estos botines. Según el desertor de la Guardia Nacional con quien hablé, los miembros de la Guardia viven bajo la sombra constante de la extorsión. Explicó que, tanto en la frontera como en el aeropuerto regional de Santa Elena, un superior exige pagos semanales a sus subordinados sumando aproximadamente el equivalente de 2.000 dólares.
Hartos de salarios paupérrimos y terribles exigencias en el trabajo, muchos guardias contemplan abandonar sus puestos. Fuentes de la comunidad diplomática han reportado, que 77 guardias han desertado y cruzado la frontera desde febrero, pero para muchos otros el miedo les impide seguir sus pasos.
El exguardia con el que hablé logró esconder a su familia antes de cruzar la frontera e indicó que las fuerzas de seguridad ya han ido a buscarlos. «Son capaces de asesinar», dijo.
Recordando con vergüenza la brutalidad que presenció desde dentro de la fuerza, dijo que el día que estalló la violencia en la Gran Sabana, los guardias recibieron instrucciones de disparar a los miembros de la población indígena local sin justificación. Él recuerda la orden como: «Indio que llegue, indio que le disparamos».
Los pobladores locales confirman que dicho abuso ha alimentado una rabia más profunda hacia las fuerzas de seguridad en toda la región. Este resentimiento se ve representado a pequeña escala en la captura ocasional de un guardia por parte de las comunidades indígenas, que a menudo es seguida por represalias violentas por parte de los militares contra los civiles. En una mayor escala, la creciente frustración exacerba las probabilidades de una mayor violencia como la que se vivió en la región en el mes de febrero.
¿Huida hacia la seguridad?
En este contexto, la frontera de Venezuela con Brasil funciona como una válvula de escape para los venezolanos que buscan seguridad o mayores oportunidades económicas. Justo al otro lado de la frontera, el estado brasileño de Roraima es el punto de llegada para la mayoría de venezolanos que huyen hacia el sur. Pero para muchos, huir a Roraima implica pasar de un tipo de riesgos y peligros a otros.
En algunos aspectos, Roraima es atractivo como primer puerto de escala para los venezolanos que huyen. Los lazos transfronterizos a nivel político, cultural y comercial entre Roraima y Venezuela son amplios y significativos, al estar físicamente mucho más cerca de Caracas y otros centros urbanos venezolanos que de la capital de Brasil, Brasilia; incluso está conectada a la red eléctrica venezolana (aunque no ha comprado electricidad desde los apagones de marzo de 2019 en Venezuela).
El gobernador del estado, Antonio Denarium, es admirador de Jair Bolsonaro, el presidente de extrema derecha de Brasil y vehemente enemigo del chavismo, pero ha sido cuidadoso de no alienar a sus vecinos. Cuando se le pidió en una entrevista elegir entre Maduro y el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, quien se proclamó presidente interino, Denarium se negó a tomar partido.
Miembros de la comunidad pemón en Brasil han acogido a cientos de sus compañeros indígenas venezolanos que huyeron durante la represión de febrero.
Sin embargo, Roraima (una de las regiones más empobrecidas de Brasil), viene lidiando con la afluencia venezolana. De acuerdo con el ejército brasileño, ahora hay 40-45.000 venezolanos en todo el estado de Roraima, de una población total de 520.000. Muchos son altamente vulnerables y sus necesidades están desatendidas.
La ciudad fronteriza de Pacaraima cobró notoriedad después de que estallaran disturbios antinmigrantes en agosto de 2018. Un comerciante fue atacado y robado por asaltantes desconocidos, lo que provocó un estallido de violencia xenófoba por parte de los residentes, que sospechaban que los responsables eran venezolanos, y atacaron a toda la población del campamento de migrantes y refugiados del pueblo. Cientos fueron forzados a cruzar de regreso a la frontera.
Ahora, más de un año después, la calma ha regresado a Pacaraima, donde los visitantes y migrantes venezolanos a menudo pueden ser identificados por sus mochilas tricolores, pero ha sido desgastante apoyar la creciente presencia venezolana.
La concurrida calle principal está abarrotada de visitantes de Santa Elena, que compran productos básicos que no pueden encontrar en Venezuela e intercambian divisas. Pacaraima también alberga a cientos de migrantes y refugiados demasiado pobres para continuar su viaje al interior de Brasil. Venden café y cigarrillos, y cargan equipaje para los migrantes en mejor situación.
Al caer la tarde, muchos venezolanos regresan a su país de origen con sus compras. Los que se quedan comienzan a recoger cartones entre la basura para dormir, ya que los refugios locales no dan abasto frente a la gran afluencia.
Una consecuencia de la necesidad, la miseria y la ilegalidad en la frontera es un aumento alarmante en la trata de personas.
«Las calles son vitrinas de personas», dice Socorro Santos, una experta en el tema con sede en Boa Vista, la ciudad capital de Roraima, a tres horas en carro desde la frontera. Explica que los grupos de crimen organizado conformados por venezolanos y brasileños, atraen a mujeres pobres y desesperadas de Venezuela a Brasil con falsas promesas de empleo.
