La muy esperada venta de la petrolera más grande del mundo resultó ser una decepción. Aunque la han llamado “la mayor salida a la bolsa de la historia”, lo cierto es que las promesas de la compañía se desinflaron, y la corona saudí se ve en claros problemas dificultades para mantener altas las expectativas ante las dificultades.
El riesgo de invertir en la industria petrolera ya es demasiado alto a la luz de las circunstancias actuales: la emergencia climática y lo que la ciencia requiere para evitar una debacle planetaria. Muchos inversionistas ya lo entendieron, y no se animaron.
Tras haber cancelado “road shows” en Londres y Nueva York, y echado para atrás los planes de sacar la compañía a la venta en esas dos bolsas, el anunciado negocio, para el próximo 11 de diciembre, tiene los ojos del mundo financiero expectantes.
El príncipe heredero Mohammed bin Salman de Arabia Saudita anunciaba en 2016 que su compañía costaría al menos dos billones (millones de millones) de dólares. La venta saldrá por un valor equivalente a 1,7 billones, por debajo de la expectativa, y solo por 1,5% de la compañía, en vez de 5%.
Por si desinflar la burbuja fuera poco, el gobierno saudí revuela en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) para lograr un acuerdo que reduzca la producción para mantener los precios y evitar que la venta se vea afectada. Convenció a la familia real de alinearse para comprar una parte del porcentaje que saldrá a la venta, y ofrece apoyo directo a sus ciudadanos a través de crédito barato para comprar acciones.
Los riesgos asociados al cambio climático, políticos y de transparencia alejaron a los inversionistas internacionales. Y con razón.
Las alertas que la propia compañía ha incluido en sus brochures lo dejan claro: “preocupaciones existentes y futuras frente al cambio climático y sus impactos (…) podrían empujar la demanda hacia otros combustibles”, y “preocupaciones sobre químicos y plásticos y el medioambiente (…) han llevado a la adopción de regulaciones más estrictas y podría traer nueva regulación”, así como una serie de otros riesgos financieros críticos.
No se trata de una nota al pie de la que se puede hacer caso omiso. Aunque es cierto que es la compañía más rentable entre sus pares, con costos de producciones relativamente bajos, su futuro y el de toda la industria está cantado.
La caída de los precios en vehículos eléctricos y generación de energía renovable promete erosionar el poder del “Big Oil” en el sector transporte en esta década, según ha publicado BNP Paribas. Las predicciones más conservadoras (la Agencia Internacional de Energía, Shell y la propia Aramco) estiman que la demanda por petróleo se paralizará en los 2030s, a raíz del aumento en eficiencia energética y tecnologías para el transporte.
Analistas de Bloomberg New Energy Finance estiman que en 20 años circularán unos 550 millones de vehículos eléctricos (un 32% del total de los vehículos de pasajeros). Un cambio en los patrones de consumo y de producción que no puede ser ignorado por los inversionistas que aún le apuestan a la energía del pasado.
El transporte marítimo y aéreo parece seguir la tendencia, como atestigua el compromiso Maersk, una de las compañías marítimas más grandes del mundo que planea tener emisiones netas cero en 2050.
Una meta que se hace palpable considerando que el tiempo de vida útil de un barco puede ser de unos 25 años. Airbus and Easyjet acaban de firmar un acuerdo para evaluar el potencial de desplegar vuelos híbridos y eléctricos en distancias de corto plazo en Europa.
En otras palabras, el mundo está cambiando y rápido, hacia una economía en que los combustibles fósiles no mandan el partido.
Hay que sumarle a estos análisis lo que verdaderamente requiere la ciencia. El Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático ha sido contundente al respecto: si vamos a ser serios con limitar el aumento de la temperatura global por debajo de 1,5°C, las emisiones de gases de efecto invernadero deben reducirse en 50% para 2030, y rápidamente bajar a cero en 2050.
Las Naciones Unidas han advertido además que falta mucho trecho para lograrlo, y en particular que la producción de combustibles fósiles va a tener que reducirse drásticamente para mantenernos en un planeta seguro.
Aramco y el gobierno saudí son hermanos siameses – es un país enteramente petro dependiente.
La realidad en varios países en América Latina tiene sus similitudes preocupantes. Sin embargo, el potencial para la diversificación económica es mayor, y avanzar en esta dirección es urgente. La experiencia Aramco es una alarma que muestra que sí puede hacerse demasiado tarde para el cambio.
Los riesgos macroeconómicos asociados al cambio climático no sólo pueden ser leídos en términos de los devastadores y costosos impactos que tienen el potencial de generar grandes disrupciones en sistemas básicos para la economía como los precios de los alimentos o la construcción (y reconstrucción) de infraestructura.
Es imperativo entender que la transición hacia cortar la dependencia económica del sector de los combustibles fósiles debe empezar cuanto antes, para mantener la capacidad de mitigar los riesgos y administrar los impactos en los cambios sistémicos que se avecinan en la economía global.
El efecto Aramco muestra señales de lo que se ve venir. Los países de la región latinoamericana que dependen de las exportaciones de hidrocarburos harán bien en leer esas señales y actuar tempranamente.
Los asesores bien pagados de Aramco – Citigroup, JPMorgan, Goldman Sachs y Morgan Stanley – pueden estar promocionando la compañía como una venta razonable y rentable.
Pero, los inversionistas internacionales entendieron que aunque puede representar valor en el corto plazo, en el largo plazo las acciones de Aramco tienen los días contados.
Las señales son claras, y más vale que en América Latina empecemos a tiempo a ejecutar una transición programada y razonable, que proteja los activos de los ciudadanos en el largo plazo, y mantenga las economías saludables.
RV: EG