En el oeste del estado de Pará, en el norte de Brasil, la construcción de un complejo logístico portuario, destinado a exportar soja a través de la cuenca amazónica, expulsó a miles de campesinos de sus tierras, que ahora se dedican a ese monocultivo.
El trayecto desde Santarém, la capital del municipio del mismo nombre, hasta Belterra, a unos 100 kilómetros por la carretera BR-163, transcurre entre campos de tierra removida y solo algunos manchones de los bosques exuberantes característicos de esta región amazónica.
Tractores y maquinarias de última generación, muy diferentes a las toscas herramientas de los pequeños agricultores vecinos, están arando la tierra durante este mes de diciembre, para la siembra de la soja en enero.[pullquote]3[/pullquote]
El campesino José de Souza, que tiene nueve hectáreas en el municipio rural de Belterra, suspira.
“La soja beneficia al gran productor, pero al pequeño lo perjudica porque la sequía viene por la deforestación. Antes aquí había una temperatura agradable, pero ahora está muy caliente. No se aguanta”, cuenta a IPS.
Los efectos son notorios en su plantación de bananas (banano dulce), quemadas por el intenso sol.
Resignado, De Souza riega unos tristes surcos con ralas plantas de coles y cebollines.
Como otros, quedó cercado por la expansión de la soja en Santarém y los municipios aledaños de Belterra y Mojuí dos Campos, que integran su región metropolitana.
Según la alcaldía de Santarém, de sus 740.000 hectáreas cultivables en esta región, la soja ya ocupa 60.000.
Raimunda Nogueira, rectora de la Universidad Federal del Oeste de Pará, maneja cifras muy superiores. “El cambio del uso de la tierra fue de alrededor de 112 y 120.000 hectáreas, convertidas en plantaciones de soja”, dice a IPS.
Con la soja llegaron las fumigaciones.
“Los campos de soja nos traen muchas plagas porque con el veneno que usan para combatirlas, las alejan de ellos pero vienen a nuestras pequeñas plantaciones”, lamenta De Souza.
Los agroquímicos contaminaron suelos, cultivos y animales, denuncian en la zona.
“Las cultivos mueren y es justamente por eso que la propiedad se vuelve totalmente anti productiva y la solución es vender”, explica a IPS el representante de la no gubernamental Fase Amazonia, Jefferson Correa.
No hay registros epidemiológicos, pero en estos municipios la percepción es aumentaron enfermedades como las respiratorias y cutáneas.
Según Selma da Costa, del Sindicato de Trabajadores Rurales de Belterra, esa situación insalubre y la tentación de vender sus tierras provocaron la migración de 65 por ciento de los campesinos del municipio, de unos 16.500 habitantes.
“Terminan yéndose, porque ¿quién va a aguantar quedarse con el olor de los pesticidas? Nadie. Las personas se enferman. Muchas veces las embarazadas se sienten mal y no saben la razón”, narra a IPS.
“Vendieron sus tierras por una miseria. Solemos decir que las regalaron. Entregaron prácticamente sus tierras a los grandes productores, pensando que mejorarían, que se iban a construir una casita bonita en Santarém, pero no logran mantenerse (económicamente) porque no pueden producir”, explica.
Correa recuerda que hacia el año 2000 la tierra era muy barata. Hubo quienes vendieron 100 hectáreas por entre 1.000 y 2.000 dólares y después se arrepintieron.
“Fueron a la ciudad, se gastaron todo el dinero y sin estudios ni cursos, la única solución fue volver a trabajar al campo, como peones de los que les habían comprado sus tierras”, ilustra.
Otros sobreviven en la periferia urbana de Santarém como vendedores ambulantes y otros trabajos informales.
“Los agricultores tenían su propiedad, su proprio alimento, como frijol, arroz, harina, pesca y caza, y dejaron de tenerlo en la ciudad”, añade Claudionor Carvalho, de la Federación de Trabajadores y Trabajadores de Agricultura del Estado de Pará.
El cambio, dice a IPS, aumentó la prostitución en la periferia urbana “porque las familias no estaban preparadas para vivir esa realidad”.
