El agua sobra pero falta en Venezuela

Río Cuao, uno de los caudalosos afluentes del Orinoco medio. Crédito: Humberto Márquez/IPS

Los habitantes de Venezuela soportan el racionamiento del servicio de agua potable, y en algunas zonas una pésima calidad del líquido, pese a que este territorio es bañado por 520 ríos de gran longitud.

Uno de ellos, al que Julio Verne llamó “soberbio Orinoco”, es el tercero más caudaloso del mundo, después del Amazonas y el Congo, con centenares de afluentes en una cuenca de casi un millón de kilómetros cuadrados que desemboca en el océano Atlántico.

“Desde 2011 los grifos están casi siempre secos. Aquí las familias ponemos cada una unos 1.000 bolívares mensuales (20 dólares, la cuarta parte del salario mínimo) para pagar (camiones) cisternas que nos traen agua”, contó a Tierramérica la comerciante informal Dulce Hernández, de Carayaca, poblado del litoral caribeño al noroeste de Caracas.

El mecánico Luis Mejía, residente en Maca, un barrio pobre del este caraqueño, también se queja porque “sobrevivimos con camiones de agua que nos mandan las alcaldías y estamos bajo la doble amenaza de que padecemos sed, pero si llueve de repente se nos puede desbordar el río” Guaire, que cruza Caracas y a cuya vera creció la barriada.

La capital y otras ciudades se van poblando de historias: escuelas que devuelven a los niños a casa más temprano por falta de agua para los servicios sanitarios, fondas y restaurantes que dejan de preparar bebidas o simplemente cierran, pequeños huertos que se secan, cierre de vías por manifestantes que protestan al cabo de muchos días sin servicio.

No es un problema solo de sectores populares: en el barrio de clase media de Chacao, la abogada Nuria García, luego de cuatro días bañándose con un pequeño cubo, montó “una emboscada” al servicio y regresó a casa un poco más temprano. “Había agua en la regadera. Fue como una fiesta, me di un rumbón”, ironizó.

En la exclusiva zona de Altamira, este periodista acude a una entrevista en la embajada de un país europeo. Le ofrecen una taza de café. Un minuto después, se cancela la oferta: no hay agua en las cañerías ni siquiera para hacer funcionar la cafetera.

Desde 2008 Venezuela se ufana de haber alcanzado una de las Metas del Milenio en acceso al agua potable, con una cobertura de 96 por ciento de sus 30 millones de habitantes.

Pero en 2003, 2009 y ahora en 2014, con el vaivén de los fenómenos oceánicos y climáticos El Niño y La Niña, que se originan en el Pacífico Sur y afectan el régimen de lluvias, grandes sectores de población urbana y rural constatan que los tubos no traen agua, o lo hacen muy espaciadamente, o es de color marrón por la arcilla, o verdosa por la materia orgánica.

En el centro-norte, donde están el lago de Valencia (de 344 kilómetros cuadrados) y la ciudad industrial del mismo nombre, los vecinos que cierran vías en protesta por la escasez de agua coinciden con los que lo hacen por la mala calidad del líquido.

“Estamos agradecidos con el gobierno que nos entregó estas casas, pero vivimos con un enemigo que es el agua verde de los tanques. La hervimos para cocinar, pero no es segura, y bañamos a los niños con miedo”, dijo a Tierramérica Hilda Rosales, habitante de una “petrocasa” (con paredes de aglomerados plásticos) en Guacara, a un costado de Valencia.

En esta zona “coincide la escasez con la pésima calidad. Frente a una y otra, los organismos oficiales apuestan a las lluvias que llenan estanques y lavan desechos minerales y orgánicos que obstruyen los sistemas”, apuntó a Tierramérica el ingeniero sanitarista Manuel Pérez Rodríguez, del Movimiento por la Calidad de Agua, que actúa en la región.

Un camión cisterna se carga de agua en el barrio de El Paraíso, suroeste de Caracas, para después venderla en barrios pobres o edificios de clase media a los que el recurso no llega. Crédito: Raúl Límaco/IPS
Un camión cisterna se carga de agua en el barrio de El Paraíso, suroeste de Caracas, para después venderla en barrios pobres o edificios de clase media a los que el recurso no llega. Crédito: Raúl Límaco/IPS

El nivel del lago de Valencia creció cinco metros en los últimos años, invadió 10.000 hectáreas de terrenos y afectó barrios de la ribereña ciudad de Maracay. Ante el peligro de mayores inundaciones, el Ministerio del Ambiente y las empresas hídricas estatales decidieron trasvasar parte de sus aguas al embalse regional Pao-Cachinche.

Ese embalse surte a unos tres millones de habitantes de Valencia y de otros centros poblados. Pero, explica Pérez Rodríguez, “las sustancias orgánicas abundantes en el lago, receptor de aguas servidas, llegan al embalse, cuyas obsoletas plantas de tratamiento no son adecuadas para potabilizar esas aguas, y además se obstruyen los conductos”.

El embalse Pao-Cachinche está en la ruta de colectores de aguas servidas de una zona con intensa actividad residencial urbana, industrial y agrícola. “Los filtros de las plantas potabilizadoras se retrolavan con esas aguas cargadas de residuos, se obstruyen con mayor rapidez y entonces a la mala calidad se sobrepone la escasez”, advirtió Pérez Rodríguez.

“En Venezuela no se construyen plantas potabilizadoras desde hace 15 años. Se padece su falta de reemplazo o mantenimiento. Las existentes no están preparadas para trabajar con el aumento en cantidad y diversidad de contaminantes: colapsan, generando escasez”, dijo a Tierramérica la especialista María Eugenia Gil, de la no gubernamental Fundación Aguaclara.[related_articles]

El gobierno tiene planes para desarrollar 18 nuevos sistemas de captación de aguas para potabilización, construir 180 acueductos rurales, rehabilitar más de 500 redes de suministro y perforar nuevos pozos para que la cobertura alcance en cuatro años a 98 por ciento de la población, dijo el ministro del Ambiente, Miguel Rodríguez.

Venezuela está entre los 20 países del mundo con mayor disponibilidad de agua en su naturaleza, 41.886 metros cúbicos por habitante al año, semejante a sus vecinos Colombia y Brasil, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Pero la distribución sobre el territorio es otra historia: 90 por ciento de la población es urbana y 80 por ciento vive en el norte y el occidente, donde apenas se dispone de cinco por ciento del agua dulce.

La mayoría de los ríos, sobre todo los más caudalosos y extensos, se concentran en el sur. Y el grueso de los habitantes, que se aglomeran en el norte, disponen de agua potable al final de costosos procesos para llevarla hasta allí.

En la década de 1960, comenzó a desarrollarse un polo industrial en el sureste bañado por los ríos Orinoco y Caroní, pero los planes se discontinuaron. Mudar hacia el sur la capital fue una idea sin destino. Ya en este siglo, el presidente Hugo Chávez (1999-2013), fallecido el año pasado, propuso desarrollar un eje Orinoco-Apure (su mayor afluente), algo que nunca salió del tintero.

El problema no es nuevo. En 1958, el entonces periodista Gabriel García Márquez (1927-2014) escribió un reportaje titulado “Caracas sin agua”, recogido en su libro “Cuando era feliz e indocumentado”, que podría calcarse casi seis décadas después para retratar el presente de esta capital.

El ficticio protagonista de ese reportaje del premio Nobel de Literatura era un alemán. Si “Gabo” pudiera reemprender ese trabajo en 2014, podría inspirarse en cualquier habitante de Caracas.

Publicado originalmente por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica

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