Los campos de arroz cercanos a esta aldea tailandesa llamaron la atención de Halisa Manma pese a estar abandonados y cubiertos de maleza en medio de una plantación de caucho.
El cultivo de arroz permaneció abandonado hasta el año pasado porque los campesinos prefirieron dedicarse al caucho, cuyo precio era más rentable.
Esta aldea está ubicada en el sur de Tailandia, donde se libra un conflicto sangriento desde hace seis años.
Para Halisa, una malaya musulmana de 45 años y madre de dos hijos, ya era hora de recuperar las 72 hectáreas de arroz para poder alimentar a las 300 familias de Baan Phruching y vender el excedente.
La iniciativa superó el objetivo inicial. La experiencia atrajo a otras 80 mujeres, la mayoría también madres, que se volcaron a las tareas agrícolas: plantaron semillas de arroz y cosecharon el grano.
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"Los hombres se reían de nuestro trabajo. La gente de las aldeas vecinas se burlaban de nosotras", recordó Halisa, ataviada con el típico atuendo musulmán y la cabeza cubierta con un velo celeste combinado con una blusa de manga larga. "Al final logramos una buena cosecha".
El emprendimiento contó con apoyo del ejército, que combate en la zona a una insurgencia malaya musulmana con fines poco claros.
Para el comando de la zona, suministrar plantas y fertilizantes orgánicos es una forma de pacificar el atribulado sur. También ha servido para atenuar la desconfianza de los soldados respecto de esta aldea malaya.
"Antes había mucha desconfianza. Los lugareños no hablaban abiertamente con los soldados", señaló el coronel Kitcha Srithongkul, subcomandante responsable de la seguridad de la provincia de Songkhla, donde se encuentra esta aldea.
"Pero las cosas cambiaron", señaló en alusión a Baan Phruching, que padeció su propia cuota de violencia en el marco del actual conflicto. Los rebeldes incluso quemaron hace dos años la escuela pública local.
Las mujeres de esta aldea no son una excepción en el sur del país, donde ya murieron 3.400 personas en el conflicto que comenzó en 2004.
Las malayas musulmanas asumen nuevos papeles en las provincias vecinas de Songkhla, como Pattani, Yala y Narathiwat, donde asola la violencia.
Anchana Semmina, de 35 años, se encarga de una estación expendedora de combustible en la aldea vecina de Sabai Yoi y ayuda a unos 60 hogares encabezados por mujeres porque sus maridos e hijos están presos por sus presuntos vínculos con la insurgencia.
"Las visito y les explico las leyes y trato de darles fuerza para lidiar con los problemas que tienen", relató Anchana, cuya aldea adquirió notoriedad el primer año del conflicto.
En abril de 2004, 19 jóvenes del equipo de fútbol local fueron asesinados por la policía en un restaurante. Las fuerzas de seguridad alegaron que fue en defensa propia. Las heridas de aquella mañana sangrienta persisten.
"Los familiares están muy tristes. Piensan que el gobierno sólo se ocupa de algunas personas", señaló Anchana. "Pero con las conversaciones aprenden y tratan de comprender la situación".
El grado de participación de las mujeres ha cambiado.
Hasta hace dos años, las malayas musulmanas participaban en protestas callejeras contra la violencia o las detenciones arbitrarias a instancias de los hombres afines a los rebeldes y quienes les indicaban cómo actuar.
Pero la pasión política también se expresa en escenarios más tranquilos, como seminarios y conferencias organizados en distintos hoteles de la región a fin de discutir las violaciones a los derechos humanos, las desapariciones forzadas y las detenciones arbitrarias.
"Las malayas musulmanas hablan con franqueza en esos encuentros e incluso han demostrado interés por formarse en cuestiones legales, señaló Pornpen Khongkachonkiet, directora de programa de la organización de derechos humanos Cross Cultural Foundation (Fundación Intercultural).
"Están dispuestas a reunirse para responder a una situación concreta, visitar centros de detención y contactarse con las autoridades", explicó. "Ellas lideran los esfuerzos de paz".
La tendencia obedece, en parte, al temor de los hombres a participar en actividades políticas, reveló Pornpen. "Los atacan de los dos lados. Tienen miedo de ser detenidos o asesinados".
Se trata de un cambio drástico respecto de la situación de décadas anteriores. La generación de insurgentes de fines de los años 60, 70 y 80 se enfrentó con el ejército en pro de la separación de las provincias de Pattani, Yala y Narathiwat, de mayoría malaya musulmana en un país donde predomina el budismo.
Las tres provincias pertenecieron al reino de Pattani que fue anexado en 1902 por Siam, como se denominaba entonces a Tailandia. Desde entonces los malayos musulmanes se quejan de la discriminación cultural y lingüística, y posteriormente se sumó la económica.
El gobierno apuesta a que su campaña de pacificación en pequeñas localidades agrícolas, como la que el ejército realiza en Baan Phruching, contribuya a difundir una percepción diferente: que el Estado tailandés sí se preocupa por la minoría más grande del país.
Las malayas musulmanas de otras aldeas también reciben asistencia para el cultivo de verduras, como berenjena y calabaza, y plantas aromáticas, como albahaca y limoncillo.
Pero las relaciones entre el ejército y los aldeanos distan de ser buenas en la aldea de Halisa. Mientras las mujeres aplauden la asistencia de los soldados, los jóvenes, todavía inseguros, escapan cuando los ven llegar.