Un médico mueve la cabeza en señal de frustración mientras examina a un niño de 10 años en el campo de refugiados de Jalozai, a 35 kilómetros de Peshawar, la capital de la norteña provincia pakistaní de Jiber Pajtunjua.
El médico no puede hacer mucho más que dar su diagnóstico. En este campo de Jiber Pajtunjua (JP) sobran los refugiados y escasea la comida. Hasta que la situación cambie, niños como el pequeño Ahmed Ali seguirán sintiendo los dolores del hambre y el miedo ante el acecho de enfermedades que la debilidad de su cuerpo no puede combatir.[pullquote]3[/pullquote]
Ali llegó a Jalozai con su familia en 2014, cuando se produjo la operación Jiber-1, una ofensiva militar dirigida por el gobierno en su natal Jiber, parte de las Áreas Tribales bajo Administración Federal (FATA, en inglés). La violencia obligó a miles de personas a huir para salvar sus vidas en este país de unos 196 millones de habitantes.
Junto con sus padres y hermanos, Ali pertenece a los tres millones de personas desplazadas internamente en el norte de Pakistán, obligadas a abandonar sus ciudades y pueblos a lo largo de una década, primero por los grupos armados extremistas que operan en este remoto cinturón tribal que limita con Afganistán y, más recientemente, por las fuerzas armadas de Pakistán, que llevan a cabo una fuerte campaña contra los grupos radicales del área.
Una de esas ofensivas, cuyo nombre clave es Operación Zarb-e-Azab, comenzó en junio. Los militares concentraron sus ataques en los 11.585 kilómetros cuadrados de la agencia de Waziristán del Norte, donde los extremistas operaban con impunidad desde que ingresaron desde Afganistán en 2001.
Lanzada en respuesta a un letal atentado terrorista en junio de 2014 contra el aeropuerto internacional de Karachi, que mató a 36 personas, la operación afectó en gran medida a la población civil.
Se calcula que 900.000 personas fueron desplazadas en 2014 y que casi todas se refugiaron en Bannu, una ciudad de la provincia de JP donde se erigieron “ciudades de tiendas de campaña” para albergar a unas 90.000 familias.
Cada oleada nueva de desplazados pone más presión en el gobierno de JP para alimentar, sanar y alojar a miles de ciudadanos, mientras simultáneamente debe atender a unos 2,1 millones de refugiados «permanentes» que huyeron de las FATA desde que el movimiento islamista Talibán y otros grupos extremistas instalaron su base de operaciones en la región en 2001.
El portavoz de la Autoridad Provincial de Gestión de Desastres, Adil Khan, asegura que cada familia recibe una asignación mensual de 90 kilos de trigo, uno de hojas de té, cinco de azúcar, dos de arroz y dos litros de aceite con el fin de aliviar el hambre extrema.
Pero la mayoría de las personas a las que IPS entrevistó, en distintos campamentos de la provincia norteña, aseguran que eso no alcanza para las familias integradas en promedio por un mínimo de 10 personas.
En Bannu, por ejemplo, todavía hay 454.000 personas desplazadas, a pesar de los esfuerzos para reubicar a las familias o reunirlas con familiares en la zona. Según el director general de salud pública de la provincia de JP, Pervez Kamal, más de 15 por ciento de los refugiados estaban desnutridos en enero de este año.
«Los alimentos que recibimos no bastan para alimentar a mi familia de 10 miembros», afirmó Darwaish Gul, oriundo de la agencia de Bajuar y actual residente en un campamento en Bannu.
«En casa éramos agricultores, cultivábamos nuestros propios alimentos. Siempre tuvimos suficientes granos, verduras y frutas. Ahora tenemos una sola comida al día y siempre nos vamos a dormir con hambre”, contó el refugiado de 60 años.
El gobierno desmiente esas afirmaciones e insiste que su ayuda de emergencia y las raciones de alimentos son suficientes para alimentar a todos en los campos.
Pero un informe de la Organización de las Naciones Unidas publicado en julio de 2014 señaló que 31 por ciento de los desplazados no recibieron provisiones de emergencia ni productos alimenticios ya que carecen de tarjetas nacionales de identidad electrónicas.
Solo entre los refugiados oriundos de Waziristán del Norte, más de 15 por ciento no estaban habilitados para recibir la ayuda. Este porcentaje incluye a familias sin hombres (siete por ciento), otras encabezadas por niños o niñas (cuatro por ciento) y aquellas lideradas por personas con discapacidad o de edad avanzada (cinco por ciento).
La situación se agrava porque muchos de los desplazados caminaron varios kilómetros con un calor de 45 grados Celsius para llegar a Bannu. Decenas de personas se desvanecieron en el camino, y quienes pudieron llegar a salvo estaban gravemente desnutridos, deshidratados o debilitados por el viaje.[related_articles]
Miles aún no se han recuperado totalmente de la terrible experiencia. Tienen necesidad de atención especializada, pero solo existen los servicios más básicos para atender sus múltiples necesidades.
Iqbal Afridi, el representante en FATA de Pakistán Tehreek-e-Insaf, un partido político opositor, advierte que la situación es «extremadamente precaria», con decenas de familias pasando hambre o a punto de padecerla.
Afridi dirige una asociación de personas afectadas y en noviembre lideró una protesta de un grupo de desplazados que se movilizó desde Bara, un municipio en la agencia de Jiber, hasta el Club de la Prensa de Peshawar para reclamar por la falta de suministros médicos, la insuficiencia de las raciones de alimentos y las pésimas instalaciones de agua y saneamiento, que facilitaron la propagación de enfermedades.
Muchos solo quieren que el gobierno acelere su salida de los campamentos para poder regresar a sus hogares. Casi todas las semanas, grupos de desplazados protestan en Peshawar, en marchas o plantones, denunciando la escasez de los recursos asignados para su supervivencia básica.
«Exigimos la pronta repatriación a nuestros hogares ancestrales ya que nuestras vidas se han vuelto desdichadas”, expresó Shah Faisal, un refugiado de la agencia Jiber que vive en un campamento en JP. «Salimos de nuestra casa por el bien de la paz, pero la paz sigue eludiéndonos”, añadió.
«En casa teníamos tierra para plantar que producía suficiente comida para nosotros. Vendíamos el grano y las verduras excedentes para tener un ingreso, pero ahora nos estamos convirtiendo en mendigos”, se quejó.
Editado por Kanya D’Almeida / Traducido por Álvaro Queiruga