La insustentable deficiencia política del ambientalismo

El movimiento ambientalista ganó la batalla ideológica al ampliarse el conocimiento sobre el cambio climático. Sus activistas ya no son los «loquitos» o «molestos» del pasado: el aislamiento les toca ahora a los escépticos o negadores del recalentamiento planetario por la acción humana.

Los eventos extremos, cada vez más frecuentes, y el aumento del nivel de las aguas de los océanos contribuyeron a atender con seriedad las advertencias, que en el pasado reciente eran respondidas de modo irónico o simplemente subestimadas.

La sustentabilidad se incorporó incluso al vocabulario empresarial, y las campañas y los consumidores inducen a ciertos sectores productivos a firmar acuerdos de buena conducta ambiental y social, como compromisos para rechazar madera o carne producidas a costa de la deforestación de la Amazonia.

Pero esa legitimidad científica de los planteos ambientalistas no se convierte en fuerza política a la hora de las grandes decisiones, por ejemplo en las conferencias que intentan establecer un tratado mundial para contener el recalentamiento de la Tierra.

El consenso, ya prácticamente alcanzado, de que nuestro planeta camina hacia un catastrófico destino si no se toman medidas urgentes, no cuenta con el correspondiente poder político para impulsar acciones, consideradas indispensables para reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero.
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El empuje logrado en los años 90 con la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, aprobada en la Cumbre de Río de 1992, y el Protocolo de Kyoto, firmado cinco años después en esa ciudad japonesa, parece perdido, aunque se hayan acumulado y difundido más conocimientos sobre la amenaza de hecatombe humana.

La crisis ambiental es uno de los desafíos que ponen en cuestión la supervivencia de la democracia en este siglo, según un grupo de intelectuales que el Instituto Internacional de Investigación Política de Civilización (IIRPC) reúne periódicamente en Poitiers, Francia, para discutir grandes temas de la humanidad.

Los regímenes democráticos no parecen capaces de afrontar el cambio climático, porque la temporalidad de la dinámica política es de corto plazo, mientras que la ambiental se cuenta en décadas, resumió Elimar Pinheiro do Nascimento, director del Centro de Desarrollo Sustentable de la Universidad de Brasilia y participante en los seminarios de Poitiers.

Una cuida de la libertad, y la otra de la supervivencia, por eso un "creciente número de intelectuales" creen que la humanidad preferirá subsistir en lugar de pelear por la democracia, cuando tenga que elegir entre esas dos opciones excluyentes, acotó Nascimento.

Están a prueba también los mecanismos para adopción de acuerdos internacionales en el sistema multilateral de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

El Protocolo de Kyoto, que vencía en un principio en 2012, debería obligar a los 37 países industrializados a reducir sus emisiones de gases invernadero al menos 5,2 por ciento respecto de los volúmenes registrados en 1990. Pero no logró su objetivo.

Este acuerdo se vio limitado desde el inicio de su vigencia en 2005 por sus metas tímidas y por el rechazo de Estados Unidos, entonces el mayor emisor mundial de carbono. Su prórroga hasta la vigencia de un nuevo tratado global se hace en condiciones de mayor debilidad aun, con la retirada de Canadá, Japón y Rusia.

La aprobación de un convenio en las conferencias de la ONU es difícil debido a que exige el consenso entre las partes y no asegura eficacia, ya que en general no se prevén sanciones por incumplimientos y su adopción depende de la ratificación de los parlamentos nacionales.

Es en el juego parlamentario que suele manifestarse la debilidad del ambientalismo, especialmente delante de los intereses económicos antagónicos que traban la negociación de tratados internacionales a la altura del desafío climático o que puedan reducir sus efectos, como pasó con el Protocolo de Kyoto.

Los partidos verdes son extremadamente minoritarios y poco influyen en las políticas nacionales, salvo algunas excepciones como la de Alemania. Además, muchos abandonaron sus principios originales al involucrarse en el juego electoral, como en Brasil.

Otros instrumentos de lucha, como movilizaciones, protestas, campañas de comunicación y variadas formas de presión social, tampoco parecen suficientes para promover los cambios necesarios.

Una revisión del Código Forestal brasileño niega los esfuerzos por reducir los gases invernadero en este país, reconocido como campeón de la mitigación climática por el secretario ejecutivo del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, Achim Steiner.

La votación del proyecto, que flexibiliza exigencias ambientales y condona deforestaciones ilegales de terratenientes, demostró la impotencia de los ambientalistas, así como de los científicos que reclamaban ser escuchados en el debate.

Los defensores del Código Forestal que protege los bosques brasileños desde 1965 sufrieron una derrota abrumadora en mayo, de 410 a 63 votos en la Cámara de Diputados, y el 6 de diciembre de 59 a siete en el Senado.

La reforma espera aprobación definitiva en los próximos meses, en una nueva votación de los diputados, porque debió volver a ese recinto en razón de que los senadores modificaron el texto con media sanción.

Los ambientalistas temen ahora una versión final más negativa aun para el ambiente, ya que los diputados se revelaron más afines a los intereses de los propietarios de los grandes establecimientos rurales.

La 17 Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 17), realizada del 28 de noviembre al 11 de diciembre en la ciudad sudafricana de Durban, resultó "un retroceso", al aprobar solo "una promesa" de acciones a partir de 2020, escribió Marina Silva, en un artículo publicado el 16 de este mes en el diario brasileño Folha de São Paulo.

Faltan estadistas, "líderes que se presentan en las crisis" para promover los cambios necesarios, sostuvo Silva, quien fue ministra de Medio Ambiente del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011).

Pero es más que incierto el surgimiento de suficientes dirigentes capaces de enfrentar intereses políticos y económicos inmediatos para sostener la supervivencia de la humanidad. Será probablemente necesario descubrir nuevos mecanismos para aprobar y asegurar políticas de muy largo plazo como exigen los problemas ambientales.

El desequilibrio de poder a favor de la economía es desmedido. Los bancos centrales, por ejemplo, disponen hoy en muchos países de autonomía para adoptar medidas monetarias, a veces impopulares, evitando presiones incluso hasta de los propios gobiernos nacionales.

Las crisis financieras, como la que afecta en la actualidad al mundo industrializado, llevan a la jefatura de gobiernos a economistas especializados en el tema. Nadie imagina, en cambio, un poder similar en manos de ambientalistas o expertos en climatología.

Marina Silva pretendió, al asumir el Ministerio de Medio Ambiente de Brasil en 2003, que las cuestiones del área fuesen "transversales", consideradas en las acciones de todos los ministerios del gobierno de Lula. Renunció en mayo de 2008 desplazada por los poderes muy superiores atribuidos al desarrollo económico.

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