En 2018 Nicaragua llamó nuevamente la atención mundial cuando una ola de protestas sociales se extendió por todo el país y se prolongó durante varios meses. Las movilizaciones eran la expresión generalizada de un profundo descontento y llevaron la contienda política hasta el más alto nivel cuando las acciones de represión gubernamental provocaron una gran cantidad de muertes, personas heridas, encarcelamientos, torturas, malos tratos y juicios arbitrarios.
En aquel contexto, decenas de miles de personas huyeron hacia el exterior. El gobierno, encabezado por Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, intentó aplacar las movilizaciones con acciones de violencia letal y dos rondas fallidas de negociación que se efectuaron en mayo de 2018 y febrero de 2021.
Desde entonces y hasta la actualidad, se ha instalado una política de represión gubernamental caracterizada por amplios despliegues policiales y grupos de civiles progubernamentales armados que actúan en conjunto con la policía.
Además, se ejecuta una política de hostigamiento, vigilancia y agresiones a líderes y activistas políticos, defensores de derechos humanos, periodistas y medios independientes, prisioneros políticos excarcelados y familiares de víctimas de la represión. Estas acciones de hostigamiento policial han llegado al punto de impedir que líderes políticos puedan salir de sus casas sin que exista de por medio una orden judicial.
Sobre el resto de la ciudadanía se ha impuesto un estado de excepción de facto que ha cercenado derechos ciudadanos fundamentales como la libertad de expresión y de prensa, el derecho de movilización y organización, entre otros.
Como el gobierno controla a los demás poderes estatales, entre finales de 2020 e inicios de 2021 promovió la aprobación de un conjunto de leyes que tienen como propósito criminalizar a la oposición y limitar aún más derechos ciudadanos fundamentales.
Estas son la Ley de «Agentes Extranjeros», que obliga a las organizaciones sociales y personas individuales que reciben fondos del exterior a inscribirse en una oficina, además de someterse a una serie de restricciones y controles; la Ley de Ciberdelitos, que incrementa la vigilancia obligando a las compañías telefónicas a suministrar los datos de personas que el gobierno considere de interés político; la Ley de Cadena Perpetua, que implicó una reforma a la Constitución e incrementó las penas para delitos que el gobierno considera «de odio», además de llevar el periodo de detención preventiva de 48 horas a 90 días; y, finalmente, una ley que sanciona a quienes participen o lideren acciones de oposición.
Desde el inicio de las acciones represivas gubernamentales, organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas han elaborado informes y declaraciones para alertar sobre las graves violaciones que se están cometiendo.
Otras instancias internacionales, como la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Parlamento Europeo, han emitido resoluciones en rechazo de estas violaciones y llamando al gobierno de Ortega a restablecer las libertades y derechos ciudadanos, así como a encontrar una salida negociada y pacífica a la crisis sociopolítica. Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Suiza y Reino Unido han impuestos sanciones a una veintena de funcionarios e instituciones relacionadas con el gobierno.
Las elecciones como punto de inflexión
En la medida en que la crisis se ha prolongado en el tiempo y se ha vuelto más compleja por la pandemia de covid-19 y sus efectos económicos, en la sociedad nicaragüense han crecido las expectativas de resolverla con las elecciones presidenciales previstas para finales de 2021. Pero hay otros elementos que también han alimentado esas expectativas. Uno de los más significativos es la memoria histórica y colectiva sobre las posibilidades del voto ciudadano como un instrumento de cambio político hacia rutas democráticas a partir de las lecciones de 1990.
Los altos porcentajes de participación en los procesos electorales muestran que entre la sociedad nicaragüense se instaló esa idea hasta que, en 2000, un pacto entre los caudillos políticos de las dos fuerzas políticas más importantes —Ortega, por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), y Arnoldo Alemán, por el Partido Liberal Constitucionalista (PLC)— dio paso a la captura del sistema electoral y trastocó la competencia electoral por las graves irregularidades y fraudes que se cometieron, especialmente desde 2011 hasta la fecha.
A pesar de la falta de transparencia, credibilidad y confianza en el sistema electoral, un porcentaje importante de la ciudadanía espera que las elecciones previstas para noviembre de 2021 se conviertan en un momento de cambio y apertura democrática.
Sin embargo, los momentos y las posibilidades entre 1990 y 2021 son diferentes. Una de las características del contexto actual es que el gobierno ha instalado una política de represión y un estado de excepción para impedir que la ciudadanía ejerza derechos fundamentales como la libertad de expresión y la libertad de movilización y de organización, entre otros.
Hoy, en Nicaragua, se suma una pandemia de alcance global, que ha sido tratada por el gobierno con una política sanitaria que no previene ni atiende la situación, sino que más bien promueve actividades públicas masivas y oculta los datos reales de contagios y fallecimientos; además, una grave crisis económica golpea a amplios sectores de población, pero especialmente a los más vulnerables.
En el ámbito político, la coalición electoral opositora de 1990 estuvo conformada por 14 partidos políticos de distintos signos ideológicos. Esta vez, existen dos plataformas opositoras —la Coalición Nacional y la Alianza Ciudadana—, que incluyen entre sus integrantes tanto a partidos políticos como a organizaciones y movimientos sociales. Además, en todo el país existen numerosos grupos y organizaciones ciudadanas nacidas a partir de 2018 que no están vinculadas con estas plataformas.
La mayoría de estos actores son emergentes y están en conflicto con los partidos políticos por la poca legitimidad y confianza que tienen entre la ciudadanía, así como por su participación en negociaciones y acuerdos excluyentes promovidos por las elites como mecanismo de gobernabilidad y viabilidad política durante las últimas tres décadas.
