SÍDNEY / KUALA LUMPUR – Para hacer frente al calentamiento global es necesario reducir las emisiones de carbono a casi la mitad para 2030. Para el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), las emisiones deben reducirse para 2030 en 45 % por debajo de los niveles de 2010 a fin de limitar el calentamiento a 1,5°C, en lugar de los 2,7°C que se prevén ahora.
En cambio, los países se ven presionados principalmente a comprometerse a tener cero emisiones netas de carbono (dióxido, CO2) para 2050 en virtud de ese acuerdo. Mientras tanto, las emisiones mundiales de carbono, que ya están cerca de los niveles previos a la pandemia de covid-19, aumentan rápidamente a pesar del aumento de los precios de los combustibles fósiles.
Las emisiones procedentes de la quema de carbón y gas son ahora mayores ahora que en 2019. Se espera que el consumo mundial de petróleo aumente a medida que el transporte se recupera de las restricciones de la pandemia.
En resumen, las emisiones de carbono están lejos de tender a cero en 2050.
Falsa promesa
En las sesiones de la 26 Conferencia de las Partes (COP26) sobre el clima, que se celebran en Glasgow hasta el viernes 12, la tarificación del carbono se presenta como el principal medio para reducir las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI). El presidente de la Unión Europea (UE) instó a poner un precio al carbono, mientras que el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, abogó por un impuesto mínimo global sobre el carbono.
Las empresas también se unen a la fijación de un precio único para el CO2, al alegar que es eficaz y justo. Sin embargo, apenas se discute cómo deberían distribuirse los ingresos recaudados entre los países, y mucho menos para apoyar los esfuerzos de adaptación y mitigación de los países más pobres.
El precio del carbono supuestamente penaliza a los emisores de CO2 por las pérdidas económicas debidas al calentamiento global. Los ciudadanos asumen los costes del calentamiento global, por ejemplo, los daños debidos a la subida del nivel del mar, los fenómenos meteorológicos extremos, los cambios en las precipitaciones, las sequías o el aumento de los gastos sanitarios y de otro tipo.
Pero hay pocos esfuerzos o pruebas de compensación a los perjudicados.
Por ello, los países más pobres se muestran comprensiblemente escépticos, sobre todo porque los países ricos no han cumplido su promesa de aportar 100 000 millones de dólares anuales para la financiación del clima.
Se dice que la solución del mercado de precios del CO2 es la herramienta más poderosa del arsenal de la política climática. Pretende disuadir y, por tanto, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, a la vez que incentivar el cambio de inversiones de la quema de combustibles fósiles a tecnologías de generación de energía más limpias.
No es una bala de plata
El impacto real de la tarificación del carbono ha sido, de hecho, marginal, reduciendo las emisiones en menos de 2 % anual.
Este impacto sigue siendo pequeño, ya que los emisores apenas pagan. La mayoría no se inmuta y sigue utilizando la energía procedente de la combustión de combustibles fósiles. Además, muchos trasladan fácilmente la carga del impuesto sobre el carbono a otros cuyo gasto no es lo suficientemente sensible al precio.
Solo 22 % de los gases de efecto invernadero producidos en el mundo están sujetos a la tarificación del carbono, ¡con una media de solo tres dólares por tonelada! Por lo tanto, estos incentivos de precios por sí solos no pueden desalentar de forma significativa las altas emisiones de GEI, ni acelerar en gran medida el uso generalizado de las tecnologías bajas en carbono.
Vale decir: los poderosos intereses de las empresas de combustibles fósiles se han asegurado de que los precios del carbono no sean lo suficientemente altos como para obligar a los usuarios a cambiar de fuentes de energía.
Así, las políticas actuales de fijación de precios del CO2 son modestas y menos ambiciosas de lo que podrían y deberían ser. Mientras tanto, varios factores han socavado la capacidad de los impuestos sobre el carbono como herramienta para acelerar la descarbonización.
En primer lugar, los impuestos sobre el carbono nunca han proporcionado realmente mucha financiación para el clima.
En segundo lugar, los impuestos sobre el CO2 tergiversan el cambio climático como un fallo del mercado, no como un problema sistémico fundamental.
En tercer lugar, busca la eficiencia, no la eficacia. Por lo tanto, no trata el calentamiento global como una amenaza urgente.
En cuarto lugar, las señales de mercado de los impuestos sobre el carbono buscan optimizar el statu quo, en lugar de transformar los sistemas responsables del calentamiento global.
Quinto, ofrece una solución universal engañosamente simplista, en lugar de un enfoque político sensible a las circunstancias.
