Aunque para muchos es una misión imposible, el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos está dispuesto a usar todos los recursos necesarios para devolver sus tierras a cuatro millones de desplazados y hacer un uso intensivo de las áreas cultivables, como parte de una ambiciosa política agraria.
Esta política, a pesar de las enormes dificultades que tendrá por delante, tiene dos razones que la convierten en una de las máximas prioridades del programa de gobierno de Santos.
La primera, "es un factor esencial para el crecimiento y el desarrollo", como escribió el columnista e investigador León Valencia en el diario El Espectador.
La segunda, es una "conditio sine qua non" para el éxito de cualquier programa de paz, en este país que vive desde 1964 un conflicto armado interno. "La comunidad internacional, las entidades de la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de los Estados Americanos, todos están conscientes de que este tema decide el futuro del país", observó Christian Salazar, jefe de la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia.
Tanto el desarrollo económico como la paz se vuelven sueños imposibles cuando topan con el viejo problema del despojo de tierras en Colombia y de su concentración en pocas manos.
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Así se ha llegado a una situación que las cifras revelan. En 1984, 32 por ciento de la tierra estaba en manos de 0,55 por ciento de los propietarios; mientras el gran volumen de los propietarios, 85,1 por ciento sólo poseía 14,9 por ciento de las tierras.
En los 19 años siguientes este desequilibrio se acentuó. Los datos hasta 2003 indican que los grandes propietarios disminuyeron, pero sus posesiones aumentaron. Así, sólo 0,4 por ciento de ellos habían acumulado 62,6 por ciento de la propiedad agraria, mientras la cantidad de pequeños propietarios había aumentado a 86,3 por ciento, pero sólo disponían, todos ellos, de 8,8 por ciento de la tierra.
Las propuestas del nuevo gobierno pretenden enmendar injusticias. Una ley de restitución obligaría a los actuales titulares a demostrar que sus propiedades tienen un origen legal. Mientras, una ley de extinción de dominio determinaría que el Estado compre tierras y las utilice de inmediato en programas de restitución.
Y la coordinación de esos programas con operaciones de control territorial garantizaría la seguridad de los campesinos. En los últimos años, 41 líderes fueron asesinados cuando reclamaban las tierras que les habían arrebatado.
Es, en efecto, una guerra vieja. Pareció cesar cuando el presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) consagró la función social de la propiedad en 1936, con la ley 200, que facultó al Estado a expropiar terrenos ociosos, pero que no llegó a modificar la estructura de la propiedad agraria.
La violencia de décadas estimuló la reforma social agraria de 1961, con la ley 135, y en 1968 el presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) impulsó una reforma agraria que se detuvo en 1973, bajo el gobierno de Misael Pastrana (1970-1974) con el Pacto de Chicoral, un acuerdo entre los partidos tradicionales y asociaciones de terratenientes para frenar cualquier reparto.
Desde entonces, las políticas de tierras de los sucesivos gobiernos no han logrado modificar esa estructura. El desplazamiento masivo de campesinos en las últimas dos décadas, obligado por grupos paramilitares y narcotraficantes, agravó el escenario. El del terrateniente es un poder que las autoridades han respetado y que ahora enfrentará Santos, con su ministro de Agricultura, el conservador Juan Camilo Restrepo.
Las propuestas comprenden un proyecto de ley de restitución, con una novedad destinada a remover uno de los mayores obstáculos para la devolución de tierras.
Hasta ahora, los propietarios que habían sido expulsados con las armas, las amenazas o negociaciones engañosas, debían demostrar ante el Estado su derecho a la propiedad. Casi en su totalidad son campesinos pobres que habían poseído las tierras de buena fe y como bienes heredados a través de generaciones.
Ese obstáculo desaparecería con un nuevo régimen que obligue a los actuales propietarios a demostrar que obtuvieron la posesión de modo legal.
Por otra parte, la revisión de la ley de extinción de dominio tiene la intención de agilizar procesos lentos, para que el Estado entre en posesión de unas 130.000 hectáreas en manos de narcotraficantes procesados.
La parte más difícil en un proceso en que todo es complejo y erizado de obstáculoses garantizar la seguridad de los campesinos, amenazada por propietarios que apoyan en las armas la dudosa legitimidad de su actual posesión.
Los que pronostican un fracaso de esta política lo hacen fundados en los hechos que en el pasado y en el presente muestran que cualquier intento por modificar la estructura de la tenencia de la tierra en Colombia, desemboca en violencia.
El citado representante de las Naciones Unidas, Salazar, es poco optimista: "Es una lucha que va a ser muy dura y (por la) que podemos esperar reacciones muy fuertes".
"Más allá de los acuerdos políticos y las especificidades del tema, lo que vemos más complejo es la implementación. Va a haber una fase difícil de negociaciones, que son propias de una democracia. Pero después hay que cumplir la ley, y por experiencia de meses y de años sabemos que en los lugares donde más se trata de restituir las propiedades hay más violencia y las amenazas no paran", dijo.
Sin embargo, "es una condición para la reconciliación. Un programa agrario fue la bandera de Manuel Marulanda —máximo líder de las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, muerto en 2008— para arrastrar a miles de campesinos al alzamiento armado de los años 60", apunta Valencia.
"Es también el enunciado de la proclama a los campesinos del padre Camilo Torres, en el surgimiento del ELN", el Ejército de Liberación Nacional, la segunda guerrilla izquierdista de Colombia, de la que formó parte el ahora investigador y columnista Valencia.
La política agraria de Santos tiene otro propósito: reducir las tierras dedicadas a la ganadería, que hoy abarca 38 millones de hectáreas. Al final de su gobierno deberá ocupar sólo 20 millones, según ha anunciado Restrepo.
Los otros 18 millones de hectáreas deberán dedicarse a la agricultura, que actualmente se desarrolla en sólo 3,7 millones de hectáreas.