Ella y otros expertos también expresan su profunda preocupación por los venezolanos empleados bajo acuerdos de comida por trabajo en la zona rural de Roraima, donde los migrantes y los refugiados se ven obligados a trabajar en grandes propiedades en condiciones esclavizantes y se les paga solo con comida.
Las zonas fronterizas brasileñas también exponen a los refugiados a otros riesgos. Se estima que 2 400 venezolanos pasan la noche en condiciones precarias en Boa Vista, una ciudad de unas 330.000 personas. Y los 11 refugios de la ciudad, que según el ejército brasileño ahora albergan a 6.500 personas, se han convertido en lugares peligrosos.
Una gran parte del problema es la falta de recursos. El ejército, que está a cargo de los refugios junto con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), tiene dinero para alimentos, pero no lo suficiente para cubrir la mayoría de las necesidades de educación o salud, o recreativas. Simplemente no hay empleos informales disponibles para la mayoría.
Mientras que unos 2.500 jóvenes venezolanos están matriculados en escuelas locales, los maestros a menudo no hablan español. Aburridos e inquietos, los jóvenes venezolanos en Boa Vista y en otras partes de Roraima son un blanco perfecto para las pandillas y otros grupos criminales, que pueden usarlos como mulas para deslizarse discretamente a través de la frontera con contrabando y armas.
Estos grupos criminales dejan una profunda huella en la comunidad: expandilleros residentes de Boa Vista afirman que tres de las redes más prominentes de Brasil (Comando Vermelho, PCC y Família do Norte) ahora tienen presencia local.
Los problemas con los refugios para migrantes y refugiados no son un secreto. Una joven inmigrante venezolana (de las pocas afortunadas que obtuvo un permiso de residencia, apartamento y trabajo), habló con temor sobre el refugio al otro lado de la calle donde vive.
Ella cree que sus residentes están involucrados en delitos callejeros y ha observado a menores venezolanos, algunos menores de 10 años, traficando drogas en la parada de autobús que usa en la mañana.
Un representante de la «Operação Acolhida» («Operación Bienvenida») dirigida por el ejército, a cargo de recibir a los venezolanos migrantes y refugiados, no le dio gran importancia a estos problemas, pero tampoco negó los informes de violencia, robo, abuso sexual y uso de drogas en los refugios.
Se quejó de que Venezuela no comparte los nombres de exconvictos y delincuentes con las autoridades brasileñas, lo que hace imposible controlar quién cruza la frontera y entra en los refugios.
El gobierno brasileño ha tratado de ayudar a aliviar parte de la presión en Roraima creada por la creciente población venezolana. Ya ha organizado transporte aéreo para miles de desplazados en un esfuerzo por repartir a los migrantes y refugiados de manera más uniforme en todo el país. Pero el efecto de estos esfuerzos en el número de migrantes en el estado es limitado.
El número de migrantes que está llegando es mayor al de los migrantes que son transportados a destinos alternativos, y muchos venezolanos prefieren quedarse cerca de la frontera para un posible regreso a casa o para poder visitar a sus familias. El apoyo humanitario internacional para refugios y servicios sociales para los recién llegados seguirá siendo esencial durante algún tiempo.
Remedios para la frontera
Examinando ambos lados de la frontera entre Venezuela y Brasil, actualmente resulta más fácil ver cómo la situación podría empeorar que imaginar cómo podría mejorar.
El deterioro de las relaciones entre el gobierno y la oposición de Venezuela, así como el declive económico galopante (se espera que el PIB del país caiga en un 23 por ciento este año, según la ONU), parecen alinearse para intensificar la migración en la frontera entre Venezuela y Brasil, impulsar la búsqueda de riqueza en la minería, estimular la expansión de grupos armados no estatales y perpetuar las tensiones bilaterales.
El camino más esperanzador para la región radica en las negociaciones entre el gobierno y la oposición de Venezuela, sin importar cuán grandes sean los obstáculos que enfrentan. Si los acuerdos que surjan de esas negociaciones reconocen el desafío en la frontera sur de Venezuela, la importancia de protección significativa para las comunidades devastadas por el auge minero y la necesidad de cooperación transfronteriza para contrarrestar a los grupos ilegales que se aprovechan de tantos inocentes, podría ser un buen comienzo.
Sin estos cambios, la frontera con Brasil permanecerá inestable y los residentes de la región estarán expuestos a actos violentos y criminales, incluso si la lucha por el control en Caracas cede.
Para los miles de venezolanos desplazados que temen regresar a sus hogares y que a su vez enfrentan un panorama sombrío en Brasil, este es un escenario difícil de vislumbrar.
Recientemente en un día lluvioso en Pacaraima, un padre venezolano intentó aliviar su dolorosa situación con una broma. Golpeó su mano sobre una pila de cartón en su regazo y declaró: «Estos son nuestros colchones». Pero su hijo sentado a su lado, quien abandonó sus estudios en Venezuela para emigrar a Brasil, no sonreía.
Este artículo fue publicado originalmente por Crisis Group América Latina. Inter Press Service-IPS lo reproduce con un acuerdo especial con Crisis Group para la publicación de sus contenidos.
RV: EG