La agricultura de Chile es uno de los sectores más productivos y de sostenido crecimiento exportador, pero las mujeres rurales suman a las desigualdades de siempre el creciente dominio de las empresas, la precariedad laboral, los bajos ingresos y el estancamiento de su acceso a la tierra.
En cuanto se pierden de vista los altos edificios y los modernos centros comerciales de Santiago, el paisaje hacia el sur es sustituido por grandes extensiones de viñedos a cada lado de la carretera, en un país donde el sector de alimentos aporta entre 10 y 15 por ciento del producto interno bruto.
Cuatro horas de viaje después, los caminos pasan a ser de tierra y en la pequeña localidad de Los Cristales, de 2.600 habitantes, una sola calle asfaltada resume las distintas realidades del campo chileno y sus habitantes.
Grandes plantaciones de manzanas para exportación, trigo o papas, junto a oficinas administrativas o enormes casonas. Un poco más allá, pequeñas huertas familiares al lado de muy modestas casas y conjuntos de viviendas sociales con escaso terreno colindante.
«No es fácil tener un poquito de tierra, yo tengo un pedacito súper chico. Pero no todos tienen acceso a eso, a tener un pedacito de terreno para hacer tus cosas. Yo tuve la suerte de tener una herencia», relató a IPS Miriam Guzmán, residente en Los Cristales, a 330 kilómetros de la capital.
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La herencia de que habla Guzmán debió repartirse entre cuatro hermanos. A ella le correspondió un área de 1.000 metros cuadrados donde tiene una pequeña «chacra» (finca) con cebollas, papas y tomates, mientras ahorra para construir una casa con la ayuda del subsidio habitacional rural.
«Ni siquiera alcanza para una cuadra de animales, un pedacito súper chico. Mis hermanos tienen ya sus casas. Pero como yo todavía no tengo, estoy sacando provecho al terreno mientras tanto, porque después, cuando construya mi casa el sitio se va a achicar bastante», añadió Guzmán.
La falta de acceso a la tierra es una barrera especialmente para las mujeres. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) subraya que la necesidad de proporcionar un acceso en condiciones de igualdad a la tierra es urgente para avanzar en los objetivos mundiales de la seguridad alimentaria.
La falta de seguridad en materia de propiedad, tenencia o derecho al usufructo de la tierra son los factores más relevantes que frenan el aumento tanto la productividad agrícola como de los ingresos de la mujer rural, detalla el organismo, cuya sede latinoamericana está en Santiago.
En este aspecto, para la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (Anamuri), que agrupa a más de 10.000 campesinas, el Estado chileno sigue en deuda con sus reclamos de oportunidades igualitarias de acceso a la tierra y de atención a sus problemas sociales y económicos específicos.
«La tierra no está en manos de los campesinos. Es muy poca la tierra que está en manos de pequeños agricultores, muy poca, porque de alguna manera los fueron ahogando en el proceso de 17 años de dictadura», observó a IPS Alicia Muñoz, presidenta de Anamuri.
Para Muñoz, la intervención de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990) contra los avances de redistribución de la propiedad impulsados por la Reforma Agraria del gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende (1970-1973), marcó en forma nefasta el panorama de distribución de la tierra y sus riquezas.
Casi 19 años después de recuperada la democracia, la mayor parte de la superficie agrícola chilena está en manos de entidades empresariales o personas jurídicas.
Se trata de lo que se ha definido como la «empresarización» del campo chileno en el Análisis de la Propiedad Agrícola desde una Perspectiva de Género, elaborado por la Oficina de Estudios y Políticas Agrarias (Odepa) del Ministerio de Agricultura.
A pesar de que sólo 11 por ciento de las explotaciones son propiedad de personas jurídicas, 64 por ciento de la superficie agrícola nacional es controlada por empresarios privados.
La distribución de la propiedad está determinada por el mercado en este país austral latinoamericano de 16,5 millones de habitantes, de los que sólo 13 por ciento son rurales. El modelo neoliberal domina desde que fue implementado por la dictadura, destacan analistas.
En conversación con IPS, Alfredo Apey, jefe de Políticas Agrarias de Odepa, advirtió que «hay muchas empresas que han adquirido tierras y han empezado a trabajar el negocio agrícola: viñas, empresas exportadores de frutas, incluso sociedades. Y esas empresas pasan a tener una propiedad distinta a la individual, y eso no necesariamente es bueno o malo».
El problema ocurre cuando la empresa, que es más eficiente desde el punto de vista productivo, ocasiona una disminución de la tierra para la pequeña agricultura, explicó.
Y es eso lo que temen las y los campesinos, sobre todo frente a una crisis económica mundial cuyo impacto en un sector muy dependiente de la exportación apenas acaba de comenzar.
Al endeudamiento por las pérdidas en las cosechas de 2008 a causa de la sequía, por ejemplo, podrían sumarse nuevas deudas que finalmente los obliguen a perder más tierras.
En ese caso «tiene un efecto negativo desde el punto de vista cultural», ya que afecta el equilibrio social y económico y fomenta fenómenos como la migración campo-ciudad, explicó Apey.
MUJERES SIN TIERRA
El creciente control empresarial de la tierra ha traído el estancamiento del acceso de la mujer a la propiedad rural, coinciden diferentes estudios.
En los últimos 10 años, en Chile se ha mantenido la tendencia de una gran desigualdad en la distribución de la explotación de la tierra entre hombres y mujeres, explicó el jefe de Políticas Agrarias.
La relación hombre-mujer en este punto es de 75 y 25 por ciento y las mujeres sólo son propietarias de nueve por ciento de la superficie nacional destinada a la actividad agrícola y forestal.
