Después de cuatro años de profunda polarización política y tras una traumática semana electoral, el Partido Demócrata ha ganado las elecciones presidenciales de 2020. A pesar de las amenazas de Donald Trump de llevar a cabo una batalla legal para invalidar el resultado, la inmensa mayoría de los líderes y observadores mundiales dan por hecho ya que el próximo presidente de los Estados Unidos será el antiguo vicepresidente de Barack Obama, Joe Biden.
Lo que se espera es un claro cambio de rumbo y, por esto, muchos mandatarios occidentales han saludado la victoria de Biden como una oportunidad para reafirmar a nivel internacional los valores de la democracia liberal. Nadie cuestiona que la política exterior de Biden será diferente de la de Trump.
Sin embargo, es necesario no infravalorar el hecho de que, debido a las características del sistema internacional actual y a la situación interna de Estados Unidos, la política exterior de Biden presentará también continuidades y tendrá que enfrentarse a dilemas no fácilmente solucionables.
Desde el punto de vista de las discontinuidades, es razonable esperar por parte de Biden una mayor inversión en la cooperación internacional sobre cuestiones en las que Trump mantuvo posturas unilaterales: la lucha contra la covid-19 a través de la Organización Mundial de la Salud; la lucha contra el cambio climático a través del Acuerdo de París; el compromiso hacia la limitación de las armas estratégicas a través de la cooperación con Rusia; la creación de reglas económicas mundiales más justas, a través de la cooperación con China, o la lucha contra la proliferación nuclear a través de la cooperación con Irán.
Vuelta a las alianzas
Biden ha prometido volver al sistema de alianzas tradicionales de Estados Unidos, por ejemplo, los países de la Unión Europea o, en Asia, países como Japón y Corea del Sur, que se han sentido ignorados o maltratados durante la etapa de Trump.
El objetivo de esta nueva postura sería la reconstrucción de una alianza de países liberal-democráticos en contra de los regímenes autoritarios. Biden se compromete también a redefinir las relaciones con países aliados de Estados Unidos que presentan un comportamiento más que cuestionable en materia de derechos humanos, prometiendo, por ejemplo, dejar de apoyar la intervención de Arabia Saudí en la guerra civil de Yemen.
No habrá una ruptura radical
Sin embargo, no faltarán aspectos de continuidad entre la presidencia de Biden y la etapa precedente. Estados Unidos seguirá con su política de reducción de las intervenciones militares en tierra extranjera, por ejemplo, a través del paulatino retiro de sus tropas de Iraq y Afganistán. Hay un consenso entre los partidos en Estados Unidos que las considera como forever wars, inútiles e imposibles de ganar.
También hay un consenso entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano sobre el hecho de que China representa un competidor que hay que contener por su presunta actitud de llevar a cabo practicas económicas abusivas y desleales en materia comercial y monetaria.
Asimismo, la actitud más cooperativa con los aliados no podrá prescindir de la petición, ya presente durante la administración Trump, de contribuir más directamente a la seguridad internacional, por ejemplo, a través del aumento del gasto militar de los países OTAN. En estas materias, las diferencias de estilo y de comunicación serán notables, en comparación con la actitud tosca de Trump, pero no por esto dejarán de generar controversias.
Biden, por su formación e ideología liberal, es ajeno al aislacionismo del “America First (Estados Unidos primero)” de Trump.
Sin embargo, deberá tener en cuenta que, desde hace al menos dos décadas, existe en la sociedad estadounidense la convicción de que Estados Unidos, antes de invertir sus recursos en la gestión de la política internacional, debería ocuparse principalmente de resolver una serie de graves problemas internos, como la educación, el desarrollo tecnológico o la modernización de sus instituciones.
Esta percepción de declive varía mucho dependiendo de las posiciones ideológicas, pero no dejará de ejercer su influencia sobre cualquier presidencia. No casualmente, los primeros dos puntos del programa de política exterior de Biden hablan de “renovar la democracia en casa” y “construir una política exterior para su clase media.”
Biden necesitará competencias e imaginación
La política exterior de la nueva administración Biden se enfrentará, por lo tanto, a una serie de dilemas para los cuales se necesitarán competencias e imaginación. No será fácil contener y, a la vez, cooperar con potencias como Rusia y China.
Menos aún, lo será reconstruir la confianza de los aliados y, a la vez, pedirle un mayor compromiso hacia la seguridad mundial, o acabar con el apoyo a las políticas intervencionistas de países como Arabia Saudita, que muchas veces, y no solo bajo Trump, Estados Unidos ha decidido mimar o absolver.
El objetivo de reconstruir la imagen de Estados Unidos chocará con una creciente dificultad para ejercer el “poder blando”, debido a errores cometidos en etapas anteriores a Trump, por ejemplo, durante la época de la controvertida gestión de la guerra contra el terror o las cuestionables intervenciones militares en Iraq en 2003 y en Libia en 2011.
Es legítimo que Biden prometa construir un frente de países democráticos para contrarrestar al avance de países autocráticos. Pero la nueva administración debería evitar recurrir a una retórica frentista típica de la Guerra Fría.
El actual es un mundo multipolar, basado en la competición entre varias potencias, en el que es cada vez más difícil pensar en imponer a la fuerza valores particulares, por justos y legítimos que sean. La contención y la búsqueda incansable de un equilibrio de poder prometen ser instrumentos más efectivos que una política de proclamas y condenas moralistas.
Estos dilemas de la política exterior de Estados Unidos existen desde mucho antes de la presidencia de Trump. Y no será suficiente un cambio de presidencia para que dejen de existir.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
RV: EG