PENA DE MUERTE-LIBIA: De la tortura a un incierto fusilamiento

«¡Por favor, no nos abandonen! ¡Vamos a morir aquí!», gritó tras las rejas de su celda Nasya Nenova, la más joven de las cinco enfermeras búlgaras condenadas el mes pasado en Libia a morir fusiladas por la inoculación del virus del sida a 400 niños.

Nenova perdía las esperanzas, a pesar de que su compañera de celda desde hace ocho años, Christiana Vulcheva, trataba de animarla.

Pocos minutos después, ese mismo 19 de diciembre, el juez Mahmud Hueysa dictaba las sentencias de los seis detenidos desde 1999. Las cinco enfermeras no entendían árabe y observaban petrificadas, en silencio, como si fueran testigos de un drama protagonizado por otros.

El médico palestino Ashraf al-Khadjudj, también acusado, susurró al oído de las enfermeras, en inglés: pena de muerte para todos nosotros.

La sala se inundó de gritos de alegría de los padres de los menores inoculados con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH, causante del sida) en los años 90, en un hospital pediátrico de la septentrional ciudad de Bengasi.
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"Allah-u Akbar!" (¡Dios es grande!), gritaban. Todos estaban de pie.

Los guardias se llevaron a los prisioneros tan rápido que ninguno tuvo tiempo de decir nada. Nasya logró mirar por última vez la sala donde su abogado búlgaro, diplomáticos y periodistas permanecían de pie. El horror que se desprendía de sus ojos era un descarnado pedido de ayuda.

Se trataba de la segunda condena a muerte contra las cinco enfermeras búlgaras y el médico palestino. La primera había sido dictada en 2004

Los seis acusados rechazan los cargos y reivindican su plena inocencia.

Expertos en salud y organizaciones de derechos humanos también niegan que los condenados sean responsables. Entienden que son los chivos expiatorios de la falta de asepsia a la que atribuyen los contagios de VIH en el hospital, desde mucho antes de la llegada de las enfermeras a Trípoli.

El gobierno de Bulgaria ha realizado insistentes reclamos a Libia por la vida de las enfermeras en los últimos ocho años, en conjunto con la Unión Europea. El fiscal búlgaro Nicolai Kokinov anunció esta semana que acusará a 11 policías libios por tortura.

Al mismo tiempo, el hijo del líder libio Muammar Gadafi, Seif Al Islam, anunció a la prensa búlgara que los condenados no serán ejecutados, pero sugirió que eso dependía de negociaciones por una compensación millonaria a las familias de los niños y niñas inoculados con VIH.

En diálogo con el primer ministro italiano Romano Prodi el lunes, en Adis Abeba, donde se celebraba la cumbre de la Unión Africana, también Gadafi indicó que quedaban pendientes negociaciones sobre reparaciones a las familias de las víctimas y sobre la repatriación de los condenados.

Cuando visité por primera vez a las enfermeras en su celda de Tripoli hace cinco años, Nasya era la más callada de todas. Apenas si hablaba. Prefería hacer preguntas y escuchar las historias que contaban sus cuatro compañeras.

Entonces supe que había tratado de suicidarse para escapar de las sesiones de interrogatorio, que incluían torturas como el uso de choques eléctricos y tormentos psicológicos. Era evidente que estaba traumatizada.

Cuando volví a verlas por segunda vez, a fines del año pasado, en la prisión de Judeyda, Nasya seguía siendo la menos conversadora.

Pero ya la conocía bien y comprendí su suplicio. Estaba deprimida y sufría cargos de conciencia porque la tortura la había vencido y confesó.

Nasya soportaba una carga casi insoportable. Se acentuó, además, porque se acusaban mutuamente. En un arrebato de rabia, una de ellas le dijo: "¡Si no hubieras firmado, ahora no estaríamos acá!"

