“No dispares tus armas. Niños estudiando”, dice el cartel pegado en una cerca de la universidad de San Carlos, en la capital de Guatemala.
El póster forma parte de una campaña en escuelas de educación básica para promover el no uso de armas, explica Luis Ventura, estudiante de agronomía, a los sorprendidos periodistas que acompañan el recorrido de la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia y que hacen de las oficinas estudiantiles de esta universidad una improvisada sala de prensa.
Los universitarios, que durante 2015 convocaron y encabezaron las manifestaciones populares que llevaron a la renuncia del presidente Otto Pérez Molina, son el enlace que ha recibido en este país la Caravana de activistas que busca abrir la discusión sobre la política de drogas en la región y llevar un mensaje antiguerra a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Agrupados en la Coordinadora Estudiantil Universitaria de Guatemala, los universitarios consiguieron el transporte y hospedaje de los activistas, organizaron un encuentro artístico-musical y una reunión con el rector de la Universidad de San Carlos. Su activismo recuerda al que tuvieron los jóvenes mexicanos del movimiento #yosoyde132 en 2012.
“La sociedad se movilizó a tal grado que el proceso se adelantó y ellos terminaron por renunciar para que ser investigados”, resume Ventura, sobre la participación de los jóvenes en la crisis política del año pasado.
Pero Ventura es precavido con los resultados: “No llegó la paz. Pasamos de una guerra a otra”.
Guatemala vive en dos tiempos que parecen traslapados. El primero es del pasado reciente, pues aún no termina de cicatrizar la herida de la Guerra Civil (1960-1996) más larga de la región que dejó, al menos, 45.000 desaparecidos y 200.000 asesinados, en su mayoría indígenas mayas.
El conflicto armado duró más de tres décadas, aunque el momento más álgido fue a principios de los años 80, con la instalación de la Junta Militar y el mandato del general Efraín Ríos Montt, que ahora enfrenta cargos de genocidio.
En las calles de la capital, todavía se ven carteles con fotografías de los desaparecidos de la Guerra, que formalmente terminó hace 20 años.
El segundo tiempo es el del presente. Guatemala es el país más poblado de América Central. Tiene 15 millones de personas, de las cuales, más de la mitad es indígena y siete de cada 10 viven en la pobreza.
Forma, con Honduras y El Salvador, lo que se conoce como el “triángulo norte” de centroamericano, por su integración económica. Y aunque son los tres países que más migrantes expulsan hacia el norte, tienen acuerdos comerciales con México y Estados Unidos, pero carecen de instrumentos jurídicos que garanticen los mínimos derechos de los migrantes.
La efervescencia política que vivió en 2015 llevó a la renuncia y detención del presidente Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti, acusados de dirigir una red de corrupción en las aduanas conocida como «La Línea”, que ayudó a empresas extranjeras a evadir el sistema tributario guatemalteco y en que implica a más de 40 funcionarios de gobierno.
Pero la caída del presidente no detuvo la violencia criminal, ni la violencia política -derivada, sobre todo, del despojo de tierras- que son los componentes comunes en la región.
Un informe del Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos, la Federación Internacional de Derechos Humanos y la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala documentó, solo en 2015, el asesinato de nueve activistas y otros 337 casos de agresión en contra de comunidades que se oponen a la construcción de megaproyectos.
“Los acuerdos de paz no lograron a hacer una refundación del Estado. Las formas de funcionar del Estado quedaron igual. Se generó una mayor institucionalidad de la paz y de los derechos pero la lógica del Estado, un estado racista, un estado excluyente, eso no cambió”, dice Susana Navarro, directora ejecutiva del Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP).
La CICIG
Desde 1996, cuando se firmaron los Acuerdos de Paz, el gobierno guatemalteco se comprometió a desarticular los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS), usados por el Estado y el sector privado para la eliminación de opositores políticos. Pero eso no ocurrió. Los grupos siguieron operando como redes informales que hacían uso de relaciones con los sectores públicos y privados.
En enero de 2004, ante la presión de la sociedad civil, se formalizó la firma de un acuerdo inédito entre la ONU y el gobierno de Guatemala para crear una Comisión de Investigación de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad, que en un primer momento la Corte Suprema de Justicia guatemalteca consideró inconstitucional.
Dos años después, en diciembre de 2006, Guatemala firmó con la ONU el Acuerdo el establecimiento de una Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que fue ratificado por el legislativo Congreso en agosto de 2007, y entró en vigor el 4 de septiembre de ese año.
A partir de entonces, las CICIG cambió la vida de muchos guatemaltecos. Sus investigaciones ha trastocado en todos los ámbitos políticos del país: desde el tráfico de influencias en el sistema penitenciario operado, desde la cárcel, por Kaibil Byron Lima Oliva, hasta las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por operadores de seguridad del alto nivel, entre ellos el exdirector de la Policía Nacional Civil, Erwin Sperisen, el exdirector del Sistema Penitenciario, Alejandro Giammattei y el exministro de Gobernación, Carlos Vielmann.
“La Cicig lo que aporta es la profesionalización, investigación, de pasar de una sumatoria de delitos a crear patrones de investigación, sobre fenómenos […] ya se animan a investigar a altas autoridades políticas, esto no ocurría en el país, igual con el narcotráfico. Pero sobre todo en el tema de los políticos, nadie se animaba a tocarlos”, dice la directora del ECAP.
El 26 de febrero, un tribunal condenó a 120 años de cárcel al teniente coronel Esteelmer Reyes Girón, y a 240 años al excomisionado militar Heriberto Valdez Asij, por desapariciones forzadas y abusos sexuales cometidos contra 15 mujeres indígenas q’eqchís en un destacamento militar en Alta Verapaz e Izabal entre 1982 y 1983.
El destacamento era utilizado como área de descanso y recreación de militares, durante los años más duros de la guerra.
Un mes antes, 14 militares fueron detenidos por su involucramiento en el entierro de más de 500 cuerpos hallados en 2013 en fosas clandestinas de un cuartel militar de Cobán, a 300 kilómetros de la capital.
La Guerra, dicen aquí, no se ha ido.
Este artículo fue originalmente publicado en Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie financiado por Open Society Fundations. IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.
Revisado por Estrella Gutiérrez