CARACAS – Una inesperada visita a Caracas de una delegación estadounidense, la de más alto rango que ha ido al país en más de cinco años, ha abierto la posibilidad de que se reanuden los esfuerzos para resolver la prolongada crisis política y humanitaria de Venezuela.
Mientras tanto, una ráfaga de declaraciones de ambas partes ha sembrado la idea de que las relaciones entre Venezuela y Estados Unidos podrían reactivarse. Fue Estados Unidos quien tomó la iniciativa, revirtiendo repentinamente su negativa a hablar directamente con el gobierno del presidente Nicolás Maduro, tres años después de haber cerrado su embajada en Venezuela y cortado lazos diplomáticos.
La iniciativa fue aún más sorprendente a la luz del abierto apoyo de Maduro a Rusia tras su invasión a Ucrania. Sin embargo, precisamente los acontecimientos en Europa Oriental son los que parecen haber desencadenado el cambio de postura de Washington.
La decisión de la administración de Joe Biden de prohibir las importaciones de petróleo y gas de Rusia en represalia por el asalto a Ucrania significa que debe encontrar fuentes alternativas. Sin embargo, más allá de la cuestión del acceso a combustible, la importancia de esta parcial distensión para el conflicto en Venezuela y para la política de Estados Unidos en América Latina sigue siendo difícil de calcular.
La delegación que visitó Venezuela los días 5 y 6 de marzo, encabezada por Juan González, del Consejo de Seguridad Nacional (el principal asesor de la Casa Blanca para América Latina) también incluyó a Roger Carstens, enviado especial para asuntos de rehenes, quien ha estado buscando la liberación de varios ciudadanos estadounidenses, que Washington considera están injustamente encarcelados en Venezuela.
En lo que se percibe como una medida esperanzadora para generar confianza, el gobierno de Maduro liberó a dos de los cautivos como resultado de la reunión.
La administración Biden le ha restado importancia a la cuestión del suministro de petróleo, insistiendo en que el viaje estaba planeado hace meses y que el tema de las importaciones de combustible “no es una conversación activa en este momento”.
Pero no cabe duda de que la cuestión energética está detrás de su decisión de reiniciar el diálogo con un gobierno al que ha aislado desde enero de 2019. Las mayores reservas conocidas de hidrocarburos del hemisferio occidental se encuentran en el subsuelo venezolano y bajo sus aguas costeras.
Sin embargo, hay un problema: las sanciones de Estados Unidos prohíben las importaciones desde Venezuela y amenazan con graves consecuencias a los terceros que las faciliten.
Las sanciones, sumadas a años de mala gestión y corrupción, han contribuido a la ruina de la que fuera una prospera industria petrolera; Venezuela ahora produce solo una fracción de los más de tres millones de barriles diarios que llegó a producir y no será fácil aumentar sus exportaciones rápidamente.
La repentina visita de la misión de Washington a Caracas ha desencadenado dos procesos paralelos.
Por una parte, conversaciones para determinar si el petróleo venezolano puede comenzar a fluir nuevamente hacia las refinerías estadounidenses y cómo hacerlo parecen estar en marcha.
Por otra parte, el gobierno de Maduro y la oposición venezolana evalúan la nueva configuración diplomática para determinar qué forma pueden tomar las negociaciones sobre un acuerdo político y humanitario.
Mientras tanto, los gobiernos latinoamericanos, incluidos los de Cuba y Nicaragua, se preguntan junto con sus aliados extranjeros qué significará para la región en su conjunto la aparente nueva disposición de Washington a relacionarse con lo que percibe como un gobierno hostil.
Una relación fluida
Fueron empresas estadounidenses las que desarrollaron la industria petrolera venezolana hace un siglo, lo que convirtió al país por un tiempo en el principal exportador mundial.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Washington actuó rápidamente para garantizar acceso continuo a la producción venezolana, lo que fue esencial para el esfuerzo de los aliados en la guerra.
El petróleo es el pilar de la economía venezolana y su mercado natural es el de Estados Unidos, siempre ávido de energía. Pero la relación comenzó a deteriorarse en 1998, con la elección del presidente Hugo Chávez, quien intentó liberar a Venezuela de lo que percibía como una relación neocolonial con “el imperio”.
