Brasil y su gobierno se distraen con las elecciones municipales del 15 de noviembre y las peleas sobre la vacuna anticovid-19, sin prepararse para la tempestad social contenida en los dilemas económicos del país.
Una caída abrupta de los ingresos de 67 millones de brasileños pobres, más de un tercio de la población nacional, una inflación de alimentos de 12,69 por ciento acumulada en lo que va del año y el real devaluado en 44 por ciento en relación al dólar desde enero forman parte de la cuenta regresiva para la crisis.
El destape será el fin del auxilio de emergencia concedido por el gobierno a más de 67 millones de trabajadores informales, desempleados y desamparados. La suma mensual de 600 reales (110 dólares), pagada desde abril, bajó a la mitad en septiembre y desaparecerá desde enero.
Esta pequeña ayuda para compensar las pérdidas provocadas por la pandemia representó, para los más pobres, un aumento del ingreso que les permitió comprar más alimentos e incluso materiales para autoconstrucción.
Por eso la inflación castigó principalmente a esos pobres a través de los alimentos consumidos en el hogar. Arroz y frijoles, de gran consumo popular, subieron 41 y 34 por ciento, respectivamente, según el estatal Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA).
La reducción de las compras, ya registrada en el comercio como efecto del recorte de ese auxilio de emergencia, deberá percibirse en la inflación en los próximos meses.
Pero una parte del alza de precios, según los especialistas, se debe a que la moneda brasileña, el real, es una de las que más se devaluaron en el mundo. En consecuencia crecieron las exportaciones agrícolas, en desmedro de la oferta en el mercado interno donde la demanda también se expandió.
El cambio reflejó las incertidumbres internacionales a causa de la covid y la recesión generalizada, pero también los vaivenes de la política nacional, especialmente la errática gestión económica, cuya anunciada orientación neoliberal, de austeridad fiscal, privatizaciones y desregulación, tendería a un efecto cambiario inverso.
De todas formas, debido a que empezará la nueva cosecha, se espera el fin del actual brote inflacionario a partir de enero. Pero ocurrirá en gran parte por una mala razón: la caída vertical de la demanda, por el empobrecimiento de casi mitad de la población del país, de unos 212 millones de habitantes.
Además hay otra inflación, la de alquileres, que subió 20,9 por ciento en los últimos meses. Basada principalmente en los precios mayoristas y de materiales de construcción, es usada para corregir los alquileres. Es decir, afecta a los pobres sin vivienda propia.
De los beneficiados de la emergencia, solo 14 millones de familias tienen asegurado la Bolsa Familia, una suma variable, limitada al máximo de 205 reales (37 dólares) a partir de enero. Es decir, se excluye 79 por ciento de los asistidos actuales y se reduce la suma a un tercio del inicial.
Es de conocimiento general que alguna medida se deberá adoptar para evitar el desastre.
El gobierno anunció y descartó luego sustituir la Bolsa Familia por un nuevo programa, la Renta Ciudadana, que el presidente ultraderechista Jair Bolsonaro pretendía ampliar a cerca de 20 millones de familias con 50 por ciento de aumento en la suma asignada.
Pero no hay acuerdo sobre cómo financiar su presupuesto. El gobierno no dispone de recursos ni libertad para darle nueva destinación a sus gastos. El ministro de Economía, Paulo Guedes, y los economistas en general se quejan de la rigidez de las normas presupuestarias del país.
Cerca de 95 por ciento del presupuesto se compone de gastos obligatorios. Sobra muy poco para inversiones y pagos extraordinarios.
Todo se hizo más rígido tras la aprobación, en diciembre de 2016 del llamado “techo de gastos”, que impide al gobierno aumentar sus dispendios más allá de la inflación oficial del año anterior.
Se trata de una enmienda constitucional, violarla puede costar graves castigos, incluida la inhabilitación política. Con esa limitación se trata de imponer la responsabilidad fiscal y acabar con al creciente déficit que agranda la deuda pública desde los años 90 de forma insostenible, según los economistas ortodoxos.
En este año, el gobierno pudo ofrecer el auxilio de emergencia a los afectados por la interrupción de las actividades económicas, a causa de la pandemia, y ofrecer crédito y recursos excepcionales a las empresas amenazadas de quiebra, porque se decretó el estado de calamidad para enfrentar el coronavirus.
Los gastos para manejar la crisis sanitaria no se someten al techo constitucional de las erogaciones.
Pero el incremento de la deuda pública debe elevarla a cerca de 100 por ciento del producto interno bruto (PIB) al final de 2020, contra 75,8 por ciento en 2019. Un motivo de dudas sobre la solvencia estatal para inversionistas y economistas liberales y una condición que favorece la crisis ante nuevas adversidades.
Romper o flexibilizar el techo de gastos es una salida defendida por economistas y gestores que priorizan la recuperación económica a corto plazo, incluso para evitar la tragedia social anunciada.
Y se hizo una tentación para Bolsonaro, al recuperar cierta popularidad debido a la masiva distribución del auxilio de emergencia.
Pero conlleva el riesgo de la pérdida de confianza dentro del mercado financiero y gran parte del empresariado que se considera como uno de los grandes sostenes del actual gobierno de extrema derecha.
Guedes, formado en la escuela neoliberal de Chicago y en la dictadura chilena del general Augusto Pinochet, es el garante de la contención del gasto público, pero no logra impulsar las reformas para consolidar el pretendido equilibrio fiscal.
Su propia permanencia como ministro ya no es tan segura como en el inicio del gobierno, en enero de 2019 cuando asumió como uno de los dos “superministros”. El otro, Sergio Moro, el exjuez del combate a la corrupción, se vio forzado a renunciar al Ministerio de Justicia en abril.
La reforma administrativa, para reducir el costo y el peso del Estado, y la tributaria, que reduciría y simplificaría los numerosos impuestos del país, prioridades oficiales, no avanzan y se diluyen en distintas propuestas. No hay consenso siquiera dentro del gobierno.
Las elecciones municipales, fijadas para el 15 de noviembre, con segunda vuelta el 29 de noviembre en ciudades de más de 200 000 habitantes donde ningún candidato obtenga más de mitad de los votos válidos, paralizó la discusión de tales medidas en el legislativo Congreso Nacional.
La economía es supeditada a esas elecciones y a las polémicas atizadas por Bolsonaro, que busca dificultar la vacunación contra la covid, oponiéndose a la compra de la vacuna de la empresa china Sinovac, y a la obligatoriedad de que todos se vacunen.
Mientras, cayeron drásticamente las inversiones extranjeras en Brasil, por esas incertidumbres y por la política antiambiental de Bolsonaro y su ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, que tratan de negar la deforestación y los incendios en la Amazonia y en el Pantanal, mayor humedal del mundo.
La nueva crisis social está en gestación y sin prestarle la atención debida, con el hambre volviendo a crecer, el desempleo y la quiebra una parte muy importante de empresas.
ED: EG