AFOGADOS DA INGAZEIRA, Brasil – “Las cisternas son la mejor invención del mundo, para nosotros”, sintetizó Maria de Lourdes Feitosa, cuyos 46 años le permiten recordar las mortales sequías del pasado en zona semiárida de la región del Nordeste de Brasil.
“Se acabaron muchas enfermedades” que venían de los llamados “barreros”, charcos y pequeñas lagunas, producto de acumulaciones de agua en oquedades embarradas del terreno y que las personas compartían con los animales, recordó a IPS la campesina de una comunidad rural de Afogados da Ingazeira, un municipio de 38 000 habitantes.
Feitosa es propietaria de una finca de seis hectáreas y es menos dependiente del agua que algunos de sus vecinos, porque produce algodón agroecológico que requiere menos humedad que cultivos hortícolas y frutales.
Cerca de 1,2 millones de cisternas que acopian 16 000 litros el agua de la lluvia “para beber” desde los techos de las viviendas se incorporaron al paisaje rural de la ecorregión del Semiárido, de 1,1 millones de kilómetros cuadrados y 28 millones de habitantes, que se extiende por todo el interior del Nordeste y avanza por la franja septentrional de la región del Sudeste de Brasil.
Es un símbolo de la transformación que vive desde comienzo de este siglo el Nordeste, la región considerada la más pobre del país. La más prolongada sequía de su historia, de 2011 a 2018, no repitió las tragedias anteriores, de muertes, éxodos masivos hacia el sur y saqueos del comercio, como ocurrió en los años 80 y 90.
Faltan unas 350 000 de esas cisternas para universalizarlas entre las familias rurales que las necesitan, según Articulación Semiárido Brasileño (ASA), la red de 3000 organizaciones sociales que formuló el programa, adoptado como política pública por el gobierno en 2003.
Otra batalla es multiplicar por cuatro las más de 200 000 “tecnologías” de acopio de agua para la producción, o “segunda agua”, que ya benefician la agricultura familiar y son decisivas para la seguridad alimentaria y la reducción de la pobreza en la región.
Reúso de agua doméstica
Josaida Nunes da Silva, de 38 años, y su marido Eronildes da Silva, de 41, recurren al reúso del agua del baño y la cocina en su casa, ante la escasez agravada por la altitud del cerro en que viven en Carnaiba, un municipio de 20 000 habitantes vecino a Afogados da Ingazeira.
Un complejo de tuberías conducen las aguas residuales a la “caja de gordura” y luego al reactor Upflow Anaerobic Sludge Blanket (UASB, reactor anaeróbico de flujo ascendente de manta de lodo) y un tanque para el “pulimiento”, expuesto al sol, y otro para el agua ya lista para irrigar.
Ese sistema filtra los componentes contaminadores, como los coliformes (bacterias) fecales, y alista el agua con fertilizantes para la irrigación del huerto y frutales. “Cultivamos lechuga, cebollitas, cilantro y otras hortalizas, además de banano, maíz, mandioca (yuca), papaya, guayaba, maracuyá y hasta pitahaya”, apuntó la campesina.
La pitahaya es una fruta de la familia cactácea, de origen mexicano y centroamericano, que se popularizó últimamente en Brasil.
El aventajado tamaño del racimo de banano es la “prueba” de la eficacia fertilizadora, acotó el marido, que le añade estiércol vacuno. “Esa agua tratada es una bendición. Además de agua, nos da un buen abono”, acotó Nunes.
Silva es también albañil y construyó muchas cisternas en la región. Además hace el transporte escolar de los niños de la zona rural en una vieja furgoneta y conserva forraje para sus diez vacunos en bolsas plásticas herméticamente cerradas.
“La sequía nos golpeó duro. Tuvimos que traer agua del ‘barrero’ del llano, montaña arriba en la carreta de bueyes. Compramos una vaca, incluso cuando era ternera, por 2500 reales y tuvimos que venderla a 500 reales (104 dólares)”, lamentó su mujer.