Actores internacionales como la OEA, la Unión Europea y diferentes gobiernos han expresado su deseo de que las elecciones se conviertan en un medio para resolver la crisis sociopolítica y que el gobierno de Ortega procure las condiciones para ello: las necesarias reformas electorales que permitan un proceso competitivo, justo y transparente, la liberación de los prisioneros políticos y el restablecimiento de las libertades ciudadanas.
Pero para que las elecciones se conviertan efectivamente en el punto de inflexión hacia una transición democrática en Nicaragua, es necesario resolver aspectos críticos que involucran la voluntad política tanto del gobierno como de las distintas fuerzas de oposición para concurrir con una fórmula presidencial de consenso.
Condiciones y puntos críticos
Una de las condiciones fundamentales para las elecciones previstas en noviembre de 2021 es que los ciudadanos y las ciudadanas puedan ejercer su derecho al voto en libertad, con una competencia justa entre diferentes fuerzas políticas, en un proceso transparente en el que se respeten los resultados de las votaciones.
Para eso se requieren reformas electorales de fondo que el gobierno de Ortega parece no estar dispuesto a conceder.
En la actualidad, el sistema electoral está controlado por el propio mandatario, quien rompió el balance entre los poderes del Estado desde su llegada a la Presidencia en 2007. El pacto que efectuó en 2000 con Alemán le permitió conseguir ese control, modificar las reglas del juego electoral y, más adelante, cometer irregularidades y fraudes para asegurar su continuidad en la Presidencia.
Diversas organizaciones y fuerzas políticas han demandado reformas electorales para revertir ese control y, más recientemente, la Asamblea General de la OEA emitió una resolución que urge a Ortega a llevarlas a cabo antes de mayo, un plazo crítico porque marca el límite de tiempo necesario para implementarlas antes de que se inicie la campaña electoral. Ortega ha alargado el tiempo para que esas reformas, en el caso que decida efectuarlas, no modifiquen en el fondo su control sobre el sistema electoral.
El gobierno también tiene la llave para resolver otras demandas planteadas por la oposición, como la liberación de más de cien prisioneros políticos, el restablecimiento de los derechos ciudadanos y la suspensión de la política de represión impuesta hasta ahora. Sin esas condiciones, que forman parte de los acuerdos suscritos en febrero-marzo de 2019, difícilmente la ciudadanía y las mismas fuerzas políticas podrán desarrollar sus actividades proselitistas durante la campaña electoral.
Del lado de las fuerzas de oposición, uno de los puntos críticos se refiere a la conformación de una alternativa electoral amplia que aglutine a la mayoría de las organizaciones, movimientos y partidos, así como los votos de la ciudadanía. La «unidad», como la llama la población, marcha a paso lento, pero, igual que las reformas electorales, tiene plazos fatales.
El camino para esa coalición amplia está cruzado por fuertes conflictos que no parecen fáciles de resolver por un falso dilema en la opinión pública entre «izquierda» y «derecha»; la selección de una fórmula presidencial de consenso entre una lista de precandidatos y los desencuentros entre los opositores alimentados por el propio gobierno.
¿Y si no hay condiciones? Los escenarios posibles
Sobre el proceso electoral y las posibilidades de abrir el camino para la transición democrática, hasta ahora se cierne un espeso nubarrón de incertidumbre. Un escenario posible es que Ortega decida abrir un espacio limitado para simular unas votaciones legítimas y obtener el reconocimiento internacional.
Dependiendo de qué tanto se abra ese espacio y la fortaleza de las fuerzas de oposición democráticas para disputar los votos, es posible pensar en un cambio de gobierno y la transición hacia la democracia. En ese caso, el gobierno electo se enfrentaría a un escenario lleno de retos complejos para resolver tanto en el ámbito político como en el económico y social.
Otro escenario es que Ortega no permita las condiciones necesarias para un proceso electoral competitivo, transparente y en libertad, que se produzca un fraude y se impongan resultados contrarios a la voluntad ciudadana para asegurar su continuidad en el poder.
En ese caso, las fuerzas democráticas de oposición se enfrentarán al dilema de participar o no participar en el proceso electoral, así como a una interrogante más estratégica: qué rumbo político seguir para abrir las posibilidades de la transición a pesar de la prolongación de la crisis y la permanencia de Ortega.
En ambos casos, los escenarios son complejos y nada favorables para la oposición democrática.
Ortega se encuentra en su momento de legitimidad más bajo, según los últimos sondeos de opinión, y su fuerza descansa fundamentalmente en los empleados estatales, las fuerzas policiales y militares y los grupos de civiles armados favorables al gobierno.
A pesar de ello, la sociedad nicaragüense ha venido experimentando cambios importantes con el entretejido de grupos y organizaciones, así como la emergencia de una red de líderes políticos en todo el país.
Ese proceso lento y a veces silencioso —cruzado por tensiones que muchas veces se dirimen en espacios públicos como las redes sociales, lo que provoca una percepción de polarización— está cambiando la cultura y las prácticas políticas.
Los intentos del gobierno para frenar ese proceso vigilando, persiguiendo e incluso encarcelando a ciudadanos y líderes políticos han sido inútiles. El potencial político de estos esfuerzos es enorme no solo para las elecciones que se avecinan, sino también para recuperar la democracia.
A la larga, constituye un valioso capital político que quedará instalado para el futuro.
Este análisis lo publicó originalmente la revista Nueva Sociedad, una publicación latinoamericana de la Fundación Friedrich Ebert.