“Desde que tengo 8 años me acostumbré a acarrear agua. Hoy, que tengo 63, lo sigo haciendo”, dice Antolín Soraire. Es un campesino alto y de rostro castigado por el sol, que vive en Los Blancos, un pueblo de unas pocas decenas de casas y anchas calles de tierra en la provincia de Salta, en el norte de Argentina.
En esta zona del Chaco, la llanura tropical de más de un millón de kilómetros cuadrados compartida con Bolivia, Brasil y Paraguay, las condiciones de vida no son fáciles.
Durante unos seis meses al año, entre mayo y octubre, no llueve. En el verano austral las temperaturas pueden tornarse crueles: llegan hasta 50 grados centígrados.[pullquote]3[/pullquote]
Gran parte de los hogares del municipio donde se asienta Los Blancos, Rivadavia Banda Norte, y de otros cercanos está dispersa en parajes rurales, que quedan aislados cuando llueve. La mitad tiene sus necesidades básicas insatisfechas, según datos oficiales, y el acceso al agua es todavía un privilegio, más cuando no hay ríos en el área.
Las perforaciones rara vez se han revelado como una solución. “El agua de las napas es salada y tiene arsénico naturalmente. Hay que ir a más de 450 metros de profundidad para sacar agua buena”, explica Soraire a IPS en esta localidad de unos 1.100 habitantes.
Fue un novedoso sistema autogestionado el que en los últimos tres años trajo esperanza a muchas familias de esta zona, una de las más pobres de la Argentina: la construcción de techos de latón recolectores de agua de lluvia, que es conducida por cañerías a cisternas de cemento enterradas en el suelo.
En cada una de esas cisternas, herméticamente cerradas, se almacenan 16.000 litros de agua de lluvia, lo que se calcula que necesita una familia de cinco personas para beber y cocinar durante los seis meses que suele durar la sequía.
“Cuando yo era chico pasaba el tren una vez por semana y nos dejaba agua. Después el tren dejó de pasar y la cosa se complicó”, recuerda Soraire, que es lo que aquí se conoce como un criollo: es descendiente de los hombres y mujeres blancos que llegaron al Chaco argentino desde fines del Siglo XIX en busca de tierras para criar sus animales, detrás de las expediciones militares que sometían a los indígenas de la región.
Hoy, aunque han pasado los años y la pobreza en la mayor parte de los casos los iguala, todavía se percibe una tensión latente entre criollos e indígenas, quienes viven en comunidades rurales aisladas, en localidades como Los Blancos o en periferias de cascos urbanos.
El ferrocarril que menciona Soraire unió desde principios del siglo XX los 700 kilómetros que separan las ciudades de Formosa y Embarcación, y era prácticamente la única vía de comunicación de esta zona del Chaco, que hasta hace apenas 10 años no tenía ninguna ruta pavimentada.
El tren se detuvo definitivamente en la década de los 90, durante la ola de privatizaciones y recortes de gastos que impuso el presidente neoliberal Carlos Menem (1989-1999).
Aunque se prometió varias veces recuperarlo, en los pueblos del Chaco salteño hoy quedan apenas unos ruinosos recuerdos del ferrocarril: las vías, cubiertas de vegetación, y los viejos edificios de ladrillo a la vista construidos como estaciones ferroviarias, que desde hace años albergan familias sin hogar.
Soraire, quien cría vacas, cerdos y cabras, es parte de uno de los seis equipos –tres de criollos y tres de indígenas- que la Fundación para el Desarrollo en Paz y Justicia (Fundapaz) capacitó para construir cisternas recolectoras de agua de lluvia en la zona cercana a Los Blancos.
“Aquí todos quieren su cisterna. Entonces hacemos relevamientos para ver cuáles son las familias que tienen mayores necesidades”, cuenta a IPS en Los Blancos, Enzo Romero, técnico de Fundapaz, una organización no gubernamental que trabaja hace más de 40 años en el desarrollo rural de los asentamientos indígenas y criollos del Chaco argentino.
El director de Fundapaz, Gabriel Seghezzo, explica que “la familia beneficiada debe hacer un pozo de cinco metros de diametro por 1,20 de profundidad, en el que se entierra la cisterna. Además, tiene que darle alojamiento y comidas a los constructores durante la semana que lleva la construcción”.
