RÍO DE JANEIRO – Desmantelar el Estado brasileño fue la tarea en que Jair Bolsonaro tuvo más éxito, se deduce del informe del Gabinete de Transición del gobierno que estrenará el 1 de enero. Queda por explicar porque, aun así, el presidente saliente se mantiene popular.
Los libros de enseñanza de 2023 no comenzaron a ser editados; faltan medicamentos en la Farmacia Popular, no hay provisión de vacunas contra nuevas variantes de la Covid-19, escasean recursos para la alimentación escolar, las universidades estuvieron al borde del cierre, no hay fondos para la defensa civil y la prevención de accidentes.
Son ejemplos de “la amenaza efectiva de colapso de los servicios públicos” que deja el gobierno cesante, “una herencia socialmente perversa y políticamente antidemocrática”, que afecta especialmente a los más pobres, al impactar la salud, la educación, el ambiente, el empleo y el combate al hambre y la pobreza, destaca el informe.
El gabinete de transición del presidente electo, Luiz Inácio Lula da Silva, movilizó más de 300 personas desde el 8 de noviembre y concluyó sus trabajos el 22 de diciembre, con la entrega del informe al futuro gobernante. Son 71 páginas de evaluación de la situación heredada, dividida en 32 rubros.
El gobierno ultraderechista de Bolsonaro se reivindica como patriótico y representativo de la mayoría conservadora del Brasil. Su campaña reelectoral se presentó como una batalla del “bien contra el mal”, con una explotación abusiva de la religión.
Un gobierno antiEstado
Su política fue en realidad una acción permanente contra el Estado, al subvertir su carácter laico y someter a sus propósitos instituciones estatales que, en muchos casos, pasaron a actuar en contra de sus misiones originales.
Son los casos de la Fundación Nacional del Indio (Funai), encargada de la protección a los derechos indígenas, de la Fundación Palmares, de valorización de la cultura afrobrasileña, y de buena parte de los órganos ambientales y culturales.
El símbolo de la gestión al revés fue Sergio Camargo, quién presidió la Fundación Palmares de noviembre de 2019 a marzo de 2022. Él se define como “un negro derechista”, rechaza la lucha antirracista como una engañosa “victimización” y sostiene que la esclavitud fue “benéfica” para los negros en Brasil, porque, en su opinión, viven mejor que los africanos.
El resultado fueron acciones netamente contra la población negra, que suma 56 % del total de 215 millones de brasileños, particularmente contra las comunidades quilombolas, creadas en el pasado remoto por los esclavos fugitivos.
Instituciones netamente de Estado, como el Ministerio Público, las Fuerzas Armadas y la Policía Federal, se convirtieron en agencias del gobierno, al tratar de cuestiones de interés personal, familiar o político de Bolsonaro.
También el Ministerio de Relaciones Exteriores, de larga y respetada historia de proyección internacional del país, sufrió una intervención ideológica del poder bolsonarista, en desmedro del prestigio de Brasil en el exterior, rebajado a paria, especialmente por el aumento de la deforestación amazónica durante el gobierno de Bolsonaro.
Patriotismo que debilita la nación
Un patriotismo que ignora la nación es como se puede definir la acción gubernamental volcada desmesuradamente a sus partidarios, contra la cohesión nacional y contra los pueblos originarios y tradicionales.
Bolsonaro intentó, desde 2020, autorizar y promover el “garimpo”, la minería casi siempre ilegal, en territorios indígenas, pero su proyecto de ley no obtuvo aprobación parlamentaria ante las fuertes protestas. Es una actividad que ya envenenó varios ríos amazónicos y provoca mortandad en varias etnias, por asesinatos, enfermedades y deterioro social.
Una de sus últimas medidas de Bolsonaro, antes de dejar el gobierno, fue autorizar la extracción de madera en territorios indígenas, con manejo forestal.
Es una de numerosas medidas que el Gabinete de Transición recomendó para la revocación o revisión en el inicio del nuevo gobierno, como las que ampliaron la posesión y el porte de armas, debilitaron la política ambiental, los derechos sociales y los derechos de la niñez y adolescencia.
Además propone revocar el secreto de cien años que Bolsonaro impuso a distintos documentos, incluso en casos absurdos como su propia tarjeta de vacunación y el proceso judicial en que su hijo mayor, el senador Flavio Bolsonaro, es acusado de corrupción.
En el sector cultural, se trató de esterilizar leyes y órganos de fomento, impedir mecanismos de financiación y beneficiar los únicos sectores favorables al bolsonarismo, como la música “sertaneja” (rural o campesina) y productoras de cine revisionistas que buscan difundir la versión falseada de la historia y en defensa de la dictadura militar de 1964-1985 y de la extrema derecha.
Toda esa acción destructiva, anunciada por el mismo Bolsonaro en su primera visita presidencial a Estados Unidos en marzo de 2019, no destruyó su popularidad. Él obtuvo 49,1 % de los votos válidos en la segunda vuelta electoral el 30 de octubre, o sea 58,2 millones de sufragios.
Lula triunfó por solamente 1,8 puntos porcentuales, con un total de 60,3 millones de votos. En consecuencia es casi un consenso entre los analistas que el bolsonarismo sobrevivirá como una oposición fuerte, incluso porque eligió muchos senadores y diputados fieles.
Futuro incierto para el bolsonarismo
Es dudoso. Bolsonaro cayó en una aparente depresión tras la derrota de octubre y se mantuvo prácticamente callado desde entonces. Ni tan siquiera estimuló con discursos las manifestaciones de sus adeptos más radicales, que desde el inicio de noviembre acamparon delante de los cuarteles para reclamar un golpe militar contra la toma de posesión de Lula.
La derrota lo fulminó y la nueva coyuntura, con un gobierno que promueva una gestión mínimamente eficiente, aunque no sea brillante, podrá reducir la extrema derecha a la minoría que aparentemente ha sido en el pasado.
Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército, ganó las elecciones presidenciales de 2018 con el apoyo de los militares. Debe mucho de su popularidad a la confianza de la población brasileña en sus Fuerzas Armadas, pese a la dictadura que protagonizaron durante 21 años y que terminó en la crisis económica de la “década perdida” de los años 80.
Su ascenso repentino, tras 28 años como un diputado del “bajo clero”, es decir irrelevante, y grosero por su defensa de la dictadura militar, se debió principalmente al hecho de representar los militares, entonces muy populares por contraposición a los políticos desacreditados por escándalos de corrupción y nueva crisis económica.
El imaginario alimentado por una memoria sesgada del poder militar de 1964 a 1985, época del “milagro brasileño” de crecimiento económico cercano a 10 % al año y rápida expansión de la clase media urbana, perdió su combustible.
La confianza de los brasileños en sus militares cayó de 39 % en 2019 a 30 % en 2022, según encuestas del internacional Instituto Ipsos. El promedio de los 26 países participantes es de 41 % y Brasil solo supera Colombia, África del Sur y Corea del Sur, en la encuesta de este año.
Las protestas golpistas acumulan creciente rechazo popular, tras haber bloqueado carreteras en noviembre e incendiado por lo menos cinco autobuses y ocho automóviles en la noche del 12 de diciembre en Brasilia. Los campamentos delante de los cuarteles siguen desde el inicio de noviembre pidiendo un golpe militar.
Un 75 % de los entrevistados por el Instituto Datafolha el 19 y 20 de diciembre condena esas manifestaciones y 56 % considera que sus participantes deben sufrir puniciones. Incluso mitad de los electores de Bolsonaro rechazan los actos golpistas.
ED: EG