El proceso se intensificó hace 15 años, con la construcción en Santarém por la empresa transnacional estadounidense Cargill de un puerto para la exportación de granos de granos.
Santarém está situada en la ribera del río Tapajós, en su confluencia con el río Amazonas, lo que permite transportar soja y otros granos por esas hidrovías hacia el océano Atlántico.
El objetivo fue reducir la distancia y los costos de transporte de la soja del vecino estado de Mato Grosso, su mayor productor en Brasil. Este país es el segundo productor y el primer exportador de la oleaginosa del mundo, que vende a China, Europa y otros mercados.
Puertos como este en la cuenca amazónica redujeron casi a la mitad la distancia desde Mato Grosso, de unos 2.000 kilómetros desde allí hasta los congestionados terminales del sureste del país, como el de Santos, en el estado de São Paulo.
El nuevo puerto amazónico, con silos con capacidad para 120.000 toneladas –el doble que al inicio- atrajo cientos de productores de soja del sur del país, provocando una estampida de compra de tierras agrícolas cercanas y disparando sus precios.
Fue el caso de Luiz Machado y su familia, llegados de Mato Grosso.
“Teníamos 90 hectáreas que vendimos para comprar una propiedad mayor acá porque las tierras estaban más baratas. Además, estaríamos más cerca del puerto con lo que mejoraríamos el precio de nuestro producto”, cuenta a IPS.
Machado asegura que la compra fue legal y que conserva intacto el bosque que rodea su terreno, que en gran parte ya estaba deforestado.
Pero otros muchos no actuaron igual y el cultivo de soja devastó zonas selváticas, según asegura Cándido Cunha, del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria, en diálogo con IPS.
En 2006, mediante la llamada “moratoria de la soja”, asociaciones de productores, muchos vinculados con Cargill, se comprometieron a no comercializar a partir de ese año soja de áreas deforestadas.
La tala se atenuó temporalmente, pero luego se reactivó porque los agricultores que habían vendido sus tierras se establecieron en otras vírgenes.
“Se generó un proceso que aquí llamamos de ‘grillaje’ de tierras, que son falsificaciones de documentos o apropiaciones ilegales de tierras públicas”, precisa Cunha, complicando la ya muy irregular situación de tenencia de la tierra amazónica.
De los dos millones y medio de toneladas de granos exportados anualmente por Santarém, apenas seis por ciento es local, mientras el resto procede de Mato Grosso.
Pero Nelio Aguiar, secretario de Planificación de Santarém, considera que sirvió para modernizar su economía, evolucionando de una agricultura familiar a otra “mecanizada”.[related_articles]
“Hoy tenemos una agricultura mayor, una agricultura dolarizada, y cada cosecha produce realmente grandes riquezas”, dice a IPS.
Mientras unos celebran ese avance agroindustrial, otros temen por el futuro de la seguridad alimentaria local.
La población de la región metropolitana, de unos 370.000 habitantes, depende en 70 por ciento de alimentos provenientes de la agricultura familiar.
“Ahora uno tiene que comprar todo en el mercado, el arroz, el frijol, todo lo que antes nadie compraba porque lo producíamos todo. Y además vendíamos”, se lamenta De Souza.
“¿Por qué estamos comprando? Porque no tenemos más tierras. Y lo que plantamos se está envenenando”, puntualiza Da Costa.
Para Correa, una salida es ampliar los planes gubernamentales de apoyo a los pequeños agricultores. De uno de ellos, ya es beneficiario De Souza.
También lo es integrarse en asociaciones o cooperativas campesinas.
De Souza lleva orgulloso a IPS a la suya, llamada São Raimundo do Fe em Deus, donde un festivo grupo de mujeres y hombres se repartía la tarea de pelar, triturar y cocer yuca (Manihot esculenta), para preparar la harina de este tubérculo, un alimento muy tradicional en Brasil.
“Nos tenemos que ayudar entre nosotros, porque está difícil la situación del pequeño productor hoy en día”, reflexiona.
Editado por Estrella Gutiérrez