Esta inequidad tiene su raíz en una cultura patriarcal ancestral, pero las campesinas organizadas critican que el Estado no haya hecho nada para revertir la tendencia.
Para Anamuri, los sucesivos gobiernos han privilegiado el desarrollo empresarial sobre el de los pequeños agricultores y la disminución de las diferencias entre hombres y mujeres en relación a la propiedad agrícola individual. Pero admite que la actual presidenta, Michelle Bachelet, al menos ha mostrado preocupación por la situación de la mujer rural.
Apey destacó algunas iniciativas oficiales para afrontar la desigualdad de género y citó medidas para mejorar el acceso al crédito y a los programas de riego y forestales, entre otros.
También enumeró políticas como la compra de tierras para restituir a comunidades indígenas e iniciativas para que población rural pueda mantenerse en el campo y desarrollar su actividad tradicional.
«Para nosotros es importante, no solamente recuperar tierras, sino evitar que la gente, que algunos segmentos, sobre todo los más pequeños, pierdan tierra por inequidades en cuanto al resultado de los procesos productivos», explicó el jefe de Políticas Agrarias.
«Por eso hay créditos, hay programas de fomento, de transferencia tecnológica» para apoyar a las familias que viven de la explotación de tierras más pequeñas y lograr no sólo que se mantenga su producción de subsistencia, sino que se fortalezca y amplíe, dijo Apey.
Muñoz, la presidenta de Anamuri, reconoce estos avances y algunas medidas como capacitaciones a mujeres rurales, pero es crítica con el gobierno sobre el acceso a la tierra y el apoyo a los campesinos y campesinas.
«El gobierno apoya a la gran empresa y a ésta le da lo mismo quebrar hoy o quebrar mañana porque el gobierno corre a pasarles plata (dinero)», dijo. En cambio, «a los campesinos, esos que tienen media hectárea, esa plantación pequeña, no se los subsidia», pese a que son los más frágiles frente a fenómenos del cambio climático y los avatares de la agricultura, añadió.
Miriam Guzmán coincidió en que hay más facilidades para quienes tienen predios de mayor superficie. «Pero de repente van a pérdida. Así que mejor la gente se trata de no meter, las mujeres, por ejemplo, no nos atrevemos a eso, porque los productos que se usan acá en el campo son carísimos y si te va mal en la temporada terminas endeudada más que nada», dijo.
BAJOS INGRESOS PARA LAS CAMPESINAS
Chile es visto como un ejemplo de estabilidad macroeconómica y de avances sociales. Pero para las mujeres campesinas, los datos están muy lejos de ser ejemplares.
La pobreza disminuyó de 1990 a 2006 de casi 40 por ciento a 13,7 por ciento y en el ámbito rural la caída fue muy similar. Pero el Servicio Nacional de la Mujer reconoce que las mujeres rurales son uno de los grupos sociales más vulnerables, junto con el de las jefas de hogar.
Para los investigadores del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (Rimisp), el crecimiento agrícola de los últimos 15 años no produjo la caída de la pobreza rural en Chile, un logro derivado de la diversificación del trabajo en el campo.
Esa diversificación de ingresos, vía empleos no agrícolas, actividades secundarias y transferencias públicas, ha sido la que más contribuyó a que la pobreza rural decreciera, determinó Rimisp en 2008, en el estudio Boom Agrícola y Persistencia de la Pobreza Rural.
De hecho, el sector silvoagropecuario obtuvo en 2008 resultados muy destacados, al crecer 23 por ciento sus exportaciones, con ingresos de 8.404 millones de dólares, en un año en que las ventas generales al exterior aumentaron 0,2 por ciento y algunos sectores cayeron ocho por ciento.
Pero las mujeres campesinas están muy lejos de sentir esa bonanza y soportan salarios estancados desde hace 20 años, subrayó Anamuri.
Mientras el sueldo mínimo en Chile está fijado en unos 265 dólares, las trabajadoras agrícolas tienen salarios de entre 67 y 150 dólares. Además, la mayoría de las mujeres trabajan por temporadas en empleos informales, muchas sin contrato, sin protección social de salud, ni ahorro para su jubilación.
«Yo trabajo para un pequeño agricultor, en este momento estoy arrancando porotos (frijoles) de lunes a sábado en horario continuado de ocho de la mañana a tres de la tarde», contó Guzmán a IPS.
Por su trabajo recibe 10 dólares al día y logra juntar 240 dólares al mes. Pero eso sólo en época de cosechas, que en este país comienza en noviembre y acaba en marzo.
«Está malísimo para la mujer. Es un trabajo duro, es pesado. Por lo general se trabaja en huertos grandes, o para empresarios. Y está malo, porque la temporada es corta y si no la aprovechas después viene el invierno y no hay trabajo», explicó Guzmán. El resto del año sobrevive con empleos domésticos en casas particulares de poblaciones vecinas, donde aún gana menos.
El cultivo de su huerta le permite «ganarme unos pesitos con la venta» y obtener verduras para el consumo de su familia, explicó esta campesina de 32 años, cuya pareja está sin empleo, y que quiere tener construida su casa antes de tener hijos.
Alicia Muñoz dijo que para Anamuri es el modelo industrial y agroexportador el que ha devastado los campos y reducido la incidencia de los campesinos en el sector, y que la solución está en un cambio de modelo, que permita a los habitantes rurales tradicionales diseñar sus propias políticas agroalimentarias; caminar hacia la soberanía alimentaria y volver a plantear la necesidad de una reforma agraria.
«Es un hecho que el modelo actual no favorece la producción y distribución campesina, por el contrario depreda el ambiente, produce precariedad laboral y desvaloriza el trabajo agrícola y de las mujeres rurales», sentenció la presidenta de la asociación de las campesinas.