Fueron esas confesiones firmadas por Nasya, Christiana y Ashraf, extraídas en condiciones de tortura extrema, las que utilizó la fiscalía libia para armar el caso. Sobre ellas también se basó el juez para condenarlas a la pena capital.

"Quería morirme. No aguantaba más las sesiones de choques eléctricos", contó Nasya a IPS en su celda.

"Cuando vi entrar al coronel Djuma Mishri, supe que me iban a conectar los cables en los dedos. Entonces le dije: 'Haz lo que quieras, pero no más picana.' Y me dieron unos papeles en árabe para que los firmara", relató.

"Djuma siempre aparecía al principio y decía: 'Ya sabes qué hacer, eres obediente.' ¡No pude soportarlo más!", admitió.

Cada una de las enfermeras tiene su propia historia de horror sobre las sesiones de tortura en las celdas de los servicios de seguridad libios.

Una vez que lograron quebrar a la más vulnerable y frágil, los torturadores arremetieron contra la más fuerte del grupo, Christiana Vulcheva, quien, de hecho, nunca había trabajado en el hospital de Bengasi.

Pero el fiscal libio sostuvo que era la cabecilla del grupo, integrado por Valya Chervenyashka, Snejana Dimitrova y Valentina Siropuelo. Ella dio las órdenes y entregó la sangre contaminada con VIH, según él.

Afuera, en Bengasi, la gente en las calles la describía como una agente extranjera dura y despiadada.

"Ya no puedo llorar más", replicó al escuchar de IPS lo que se decía de ella.

"¿Cómo voy a llorar, si hace tiempo que ya no tengo lágrimas? Si hubiera sido una agente especial, probablemente la tortura no me habría quebrado. Me arrancaron la ropa y me tendieron en una parrilla de hierro. Colocaron cables en mi entrepierna, oídos y dedos", recordó.

"Las convulsiones causadas por las descargas eléctricas a veces eran tan violentas que tumbaban la parrilla. Algunas veces, incluso, me desmayé. Me echaron baldes de agua fría encima. ¿Djuma Mishri? Sí, él fue quien me torturó la mayoría de las veces. Pero las heridas de mi cuerpo se las debo a alguien más: Abdelmadjid Shaul. En la cárcel lo llamaban 'El químico'", añadió.

Valya Chrevenyashka detalló a IPS las condiciones de reclusión en la "residencia canina", el centro de entrenamiento de perros policía donde mantuvieron presas, por un tiempo, a las enfermeras.

"Me tiraron del cabello y empujaron mi cabeza justo encima de un perro que ladraba ferozmente. Estaba aterrada, pero pensé: 'Éste es un animal con sentimientos y no va a hacerme daño'", recordó.

Valya no pasó por la picana eléctrica, pero le pusieron insectos enormes en el cuerpo, relató.

En una de las conversaciones que mantuvo con IPS, se sacó el calzado para mostrar sus dedos. No tenía uñas. "Esto me pasó después de varios días de ser golpeada con un bastón en la planta de los pies", explicó.

A Valentina Siropuelo la castigaron con palos y mangueras de goma. Y a la mayor del grupo, Snejana Dimitrova, la colgaban de unos ganchos. Cada vez que sufría ese suplicio, se le dislocaban las extremidades.

Esas son las horrorosas historias detrás de las confesiones que aceptó el tribunal libio. Ésos son los relatos que golpearon a Bulgaria y agruparon al país del lado de las enfermeras.

Rossen Markov personifica la creciente solidaridad y simpatía de la población búlgara hacia sus compatriotas en Libia.

Markov acampó durante meses frente a la embajada de Libia en Sofía, donde integra una asociación de apoyo a las enfermeras y sus familias, y siempre encabeza las manifestaciones en su defensa.

Este hombre lleva permanentemente en su chaqueta una cinta con los colores de la bandera búlgara que dice "no están solas". (FIN/IPS/traen-vf-mj/gm/ph/af eu/ip hd dp/07)

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