Entre sus cambios de políticas, reorientó las exportaciones de petróleo hacia el mercado asiático y en particular hacia China.
Al mismo tiempo, Estados Unidos estaba desarrollando su industria de yacimientos no convencionales, estimulado por los mismos altos precios del petróleo que ayudaron a mantener la popularidad de Chávez incluso mientras debilitó las instituciones democráticas de Venezuela. Debido a estos dos factores, la ruptura de las relaciones fue menos traumática para el mercado estadounidense de lo que habría podido ser unas décadas atrás.
Venezuela, sin embargo, ha visto caer su producción de petróleo de cerca de 3,4 millones de barriles por día a principios de siglo a menos de una cuarta parte de esa cifra en la actualidad. Incluso cuando los precios empezaron a subir aceleradamente, el país estaba mal equipado para aprovecharlo.
A pesar de que la extracción de su crudo cuesta poco, éste se vende con un gran descuento debido a las sanciones y su baja calidad, y el transporte a Asia implica unos gastos de transporte mucho mayores que si se vendiera a las refinerías de la oriental costa del Golfo de Estados Unidos.
La infraestructura del país, incluidas no solo las refinerías y los oleoductos sino también las carreteras y las redes eléctricas, se encuentra en un grave estado de deterioro. Sumamente endeudada y en mora, excluida de los principales mercados financieros del mundo y asolada por la delincuencia y un gobierno muy partidista y a menudo corrupto, Venezuela no puede reunir el capital requerido para llevar a cabo las mejoras que necesita.
Sobre el papel, hay margen para un acuerdo rápido entre Caracas y Washington en el que este último conceda licencias a compañías petroleras extranjeras no solo para producir y exportar petróleo, sino también para recibir pagos de la compañía petrolera estatal de Venezuela, PDVSA, sin levantar las sanciones.
La petrolera Chevron, que ha estado presionando durante mucho tiempo por un acuerdo de este tipo, podría volver a operar bajo las reglas vigentes antes de abril de 2020, según las cuales no solo podía producir sino también exportar, con la gran diferencia de que ahora se le podría permitir enviar su petróleo a las refinerías de la estadounidense costa del Golfo, las cuales fueron diseñadas teniendo en cuenta las características del crudo venezolano.
En el corto plazo, Venezuela no puede aumentar su capacidad para compensar la pérdida de importaciones a Estados Unidos desde Rusia, que en 2021 alcanzaban casi 700 000 barriles por día, de los cuales 200 000 barriles eran de crudo y el resto productos derivados del petróleo.
Esto es casi tanto como el total de las exportaciones actuales de Venezuela. En un futuro inmediato, las exportaciones de Venezuela no harían mella en el precio mundial del crudo.
Pero los analistas afirman que hay margen para que Chevron sume unos 120 000 barriles a la producción actual, posiblemente aumentando esa cifra a 240 000 en el transcurso de tres meses. Dependiendo de las condiciones, eso le podría permitir a Chevron recuperar parte de la enorme deuda que PDVSA tiene con esta compañía.
Romper el estancamiento político
Un acuerdo que se limite a establecer licencias para la industria petrolera, pero mantenga prácticamente intacta la disputa política de Venezuela no apaciguará a la oposición venezolana ni a los críticos estadounidenses de la distensión ni al gobierno de Maduro.
De la resolución de esta disputa, que en 2019 vio a dos presidentes rivales disputarse el control del país, dependen tanto las aspiraciones de la oposición a unas elecciones libres y justas, como la anhelada recuperación económica y el retorno a la plena legitimidad internacional del gobierno venezolano.
El presidente Maduro fue reelegido en mayo de 2018 en lo que Estados Unidos y muchos de sus aliados consideraron unas elecciones amañadas. Al año siguiente, el gobierno de Donald Trump (2017-2021) reconoció a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional controlada por la oposición, como presidente interino de Venezuela e impuso vastas sanciones al gobierno de Maduro en un fallido intento por derrocarlo.
