Los dos candidatos en las elecciones presidenciales del domingo 28 en Brasil prometen la utopía de volver al pasado. Uno a 15 años atrás, cuando gobernó el país Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011), el otro hasta medio siglo atrás, a tiempos de la dictadura, y es quien tiene prácticamente asegurado el triunfo.
“Queremos un Brasil similar al que teníamos hace 40, 50 años”, dijo de manera explícita el ultraderechista Jair Bolsonaro, de 63 años, excapitán del Ejército y gran favorito según todas las encuestas, en una entrevista a una emisora de radio de una zona ganadera del sureño estado de São Paulo.
Se refería a aspectos morales, de costumbres y de seguridad pública, pero su frase resume muchas de sus ideas consolidadas en su formación militar exactamente en la época de mayor letalidad de la dictadura que impusieron las Fuerzas Armadas en Brasil (1964-1985) y a la que defiende.
En opinión de Bolsonaro, diputado de variados partidos desde hace 27 años y antes concejal por Río de Janeiro, los prejuicios contra negros, mujeres, discapacitados, homosexuales y poblaciones vulnerables, como los indígenas, solo se agravan con las políticas de protección o promoción, como cuotas para afrobrasileños en las universidades.
Son tesis cimentadas por la derecha brasileña, de que el racismo persiste y crece porque se destaca la distinción de los pueblos y colores de piel y porque se adoptan medidas de discriminación positiva, en un país donde la discriminación, afirman, no sería gran problema.
Eso pese a que las estadísticas evidencian que la población negra congrega la gran mayoría de los pobres y asesinados, en este país de 208 millones de habitantes, 54,4 por ciento de ellos, afrodescendientes.
El sorprendente ascenso de la extrema derecha, del que Bolsonaro es su gran ariete y ha impulsado también a nuevos legisladores y gobernadores de estados, constituye una “tormenta perfecta producida por un conjunto de factores” ignorados por analistas políticos, según Sonia Corrêa, investigadora de la Asociación Brasileña Interdisciplinaria de Sida.
“Políticas antigénero son un factor que permite aglutinar, ‘pegar’ a distintos actores aparentemente desconectados”, acotó, ejemplificando con lo que pasa en Brasil y antes ocurrió en Colombia, en el plebiscito que rechazó los acuerdos de paz en 2016, y en las elecciones de Costa Rica (febrero-abril 2018),que casi alzaron a la presidencia al pastor evangélico Fabricio Alvarado.
Bolsonaro logró personificar en su candidatura tanto el conservadurismo religioso, que busca “restaurar la familia” de cinco décadas atrás, como el combate a la corrupción, el deseo de redención de los militares y una supuesta superación de la crisis económica por una “profundización del neoliberalismo”.
Otro componente decisivo del vuelco político que protagoniza el mayor país de América Latina es el radical rechazo al izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó Brasil entre 2003 y 2016, primero con Lula y luego con Dilma Rousseff, acusados de provocar la más grave recesión económica del país en 2015-2016.
“La gente decidió arriesgar, votando por Bolsonaro, aun reconociendo sus ideas antidemocráticas y a sabiendas de que no está adecuadamente preparado para gobernar el país”, constató André Marcondes, basado en sus extensos contactos como gerente comercial de una industria química en la metrópoli de São Paulo.
Para la mayoría de los electores, la incertidumbre total que representa un gobierno de Bolsonaro sería “menos malo” que la alternativa, Fernando Haddad, de 55 años y del PT, el segundo candidato más votado en la primera vuelta electoral del 7 de octubre, con 29,28 por ciento de los votos, contra 46,03 por ciento del antiguo militar, según aducen muchos de los que votaron por candidatos moderados, “de centro” en esa ocasión.
La primera ola de adhesión a Bolsonaro se generó por el sentimiento de inseguridad ante la expansión de la delincuencia, identificó Marcondes en sus contactos personales y por un grupo de discusión por Internet.
“La izquierda es más blanda con los delincuentes y se demanda un combate más duro a la criminalidad, estimulada por la impunidad”, acotó.
Además hay “mucha insatisfacción” entre empresarios por los impuestos que pagan sin un retorno en servicios públicos y entre los pobres de la periferia de São Paulo, la mayoría descendiente de migrantes del Nordeste, la región más pobre de Brasil.
“No tenemos los beneficios (de programas sociales) que el gobierno del PT distribuyó en el Nordeste”, se quejan, según Marcondes. Los peligrosos riesgos para la democracia cuentan menos.
Retornar a comienzos de siglo, atrae menos
En esos sectores es escaso el efecto positivo del discurso de Haddad, de “construir el Brasil feliz de nuevo”, prometiendo reanudar los años de oro de Lula, en que creció la economía y se promovió masivos programas de redistribución del ingreso, con la Beca Familia para 13 millones de hogares pobres, aumento del salario mínimo y millones de nuevos empleos.[related_articles]
Pero la oleada de la extrema derecha, que cunde en muchas partes del mundo y que en Brasil se nutre de muchos factores, solo se explica por “el lugar estructural de género y sexualidad como anclas de propuestas autoritarias”, sostuvo Correa, también una de las coordinadoras del Observatorio de Sexualidad y Política, una red internacional de investigadores.
Se trata “una estrategia transnacional articulada de restauración conservadora” de la familia, de las costumbres y de la misma iglesia, que busca “reconstituir un orden político jerárquico, autoritario y asimétrico” en el mundo, definió.
La crítica a la “ideología de género”, un concepto formulado por sectores conservadores de la Iglesia Católica, a partir de 1998, orienta el movimiento internacional y movilizaciones en defensa de la familia y la moral del pasado, al que se han unido con entusiasmo las confesiones evangélicas, muy poderosas en Brasil y otros países.
Es una reacción a las políticas impulsadas por el feminismo y las conferencias de Naciones Unidas sobre Población (Cairo 1994) y de las Mujeres (Beijing 1995).
Un incidente preanunció la avalancha electoral en Brasil, según Correa, cuando el 7 de noviembre de 2017, centenares de personas protestaron contra la presencia de Judith Butler, profesora de la estadounidense Universidad de California y autora de estudios de género, en un seminario sobre “Fines de la Democracia” en São Paulo.
La ofensiva derechista que busca restringir el aborto, incluso en los limitados casos permitidos legalmente en la actualidad, como la violación o riesgo de muerte materna, tiene como un blanco prioritario la educación.
Logró excluir, por ejemplo, “la promoción de igualdad racial, regional, de género y de orientación sexual” del Plan Nacional de Educación aprobado en 2014.
Una de las acusaciones más repetidas de la campaña de Bolsonaro contra Haddad es que este distribuyó en 2011 en las escuelas públicas el “kit gay”, un libro de combate a la homofobia, cuando fue ministro de Educación (2005-2012), algo que nunca de hecho, precisamente por movilizaciones en contra.
La educación sexual es tarea de la familia, sentenció Bolsonaro, que rechaza unidades familiares que no sean las tradicionales, de hombre y mujer.
Hace 50 años, la época de su utopía, no había políticas en beneficio de los negros, las mujeres, los homosexuales y los pobres del Nordeste, todos “indefensos” o “vulnerables”. El excapitán asegura tajante que hay que abolir ese “vulnerabilismo”, o protección a los vulnerables.
Tampoco había en ese pasado anhelado los organismos públicos y las organizaciones ambientales, que “estorban” el desarrollo, con sus multas y castigos contra la deforestación y la contaminación, advirtió un general retirado, Oswaldo Ferreira, al que se sitúa como como posible ministro de Transportes en un gobierno de Bolsonaro.
Edición: Estrella Gutiérrez