Cuando me preguntan si en el mundo actual Europa es todavía una «protagonista» relevante, respondo que sin duda lo es. Desde hace tiempo sacuden al continente crisis financieras y crisis estratégicas de seguridad interna -guerra incluida- y de inestabilidad en sus confines que la convierten en una protagonista absoluta de los asuntos mundiales.
Si la pregunta es, en cambio, en qué consiste el protagonismo de la Unión Europea (UE), basta con mirar unos pocos días en la agenda de la canciller alemana Angela Merkel.
El 5 de febrero se encuentra en Moscú junto con su par francés, François Hollande, para tratar sobre la crisis en Ucrania con el presidente ruso, Vladimir Putin, y el día siguiente está en Kiev para hacer lo mismo con el presidente ucraniano, Petro Poroshenko.
Pasa el siguiente fin de semana en Munich, donde sostiene públicamente una línea de resistencia a la creciente presión estadounidense para dotar de armamento al ejército de Ucrania.
El día 9, Merkel está en Washington, donde logra el aval -al menos temporal- del presidente estadounidense, Barack Obama, a su posición, para mantener un clima favorable a las negociaciones que estaban por celebrarse en Minsk.
Acto seguido se encuentra en Minsk, para participar durante tres días de agobiantes discusiones, incluso un debate de 17 horas con los presidentes de Rusia y Ucrania, que conducen al acuerdo de tregua ucraniana, presentado el día 12 a los jefes de Estado reunidos en Bruselas.
Esta breve enumeración y las informaciones y las imágenes difundidas por los medios de comunicación, muestran a las claras que Angela Merkel personifica el rol de Europa en el mundo y coloca en un cono de sombra a los demás jefes de Estado e instituciones europeas.
Tal es, asimismo, la percepción de los otros protagonistas del escenario internacional, como Obama y Putin, cuando establecen acuerdos importantes con la canciller alemana.
En mi visión federalista de Europa, si Markel fuera la presidenta de los Estados Unidos de Europa, sería perfecto. Pero no es esta la situación, lamentablemente.
No quiero caer en la simplificación del dilema que agita desde hace años los “think tanks” bajo el interrrogante: ¿Nos espera una Alemania europea, o una Europa germanizada?
Pero estoy convencida de que Berlín tiene conciencia de que Alemania está llamada a asumir responsabilidades estratégicas que van más allá de su estatus de superpotencia económica. Y esa determinación la refuerza la certeza de que la propuesta de reforma del Consejo de Seguridad de las Nacionas Unidas, que debería otorgar a Berlín la categoría de miembro permanente, no pasará en un futuro previsible.
Y si acaso, en un futuro distante se aprobara la reforma del Consejo de Seguridad en ese sentido, para entonces sus facultades podrán haberse reducido.
Pienso así porque en estos últimos meses, mientras sucedía lo que todo el mundo sabe en Siria, en Iraq, en relación al Estado Islámico, en Ucrania, en Sudán, Libia y Nigeria, el Consejo de Seguridad brillaba por su ausencia.
Por otro lado, sorprende amargamente la casi nula resiliencia de las instituciones de gobierno creadas por el Tratado de Lisboa en 2007, que reformó la UE y que en su momento fueron alabadas como una novedad en el cuadro normativo internacional y como la consagración de la identidad externa de la Unión.
Mientras asistíamos al gravísimo conflicto en Ucrania, en nuestro continente, muchos nos hemos preguntado qué estaban haciendo las mayores autoridades de la UE, por primera vez legitimadas por el sufragio transnacional: Jean-Claude Juncker, presidente de la UE, Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, y Federica Mogherini, alta representante para la Política Exterior y la Seguridad.
¿Cómo pueden sobrevivir creíblemente estructuras que son sistemáticamente dejadas de lado cuando los conflictos se vuelven candentes?
El problema no reside en las personas que encarnan esas funciones. Suponerlo, sería un análisis demasiado superficial.
Se trata en cambio de verificar si las instituciones europeas son suficientemente robustas para resistir a lo que muchos definen un retorno al orden post-Westfalia, es decir a los tratados que en 1648 delinearon un nuevo ordenamiento en Europa basado en el Estado-Nación como eje de referencia de las relaciones internacionales.[related_articles]
Fuera de Europa, esta tendencia es evidente desde hace tiempo. El rol de potencia global es progresivamente asumido por «mega estados»: Estados Unidos, Rusia, China, India y próximamente Brasil, Sudáfrica e Indonesia.
Frente a ellos, a la UE le cuesta aparecer como una contraparte válida.
Temo que esta tendencia lleve a la crisis definitiva del proyecto federalista europeo. Pero nosotros, los federalistas, tenemos que resistir a esta inclinación y reflexionar sobre la mejor manera de enfrentar esta situación.
Desde el año 2008, las medidas políticas y económicas de los miembros de la UE han apuntado a una «renacionalización» de sus intereses, si se exceptúan las acciones del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi.
En consecuencia, Europa ha dejado de perseguir una política externa común y ha vuelto a una práctica intergubernamental que privilegia los intereses nacionales.
El dilema es neto: o la UE es una potencia global reconocida como tal, o serán otros los que representarán a Europa en los debates cruciales.
En este contexto, lo que está emergiendo es el nuevo papel progresivamente asumido por Alemania.
Este proceso comenzó con la extravagante fórmula creada en 2006 de designar un grupo de países para negociar con Irán, llamado 3+3, o más conocido fuera de Europa como 5+1: los cinco miembros del Consejo de Seguridad (China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia), más Alemania.
Desde entonces Berlín se erige en protagonista, no solo en el ámbito europeo, sino también en muchos asuntos internacionales, frecuentemente por cuenta de la UE.
En resumen: se trabaja en común hasta que resulta posible. Después hay un nivel en el que las decisiones y las respectivas responsabilidades las adopta quien tiene la capacidad de hacerlo. Este es el esquema vigente hoy día en Europa. Es tiempo de que los otros europeos tomen nota.
Editado por Pablo Piacentini