Las sanciones siguen vigentes bajo la administración de Biden, aunque con la condición de que la Casa Blanca las aliviaría si Maduro toma medidas claras hacia unas elecciones libres y justas.
Pese a que a principios de 2021 se instaló una nueva legislatura, abrumadoramente dominada por leales al gobierno, y la popularidad de Guaidó ahora es tan baja como la de Maduro, Washington, junto con un puñado de aliados, aún reconoce al “gobierno interino” de la oposición.
Biden está bajo una gran presión para mantener esta política por parte de poderosos actores en Estados Unidos, como el demócrata Robert Menéndez, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y líderes políticos de todo el espectro en el estado de Florida.
Sin embargo, el reconocimiento de Guaidó como presidente parece cada vez más incierto ahora que altos representantes del gobierno estadounidense, incluido el embajador James Story, acreditado ante la administración de Guaidó aunque con sede en la vecina Colombia, están tratando directamente con Maduro.
Al mismo tiempo, a pesar de la retórica a favor de las políticas económicas estatistas favorecidas por su predecesor Chávez, Maduro se ha visto obligado por las circunstancias desesperadas y ha llevado a cabo una serie de caóticas reformas de mercado, tales como eliminar controles cambiarios y de precios, permitir que el dólar estadounidense circule libremente y devolver activos del Estado a manos privadas. Incluso la industria petrolera, un símbolo del nacionalismo venezolano, no está fuera de los límites.
Pero la economía se ha contraído en más de tres cuartas partes desde que Maduro llegó al poder hace casi una década y el anémico crecimiento que ahora empieza a ver está lejos de ser una recuperación real.
De cara a las elecciones de 2024, y con la imperiosa necesidad de mejorar sus pésimos niveles de popularidad, Maduro está naturalmente inclinado a llegar a un acuerdo con Washington que alivie las sanciones.
Pero está mucho menos entusiasmado con la principal condición que Washington y la oposición mayoritaria venezolana han impuesto: que permita una contienda presidencial libre y justa.
Acusados de todo, desde narcotráfico hasta crímenes de lesa humanidad, él y sus colaboradores más cercanos, como es de esperarse, temen las consecuencias de perder el poder, más allá del probable impacto para sus ingresos y fortunas.
¿Volver a las negociaciones?
Seguir adelante con las conversaciones facilitadas por Noruega entre el gobierno y la oposición podría ser la clave para resolver estas diferencias. La primera serie de negociaciones se llevó a cabo entre mayo y agosto de 2019, con sesiones en Oslo y Barbados.
El gobierno se retiró cuando la administración Trump endureció aún más las sanciones, y la oposición liderada por Guaidó declaró que el proceso se había “agotado” poco después.
La oposición y algunos de sus aliados extranjeros procedieron a explorar opciones militares, y buscaron primero que los vecinos de Venezuela invocaran un tratado de defensa mutua.
Cuando esa opción no prosperó, el equipo de Guaidó puso en marcha una tragicómica “invasión” de Venezuela por parte de un puñado de voluntarios y mercenarios mal equipados en mayo de 2020.
Aun así, en el contexto de la creciente crisis humanitaria, la covid-19 y señales del gobierno de Maduro de que podía estar dispuesto a hacer concesiones, las negociaciones se reiniciaron con un formato diferente en agosto de 2021 en Ciudad de México.
Las conversaciones de México se han regido por un memorando de entendimiento que compromete a las partes a buscar acuerdos en temas como derechos políticos y reforma electoral.
Un acuerdo entre el gobierno y la oposición para discutir el uso de los fondos venezolanos congelados por Estados Unidos para enfrentar la emergencia humanitaria del país parecía marcar un primer avance, aunque hasta la fecha no ha dado resultados tangibles.
Sin embargo, estas conversaciones también fueron suspendidas cuando el gobierno venezolano se retiró en octubre una vez más, enfadado por la extradición, de Cabo Verde a Estados Unidos de un aliado cercano de Maduro, el empresario colombiano Alex Saab, a quien tribunales de Estados Unidos han acusado de lavado de activos.