La pareja posee 8,5 hectáreas de tierra, un predio grande en la región donde predominan propiedades de pocas hectáreas, producto de las seguidas divisiones entre herederos de las familias numerosas del pasado. Pero al ser un terreno montañoso, con muchas rocas, merma el área cultivable.
Nunes y Silva tienen tres hijos, aunque solo la más joven, de 17 años, vive con ellos.
Convivir con el Semiárido
Las técnicas que benefician a los agricultores familiares para que puedan “convivir con el semiárido” y prosperar, son diseminadas en los municipios del Sertón de Pajeú, por Diaconía, una organización social de las iglesias protestantes.
Pajeú es el nombre del río que cruza 17 municipios, en cuya cuenca viven 360 000 personas. Las montañas que rodean el territorio comprenden las nacientes de varios arroyos y riachuelos, que secan en el período de estiaje, pero aseguran una mayor humedad en comparación con otras áreas del Semiárido.
Prácticas de agroecología son una de las orientaciones impartidas por Diaconia, cuyo técnico agrícola Adilson Viana ya dedicó 20 de sus 49 años al apoyo a los campesinos y acompañó a IPS en las visitas a las familias asistidas.
Una cisterna de calzada, que acopia 52 000 litros de lluvia para la producción, es el tesoro de Joselita Ramos, de 49 años, y su marido Aluisio Braz, de 55 años, en su finca de dos hectáreas, también en Carnaiba.
Se trata de una terraza de hormigón en el suelo, de unos 200 metros cuadrados y ligeramente inclinada para llenar el depósito de agua. Braz la aprovecha para secar y trillar a golpes de palo los frijoles “de cuerda”, típicos de la cocina del Nordeste.
La pareja cultiva los frutales que la mujer aprovecha para hacer pulpa de mango, guayaba, acerola o cerecita (Malpighia emarginata) y una fruta nativa del Semiárido, el umbu (Spondias tuberosa), un árbol xerófito de la familia de las anacardiáceas.
Ramos interrumpió temporalmente la actividad “porque no es época de frutas en la región y la energía para mantener la nevera es muy cara”. Otra dificultad es que la alcaldía atrasa mucho el pago de la pulpa suministrada a las escuelas. “Solo recibí en noviembre el pago de las ventas del inicio del año pasado”, se quejó.
Para una mayor producción de granos, como frijoles y maíz, además de yuca, Braz los cultiva en la tierra de su padre, de cuatro hectáreas, distante cerca de seis kilómetros de su propia finca.
Productividad agroecológica
Un caso excepcional, de vocación emprendedora y disponibilidad de agua, es el de Ivan Lopes, de 43 años, que junto con un hermano cultiva nueve hectáreas de frutales variados, como banano, piña, mango, uva, aguacate, maracuyá y muchos más.
De una laguna en la propiedad se bombea el agua a cuatro depósitos que, ubicados en las partes altas, permiten la irrigación por gravedad. Por eso electricidad es uno de los mayores gastos de la finca. “Pienso instalar una planta de energía solar para ahorrar”, anunció Lopes a IPS.
La miel es otro de sus productos. “La última cosecha alcanzó 40 litros”, en decenas de colmenas distribuidas en el pomar. La caña se cultiva para la venta de caldo de caña en las ciudades.
La finca es también una especie de laboratorio para la difusión del cultivo de tomates orgánicos en invernaderos. “En la feria agroecológica de São José do Egito (una ciudad vecina, 34 000 habitantes) se hacen filas para comprar mis tomates, porque se los reconoce como limpios, sin plagas y con sabor”, celebró el agricultor.
Basados en su experiencia, hay 10 proyectos para producción de tomates en la Asociación Agroecológica del Pajeú.
Para la lograr su alta productividad el agricultor elabora su propio fertilizante, el humus de lombrices de la tierra. El éxito agrícola le decidió a deshacerse de sus 10 vacas, para concentrarse en los cultivos y la apicultura.
ED: EG