COLUMNA: El legado de Robert Kennedy y la justicia en México

Cuando defendemos a quienes arriesgan la vida persiguiendo los mismos ideales de Robert F. Kennedy, fallecido hace 43 años en la lucha por igualdad y justicia, mantenemos su legado.

Abel Barrera Hernández, premio de Derechos Humanos de la Fundación Robert F. Kennedy, sufre constantes amenazas de muerte por atreverse a enfrentar a la policía, al ejército y a funcionarios gubernamentales en defensa de las comunidades indígenas del sureño estado mexicano de Guerrero.

Kennedy y Barrera Hernández son dos hombres de épocas bien distintas y de países y lenguas diferentes, pero comparten el profundo compromiso hacia los derechos humanos y la justicia.

Como fiscal general, Kennedy se aseguró de que el gobierno defendiera el movimiento por los derechos civiles de Estados Unidos. Envió jefes de policía a proteger a los Freedom Riders y efectivos a la Universidad de Mississippi para garantizar la integración de los estudiantes afroestadounidenses.

También envió a la Guardia Nacional cuando unos 3.000 supremacistas blancos rodearon la Primera Iglesia Bautista vociferando insultos y amenazando con quemarla con 1.000 hombres, mujeres, niños y niñas afrodescendientes dentro.
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No lo hizo por conveniencia política. John F. Kennedy había ganado la Presidencia por un margen muy pequeño y Robert sabía que la defensa de los derechos civiles podía costar a su hermano la reelección. Desde la Guerra Civil, ningún fiscal general se había puesto del lado de los negros para reafirmar sus derechos.

Lo hizo porque era lo correcto.

Hasta donde sé, no hubo ningún fiscal que asumiera una posición de principio en un caso con semejante dimensión social y con riesgo para la reelección del presidente en funciones. Se enfrentó al poder sin reparar en los peligros y transformó nuestro país.

México ahora padece su propia crisis social. Las comunidades indígenas pobres están sitiadas por narcotraficantes, viven en medio de un gran despliegue militar y reclaman sus derechos.

Abel y su organización, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, llevan adelante un movimiento en defensa de la población civil, incluyendo a los pueblos indígenas, cerca de la ciudad de Ayutla de Los Libres.

Quizá el estado de Guerrero sea el Alabama mexicano y Ayutla, Birmingham, centro de la lucha por los derechos civiles. Este martes 7 se cumplen 11 años de la matanza militar de 11 indígenas na savi y me’phaa en esa ciudad.

En 2002, el ejército torturó y violó a las indígenas Inés Fernández y Valentina Rosendo. Tras denunciar el hecho y documentar lo sucedido, los líderes Raúl Lucas y Manuel Ponce fueron asesinados en 2009.

Abel y sus colegas de Tlachinollan cerraron entonces sus oficinas.

Dos años después están dispuestos a reabrirla el 16 de este mes en Ayutla con una ceremonia de inauguración.

Cuando funcionarios locales y estatales desafiaron la Constitución, RFK puso el poder del gobierno federal al servicio de los activistas. La comunidad internacional debe hacer hoy lo mismo para ayudar a Abel y Tlachinollan.

Tenemos que presionar a México para que garantice los derechos humanos básicos en el marco de nuestros acuerdos de asistencia extranjera, como la Iniciativa de Mérida. Si fuera necesario también frenar el flujo de cierta ayuda.

Hay que presionar al gobierno para que cumpla las órdenes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que requiere la implementación de medidas de protección para Abel y otros defensores de los derechos indígenas en Guerrero, y sacar de la jurisdicción castrense los casos de violaciones presuntamente cometidas por personal del ejército.

Los miembros de Tlachinollan y otros defensores de derechos humanos de la región arriesgan su vida denunciando delitos en busca de justicia.

Sin ellos, la justicia en Guerrero está muerta.

Los ciudadanos de este país deben saber que todas las reformas que se hagan en México y la asistencia de Estados Unidos no servirán de nada si no apoyamos el movimiento de derechos humanos y civiles.

Como dijo Robert Kennedy, "tenemos que reconocer la completa igualdad de las personas ante Dios, ante la ley y las instituciones del gobierno. Debemos hacerlo, no porque sea conveniente desde el punto de vista económico, que lo es, ni porque lo ordenan las leyes de Dios y del hombre, que lo hacen, ni porque pueblos de otras tierras lo desean. Tenemos que hacerlo por la única y fundamental razón de que es lo correcto".

* Kerry Kennedy es presidenta del Centro Robert F. Kennedy de Justicia y Derechos Humanos.

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