Tras las conversaciones con la delegación de Estados Unidos en Caracas, Maduro manifestó públicamente que estaba dispuesto a que sus representantes reanudaran las negociaciones, aunque no está claro si van a regresar a México y, de ser así, cuándo.
Maduro tampoco mencionó a Saab cuando expresó su disposición para regresar, aunque probablemente no haya abandonado sus demandas en ese sentido.
Pero, al concluirse este análisis, el principal negociador del gobierno venezolano, Jorge Rodríguez, anunció que el proceso de México había ‘cumplido su misión’ y que el gobierno ya no aceptaría más ‘tutelaje’ internacional.
La oposición, por su parte, ha reiterado su deseo de retomar las conversaciones y Washington ha insistido en la necesidad de un acuerdo integral que concluya en unas elecciones justas.
Se están llevando a cabo conversaciones para ultimar detalles. Una cuestión que habrá que resolver es la participación de Rusia, que fue designada desde el comienzo, junto con Países Bajos, como “acompañantes” del proceso.
En las circunstancias actuales, el gobierno ruso difícilmente sería el apropiado para cumplir ese papel, por lo que habrá que encontrar un sustituto que resulte aceptable para ambas partes.
Una cuestión aún más compleja es la composición de la delegación de la oposición, que al gobierno le gustaría ver ampliada para incluir partidos ajenos a la Plataforma Unitaria de la que hace parte Guaidó, incluidos los que participaron en las elecciones legislativas de 2020, las cuales fueron boicoteadas por la principal corriente de oposición.
En su forma actual, la Plataforma está todo menos unida, y algunos expertos incluso han advertido sobre una posible división entre el partido de Guaidó, Voluntad Popular y los otros tres miembros principales de la coalición.
Mientras tanto, las relaciones entre la Plataforma y otros partidos de la oposición están marcadas, en el mejor de los casos, por la sospecha mutua y, en muchos otros, por una abierta hostilidad.
En múltiples casos, el gobierno ha usado su control del Tribunal Supremo para dividir a los partidos de oposición, al entregar sus símbolos y activos a una facción antagónica al liderazgo actual de la oposición.
Espacio para avanzar
Incluso si estas cuestiones pueden resolverse, es evidente que existe el riesgo de que, una vez más, las dos partes se embarquen en negociaciones en las que una o ambas se resistan a hacer las concesiones necesarias.
La oposición parece dispuesta a negociar, pero sigue dividida sobre hasta dónde deben llegar sus concesiones hacia lo que muchos de sus líderes consideran un régimen dictatorial. El principal socio extranjero de la oposición, Washington, no ha cambiado formalmente su posición sobre el alivio de las sanciones.
En febrero, Estados Unidos emitió una declaración conjunta con otros 19 países y la Unión Europea (UE) diciendo, entre otras cosas, que cualquier levantamiento de sanciones requeriría un “progreso significativo” hacia elecciones libres y justas en el marco de las conversaciones de Ciudad de México.
El progreso hacia un acuerdo entre el gobierno y la oposición posiblemente sea difícil bajo estas condiciones, pero no imposible. Probablemente se requieran dos concesiones por parte del gobierno de Maduro para lograr a un acuerdo.
La primera consistiría en proporcionar las condiciones necesarias para una contienda electoral genuina en 2024, lo que podría incluir las reformas delineadas por la Misión de Observación de la UE durante las elecciones regionales de 2021, a cambio de un levantamiento progresivo de las sanciones.
Para el gobierno, no se puede hablar de igualdad de condiciones a menos que se levanten las sanciones, al menos parcialmente. La segunda, y potencialmente más problemática, concesión se refiere a las garantías postelectorales.
Como ha sostenido anteriormente Crisis Group, quienes resulten derrotados en las elecciones deben tener la certeza de que no serán perseguidos ni se les prohibirá participar en la política formal.
Para dar esas garantías se requerirá un acuerdo mucho más amplio, que casi con certeza implicará una reforma constitucional y algún tipo de esquema de justicia transicional.