“Que le cueste esfuerzo a la familia es muy importante. Para que esto salga bien es imprescindible que los beneficiarios se involucren”, agrega Seghezzo a IPS en Salta, la capital de la provincia.
Fundapaz «importó» el sistema de las cisternas de Brasil, gracias a sus muchos contactos con organizaciones sociales de ese país, en espacial con aquellas que también promueven soluciones para los embates de la sequía crónica en la región del Nordeste.
Romero precisa que hasta ahora se ha construido unos 40 techos recolectores y cisternas –a un costo de unos 1.000 dólares cada sistema- en el municipio de Rivadavia Banda Norte, de unos 12.000 kilómetros cuadrados y unos 10.000 habitantes. Es, por supuesto, una muy pequeña parte de lo que se necesita.
“Ojalá todo el Chaco se sembrara con cisternas y no tengamos que llorar más la falta de agua. No queremos pozos de 500 metros de profundidad u otros grandes proyectos. Confiamos en las soluciones locales”, dice Romero, quien estudió Ingeniería Ambiental en la Universidad Nacional de Salta y hace varios años se mudó a Morillo, la cabecera del municipio, unos 1.600 kilómetros al norte de Buenos Aires.
En la ruta nacional 81, la única carretera asfaltada en la zona, conviene transitar despacio: como en la zona no hay alambrados, cerdos, cabras, gallinas y otros animales que crían indígenas y criollos se cruzan permanentemente.
En los alrededores de la vía, metidas dentro del monte, viven comunidades indígenas, como las conocidas como Lote 6 y Lote 8, que ocupan antiguos terrenos fiscales cuya propiedad fue reconocida a integrantes de la etnia wichí (persona o gente en su lengua), una de las más numerosas de la Argentina, con unas 51.000 personas, según cifras oficiales que se consideran un subregistro.
En el Lote 6, Dorita, madre de siete hijos, vive con su esposo Mariano Barraza, en una casa de ladrillos y techo de latón, en cuyo alrededor pasean cabras y gallinas. Los hijos y sus familias vuelven por temporadas desde Los Blancos, donde los nietos van a la escuela, que no hay en la comunidad, ni tampoco transporte.
A unos cien metros de la vivienda, Dorita, que prefirió no dar su apellido, muestra a IPS una pequeña laguna con aguas verdosas. Es lo que en el Chaco salteño llaman “represa”: un pozo cavado por la familia, para almacenar agua de lluvia.
Las familias del Lote 6 hoy tienen un techo recolector y una cisterna almacenadora, pero antes tomaban el agua de las represas, la misma que los animales utilizaban también para abrevarse o incluso para sus deposiciones.[related_articles]
“Los chicos se enferman. Pero las familias muchas veces consumen esa agua contaminada de las represas porque no tienen más alternativa”, explica a IPS la religiosa católica Silvia Reynoso, quien trabaja para Fundapaz en la zona.
En el vecino Lote 8, el wichí Anacleto Montes, quien tiene un techo recolector de 80 metros cuadrados, explica: “Esto fue una solución. Porque nosotros le pedimos al municipio que nos traiga agua, pero hay veces que el camión no está disponible y el agua no llega”.
Lo que Montes no dice es que el agua en el Chaco salteño ha sido también utilizada como una mercancía del clientelismo político.
Lalo Bertea, quien encabeza la Fundación Tepeyac, una organización vinculada a la Iglesia Católica que hace 20 años trabaja en la zona, explicó a IPS: “Habitualmente en épocas de sequía, la municipalidad reparte agua. Y elige adónde llevar por razones políticas. La gente de la zona ya está tan acostumbrada que lo considera normal”.
“La escasez de agua es el problema social más grave en esta zona del Chaco”, dice Bertea, que sostiene que la recolección de agua de lluvia también tiene sus límites y está experimentando con la compra de bombas mexicanas, para extraer de napas donde existe agua potable a una profundidad razonable.
“Lo increíble de este drama es que el Chaco no es el desierto del Sahara. Hay agua, pero la gran cuestión es cómo recolectarla”, subraya.
Edición: Estrella Gutiérrez