Nos estamos acostumbrando a esta nueva situación de confinamiento que vivimos a escala global. Cada día que pasa es un día menos de aislamiento forzoso y, quizás, un día más cerca de poder ver el fin de esta pandemia. Desde nuestro encierro, eso sí, observamos como meros espectadores cómo se van desarrollando los acontecimientos y cómo nuestros mandatarios anuncian todo tipo de medidas dirigidas a combatir una terrible plaga que se está cobrando miles de vidas en todo el mundo.
Medidas tales como el cierre de los espacios aéreos y de las fronteras, el bloqueo de bienes en las aduanas, la declaración de los estados de emergencia –en sus diversas variantes y modalidades estatales: alarma, urgencia, emergencia sanitaria o emergencia nacional–, la centralización de todos los poderes en el ejecutivo nacional o federal en detrimento de los entes subterritoriales, la limitación o suspensión de la libre circulación de determinados bienes y de las personas, el cierre o la limitación de las actividades de instituciones públicas esenciales para la vida democrática (como las de los parlamentos o los tribunales), son el denominador común de las medidas adoptadas por nuestros ejecutivos.
Antes de la pandemia no lo hubiéramos permitido
Nadie, sin embargo, parece sorprenderse por la toma de tales decisiones que en otro momento hubiesen puesto en jaque las estructuras básicas de cualquier sistema democrático.
Todas ellas, en circunstancias de convivencia social pacífica y normal, serían sancionadas y rechazadas al suponer un ataque frontal a nuestros principios constitucionales y democráticos más básicos y serían tachadas por muchos de populistas, oportunistas, radicales o incluso antidemocráticas.
Las que en un principio podrían tildarse de actuaciones absolutamente restrictivas de la libertad individual y antidemocráticas son ahora las únicas que, parece ser, pueden salvarnos de la pandemia, y después de varias semanas de confinamiento comienzan a normalizarse entre la opinión pública.
Pánico: la mejor de las anestesias
El pánico generalizado puede funcionar en estos casos como la mejor de las anestesias.
Nadie cuestiona, por ejemplo, la prórroga casi automática del estado de alarma declarado por el presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, al cumplirse apenas 10 días de su inicial declaración, pero tampoco la censura a las distintas comisiones del parlamento para poder efectuar el correspondiente control de la actuación del gobierno en esta crisis.
La prohibición absoluta del desempeño de cualquier actividad profesional que no suponga un servicio esencial conforme lo establecido por el gobierno español se ha ordenado –mediante Real Decreto Ley – y acatado por parte de todos los ciudadanos en menos de 24 horas.
No se ha puesto en duda, tampoco, la decisión del gobierno de Italia de otorgar amplias competencias de seguridad pública y control al ejército.
Angela Merkel, al mando
No se ha producido rechazo alguno por parte de los grupos de la oposición a la decisión adoptada por la canciller alemana, Angela Merkel, de centralizar las competencias en materia sanitaria, cuestionando gravemente la efectividad -–¡y la propia autonomía constitucional estatal!– de los Länder en el manejo de la crisis.
Los toques de queda impuestos en países como Chile apenas han tenido eco mediático, y no se oyen tampoco voces contra la suspensión absoluta del tráfico aéreo en Finlandia ordenada por la primera ministra finesa, Sanna Marin, permitiendo únicamente la vuelta al país de sus nacionales y residentes.
Hasta el británico Boris Johnson, que se quiso desmarcar todo lo posible de sus antiguos aliados europeos y del resto del mundo, no ha tenido otra opción que terminar ordenando el cierre total de negocios y el confinamiento de sus ciudadanos y ha llegado a advertir, incluso, de que se tomarán medidas más drásticas conforme crezca la cifra de contagiados y fallecidos.
China y la restricción de derechos
Casi todos ellos son países con un evidente bagaje democrático. Otros, sin embargo, cuentan aún con medidas más excepcionales.
China, por ejemplo, es un caso extraordinario. El régimen comunista chino ha conseguido controlar y cercar el virus mediante el desarrollo de un entramado tecnológico que mantiene a todos sus ciudadanos bajo un estricto control tanto físico como virtual .
El big data chino es capaz de identificar a los ciudadanos mientras caminan por las calles, comprobar su temperatura corporal y catalogarlos como contagiados o no.
A partir de ahí, el despliegue de medidas –con la consecuente restricción de derechos y libertades individuales– se incrementa, tales como la prohibición de la libre circulación de personas, la obligación de confinamiento y reclusión en sus casas y la catalogación de sus ciudadanos en tres distintos grados, verde, amarillo y rojo, según el nivel de contagio que presenten.
Hungría, Israel, Venezuela…
Hungría también está en el foco de mira tras la reciente aprobación de su parlamento de una ley que prorroga sine die el estado de emergencia y confiere al ejecutivo de Viktor Orbán amplios poderes para gestionar la crisis, entre ellos, el poder tomar cualesquiera medidas mediante decreto gubernamental.
En Israel se está lidiando no solo con la crisis sanitaria producida por la propagación del virus, sino también con la crisis política generada tras las distintas tácticas empleadas por su primer ministro, Benjamín Netanyahu, para evitar que la oposición se haga con el control de la Knesset (Asamblea del Estado israelí).
Hay países donde, desde luego, la pandemia azota a sus ciudadanos con la misma intensidad que sus gobernantes. Es el caso de Venezuela.
Allí, desgraciadamente, las constantes vulneraciones de los derechos y libertades individuales hacen que las medidas de confinamiento y contención de la población recientemente ordenadas por el gobierno de Nicolás Maduro sean recibidas por parte de sus ciudadanos con total abnegación, como si se tratase de una simple medida más.
China y demás regímenes autoritarios aparte (en los que, por cierto, ya se advierte de la gravedad de las medidas adoptadas por sus mandatarios con el fin de consolidar y perpetuar su poder), veremos si todas estas actuaciones tan desesperadas –y que suponen la entrega de máximos poderes a nuestros mandatarios en detrimento de los más elementales principios democráticos– se traducen en una máxima eficiencia por su parte contra esta nueva plaga.
Y, una vez que todo esto termine, veremos si también nuestras sociedades e instituciones pueden regresar poco a poco a la tan ansiada normalidad.
Este articulo fue publicado originalmente por The Conversation.
RV: EG