Pero los funcionarios del gobierno también dejan claro que les causaría rechazo cualquier candidato presidencial de la oposición a quien perciban como una amenaza directa a los intereses del chavismo y sus partidarios. Expresan particular rechazo por Guaidó y su partido Voluntad Popular.
En cuanto a la oposición, su división fundamental siempre ha sido entre aquellos que no se conforman con nada menos que la pronta remoción del chavismo del poder y aquellos que están dispuestos a negociar alguna forma de convivencia política con Maduro y sus aliados que eventualmente permita una alternancia pacífica del poder determinada en las urnas.
A pesar del evidente fracaso del ala más radical de la oposición, en alianza con la administración Trump, para lograr su objetivo a través de la “máxima presión”, esta facción sigue gozando de un estatus privilegiado en Washington.
Una cuestión esencial es el peso que pueda tener la crisis global que actualmente enfrenta Estados Unidos en los cálculos de Washington con respecto a su política hacia Venezuela, y los potenciales beneficios que la administración Biden perciba en un cambio de rumbo, en comparación con la reacción violenta del cabildeo venezolano en el Congreso y en Florida si las negociaciones siguen adelante.
El hemisferio occidental en el nuevo orden mundial
Más allá de la prolongada crisis de Venezuela, pero inherentemente ligada a ella, se encuentra la pregunta de cómo podrían evolucionar las relaciones entre Estados Unidos y la región de América Latina y el Caribe en su conjunto, como resultado del cambio tectónico en la geopolítica provocado por la guerra de Rusia en Ucrania.
Es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas, pero algunos aspectos de la futura participación de Estados Unidos en la región ya están saliendo a la luz.
Antes de la invasión de Rusia, muchos en el seno de la política exterior estadounidense consideraban que ni Moscú ni Beijing tenían nada que hacer plantando banderas en el hemisferio occidental.
Miembros de la administración Trump hablaron abiertamente de revivir la Doctrina Monroe del siglo XIX, que definía a las Américas como una esfera de influencia de Washington.
Durante la Guerra Fría, Washington ayudó a instalar y respaldar una serie de regímenes autoritarios y represivos cuyo rasgo común eran las banderas del anticomunismo.
Sin embargo, desde la caída de la Unión Soviética, los países latinoamericanos han tenido en gran medida libertad para determinar tanto sus políticas internas como sus alianzas internacionales, mientras Washington, con poco éxito, ha intentado unir a la región principalmente a través del comercio y la adhesión a los principios de la democracia liberal.
Muchos gobiernos emergentes, particularmente de izquierda, a menudo inspirados por el chavismo y la revolución cubana, han intentado ampliar sus relaciones aprovechando el nuevo mundo multipolar.
No sería práctico ni apropiado que Estados Unidos intentara revivir un enfoque de “esferas de influencia” al estilo de la Guerra Fría en las relaciones con sus vecinos del sur. De hecho, sería directamente contrario al argumento de que Ucrania debe ser libre de alinearse como decida.
Aun así, Washington bien puede calcular que tiene la oportunidad de sacar a Venezuela del control de Rusia en particular. El gobierno de Maduro se ha esforzado por reiterar que no tiene intención de reevaluar su orientación de política exterior.
Sin embargo, en lugar de condenar esta postura, un enfoque sensato para la administración Biden sería dejar que los eventos sigan su curso y buscar, en la medida de lo posible, nuevas rutas para relacionarse con países que desconfían de la presencia regional de Estados Unidos.
Una Rusia empobrecida y aislada no puede competir de manera efectiva en el mediano o largo plazo por la influencia en el hemisferio occidental.
Al mismo tiempo, la decisión de Cuba y Nicaragua, aliados incondicionales de Caracas y amigos de larga data de Moscú, de abstenerse de votar la resolución de la Asamblea General de la ONU que condenaba la invasión rusa de Ucrania, en lugar de votar en contra, demostró que su aversión por el uso de la fuerza militar en contra de un Estado soberano impacta sus cálculos junto con sus relaciones con Moscú (Venezuela no pudo votar por no haber pagado sus cuotas de la ONU).
La reacción de China ante la guerra y la forma en que se posiciona en Venezuela también tienen una gran importancia para la futura política de Washington.