Y en sexto lugar, ignora las realidades políticas, especialmente las diferencias de poder e influencia de los principales interesados.
Injusto para los pobres
Aunque se introduzca gradualmente, el impuesto fijo sobre el carbono gravará más a los países más pobres. Y lo que es peor, la fijación del precio del carbono es regresiva y perjudica más a los pobres.
Como resultado, la carga de los impuestos sobre el CO2 es más pesada para los consumidores medios de los países pobres que para los consumidores pobres de los países medios.
Un estudio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) demostró que un impuesto mundial sobre el carbono aparentemente justo y uniforme gravaría, en proporción al producto interno bruto (PIB), a los países del Sur en desarrollo mucho más que a los países del Norte industrial.
En consecuencia, aunque las emisiones por persona de los países más pobres son mucho menores que las de los ricos, un impuesto único sobre el CO2 grava mucho más a los países en desarrollo.
Además, un impuesto estándar sobre el carbono grava más a los grupos de bajos ingresos, al aumentar los costos de la energía directamente, y también los de todos los bienes y servicios que requieren el uso de energía.
Con este impuesto aparentemente justo y único, los hogares y los países de bajos ingresos pagan mucho más relativamente.
Desde el punto de vista analítico, estos efectos distributivos pueden evitarse con una tarificación diferenciada, por ejemplo, aumentando los precios para reflejar la cantidad de energía utilizada.
También pueden ayudar los mecanismos de compensación, como las subvenciones o las transferencias de efectivo a los grupos de bajos ingresos.
Pero estos son difíciles desde el ángulo administrativo, en especial para los países pobres, con sistemas fiscales y de asistencia social limitados. Además, la focalización efectiva de las poblaciones vulnerables es enormemente problemática en la práctica.
¿Misión imposible?
Las políticas selectivas de inversión y promoción de la tecnología son mucho más eficaces para fomentar la energía limpia y reducir las emisiones de GEI.
Se requieren enormes inversiones en energía solar, hidroeléctrica y eólica, así como en transporte público, que suelen implicar altos costes iniciales y bajos rendimientos. De ahí que la inversión pública tenga que liderar a menudo.
Pero la mayoría de los países en desarrollo carecen de la capacidad fiscal necesaria para llevar a cabo estos grandes programas de inversión pública.
Se necesitan urgentemente grandes aumentos de la financiación compensatoria, de la ayuda oficial al desarrollo y de los préstamos en condiciones favorables, pero esto no se ha producido pese a los muchas negociaciones y algunos acuerdos al respecto.
En general, las iniciativas de financiación del clima deben mejorar los incentivos para la mitigación, mientras que ahora financian mucho más la adaptación al clima en los países en desarrollo.
Potencialmente, un impuesto sobre las emisiones de CO2 podría aportar muchos más recursos para cubrir esas necesidades de financiación internacional, pero para ello se necesitan medidas redistributivas adecuadas que nunca se han negociado seriamente.
Impuestos sobre el carbono ayudarían
Incluso sin un precio del CO2 ostensiblemente determinado por el mercado, gravar las emisiones de GEI haría que las energías renovables fueran más competitivas en cuanto a precios.
La ONU abogó por un nuevo acuerdo ecológico global en respuesta a la crisis financiera mundial de 2008-2009. Señaló que un impuesto de 50 dólares por tonelada haría que las energías renovables fueran más competitivas desde el punto de vista comercial, además de movilizar 500 000 millones de dólares anuales para la financiación del clima.
Una nota interna del personal del Fondo Monetario Internacional (FMI) de mediados de 2021 ha propuesto un precio mínimo internacional del carbono.
Esto pondría en marcha las reducciones de emisiones con la exigencia a los gobiernos del Grupo de los 20 (G20) de mayores economías industriales y emergentes de que apliquen unos precios mínimos del carbono.
Involucrar a los mayores países emisores tendría muchas consecuencias y evitaría las dificultades de la acción colectiva entre las 196 Partes que participan en las cumbres climáticas, 193 Estados miembros de la ONU.
El sistema podría diseñarse de forma pragmática para que fuera más equitativo, y para todos los tipos de GEI, no solo para las emisiones de CO2.
Pero incluso un precio global del carbono de 75 dólares/tonelada solo reduciría las emisiones lo suficiente como para mantener el calentamiento global por debajo de los 2 C, y no de los 1,5 C necesarios, el objetivo del Acuerdo de París sobre cambio climático que se aprobó en 2015 y se comenzó a implementar el año pasado.
T: MF / ED: EG