Beijing dio préstamos por doquier en Venezuela durante los años de Chávez y salió mal parada. Miles de millones de dólares fueron simplemente robados o desperdiciados en proyectos de infraestructura que nunca se completaron.
El cálculo de China de que los enormes depósitos de petróleo de Venezuela serían la garantía de que el reembolso estaba asegurado resultó desacertado, sobre todo cuando la fuerte caída de los precios del crudo expuso la corrupción y mala gestión al interior de PDVSA.
En teoría, las exportaciones de crudo de Venezuela a China compensarían la deuda, que ronda los 18 000 millones de dólares, pero ese esquema no está funcionando. Las concesiones de petróleo de China en Venezuela tampoco están generando ganancias.
Para empeorar las cosas para Maduro, los descuentos que Rusia ahora está obligada a ofrecer para exportar su crudo, situado mucho más cerca de China, amenazan con dejar a Venezuela fuera del mercado chino.
Se han iniciado conversaciones entre el gobierno de Maduro y China sobre inversiones en la deteriorada infraestructura de Venezuela, incluida la industria eléctrica. Si es que llega a haber un acuerdo político en Venezuela y se levantan las sanciones, China estará en una buena posición para ayudar y beneficiarse de lo que será una larga y costosa recuperación económica.
A Washington no le gustará mucho una participación china tan significativa, y tiene interés en moverse rápidamente para intentar aprovechar cualquier oportunidad en su lugar.
Sin embargo, Beijing tiene una clara ventaja y, siempre que sus préstamos e inversiones pendientes estén garantizadas, no tendría ninguna razón de peso para oponerse a un acuerdo político entre el gobierno y la oposición.
Por último, ya es hora de que la región en su conjunto haga oír su voz y, tras los devastadores efectos sanitarios y económicos de la covid en América Latina, adopte políticas comunes frente a problemas compartidos.
Un efecto nefasto de la hostilidad entre el chavismo y sus oponentes más radicales ha sido la intensa polarización de la política latinoamericana, entre la que destaca la ruptura de relaciones entre Venezuela y su vecina Colombia.
Estas tensiones han descartado a la Organización de los Estados Americanos como foro para la resolución de disputas, mientras que los organismos creados aparentemente para sustituirla no han ofrecido ninguna alternativa eficaz.
A medida que la región experimenta un mayor remezón político, se presenta una oportunidad para dejar atrás el resentimiento. Lo ideal sería que Estados Unidos respaldara la creación de nuevos mecanismos multilaterales y respete la diversidad de opiniones que se presenten en ellos.
¿Qué sigue?
Las conversaciones directas entre Washington y Caracas podrían ofrecer una oportunidad para romper el estancamiento político que surgió en gran parte debido a la intransigencia de Maduro, pero también en parte por la renuencia de Estados Unidos para avanzar hacia el alivio de las sanciones y su insistencia en que el “gobierno interino” de Guaidó es el único representante válido de la oposición venezolana.
Empleada con sensatez, la influencia que tiene Estados Unidos con respecto a las sanciones y, en particular, la posibilidad de que Venezuela reanude las exportaciones de petróleo al mercado estadounidense podría lograr avances en la resolución de la crisis política y humanitaria, potencialmente a través de la reanudación de las conversaciones de México.
Aunque se vislumbra un camino a seguir, está plagado de obstáculos. Un acuerdo sobre unas elecciones presidenciales creíbles en 2024 que asegure el consentimiento de todos los contendientes no está a la vuelta de la esquina.
El camino de regreso a un Estado legítimo y funcional en Venezuela probablemente sea largo y lleno de dificultades. Pero la única forma de lograr un acuerdo político sostenible y aceptable para la mayoría de los venezolanos es a través de negociaciones respaldadas, o al menos no saboteadas, por los principales aliados internacionales tanto del gobierno como de la oposición, incluido en primer lugar Estados Unidos, pero también del lado del gobierno China, Cuba y, en un escenario ideal, por improbable que parezca actualmente, Rusia.
De un lugar inesperado, puede haber surgido una oportunidad para poner en marcha ese proceso.