RÍO DE JANEIRO – “La soga ya se rompió”, afirmó el presidente Jair Bolsonaro en una declaración de guerra a las altas cortes del sistema judicial de Brasil, que adoptaron duras medidas contra seguidores radicales del gobierno de extrema derecha.
La admisión del conflicto ineludible se hizo explicita en una entrevista con el Canal Rural, una emisora de televisión por suscripción, especializada en agricultura, concedida el 20 de agosto y difundida cuatro días después.
El deterioro del cuadro político en este país sudamericano, con la confrontación abierta entre los tribunales superiores y el bolsonarismo, tiende a un desenlace que puede sellar el destino de la democracia brasileña en el futuro próximo. Bolsonaro cuenta con apoyo militar, pero perdió gran parte de la popularidad que le aseguró el triunfo electoral en 2018.
El mismo 20 de agosto, Bolsonaro envió al Senado un pedido para la inhabilitación de un juez del Supremo Tribunal Federal (STF), Alexandre Moraes.
La iniciativa está prevista en la Constitución pero nunca se había aplicado y, según el consenso de los analistas, está condenada al fracaso. Pero sirve para intensificar la beligerancia del Poder Ejecutivo con el Judicial.
Es una evidente retaliación a las medidas que el magistrado puso en marcha en los días anteriores. Detuvo al exdiputado Roberto Jefferson, presidente del Partido Trabalhista (laborista) Brasileño y convertido hace poco en furibundo aliado de Bolsonaro, acusado de ofender al STF, al calificarlo de “criminal”, “corrupto” y “comunista”, y amenazar a sus jueces en videos en que aparece con armas de fuego.
Moraes conduce una investigación sobre la difusión masiva y organizada de noticias falsas, así como los llamados a la intervención militar y al cierre del STF y del legislativo Congreso.
El mismo 20 de agosto el juez había autorizado una operación de la Policía Federal para la búsqueda de documentos y posibles pruebas en equipos como computadoras y teléfonos móviles, en las residencias y oficinas de 10 personas, investigadas por presuntamente incitar a la violencia contra el STF y los legisladores.
Entre esos esos indiciados están el bolsonarista diputado Otoni de Paula del Partido Social Cristiano , el conocido cantante Sergio Reis y el presidente de la Asociación Brasileira de Productores de Soja y Maíz, Antonio Galvan. Reis apareció en dos videos llamando a la invasión del STF, en Brasilia, durante las manifestaciones de apoyo a Bolsonaro el próximo 7 de septiembre, Día de la Patria.
Además, el Tribunal Superior Electoral (TSE), responsable del proceso de elección de las autoridades políticas, prohibió a las plataformas de comunicación, como YouTube y Facebook, de remunerar a 11 personas, tres publicaciones digitales y un movimiento político, identificados como difusores de mensajes con falsedades.
Las investigaciones revelaron que los propagandistas del bolsonarismo se financian al convertir la difusión de noticias falsas en un buen negocio.
Bolsonaro y sus adeptos acusan a los jueces de atropellar la libertad de expresión, basados en sus criterios parcializados. Se instauró una “dictadura de la toga”, señalan.
Calumnias, amenazas, incitaciones a la violencia y mentiras a veces fatales, como las que promueven falsos medicamentos para la covid-19, no se incluyen en la libertad de expresión, contrarrestan las autoridades judiciales.
Las afirmaciones de Bolsonaro de que el STF y el TSE “sobrepasaron los límites”, y el llamado de los activistas a la destitución “a fuerza” de sus jueces, elevaron la tensión entre los poderes Ejecutivo y Judicial.
El presidente acusa de “inconstitucional” la decisión del STF de abrir las investigaciones sobre grupos organizados que difunden noticias falsas, porque surgió como iniciativa propia y no a pedido del Ministerio Público (fiscalía general), como es usual.
Moraes, el juez encargado del proceso, no puede él mismo abrir la investigación y ser a la vez la víctima, el investigador y el juez, argumenta Bolsonaro, basado en la opinión de muchos juristas que criticaron el llamado “proceso de las fake news”, por contrariar normas que separan las funciones del fiscal y el juez.
Pero ese proceso fue aprobado por los 11 jueces del STF, porque sería legitimado por el reglamento de la máxima corte del país que permite asumir iniciativa, cuando las amenazas y ofensas ocurren en su sede y afectan la seguridad de sus miembros y familia.
Bolsonaro requirió al STF alterar su propio reglamento, para suprimir esa prerrogativa que estimularía “violaciones a la Constitución”.
La incorporación del propio presidente Bolsonaro entre los investigados, después de sus reiteradas declaraciones de que “sin el voto impreso, no habrá elecciones en 2022” y de que la votación electrónica es sinónimo de fraudes, intensificó los ataques al STF y a Moraes.
La agresividad de los bolsonaristas se ha recrudecido las últimas semanas y se teme que sus manifestaciones el 7 de septiembre degeneren en violencia, especialmente en Brasilia, donde están sus enemigos, especialmente las sedes del Poder Judicial y del Congreso Nacional.
El Senado está bajo presión especial porque le toca decidir sobre el pedido de inhabilitación de Moraes, el principal objetivo de los bolsonaistas en el Supremo Tribunal Federal.
Pero actualmente Bolsonaro convive bien con el Congreso, compuesto de la Cámara de Diputados y el Senado, desde que negoció, en abril de 2020, un alianza con el bloque pragmático de centro, apodado el “Centrão” (Gran Centro), para asegurarse un sostén parlamentario y evitar una inhabilitación política.
Sin partido desde fines de 2019, cuando dejó el Partido Social Liberal (PSL) con el que ganó la presidencia en octubre de 2018, Bolsonaro carece de un apoyo parlamentario permanente.
Se volvió vulnerable a un proceso de inhabilitación al desatar una ola de ataques al Congreso y al STF, comenzados en marzo de 2020, a la vez que intentaba imponer su negacionismo ante la de covid-19.
Su actitud impuso un mal manejo de la pandemia y convirtió a este país en uno con el mayor número de casos y de muertes del mundo. Una gestión también está siendo investigada por una comisión especial del Senado y arrojaría un resultado muy negativo para el presidente.
Aliarse con los políticos que antes abominaba le brindó alguna seguridad y lo reconcilió con el Congreso, donde había sido un gris diputado durante 28 años. Para eso tuvo también que ceder parte del presupuesto a diputados y senadores que eligen los proyectos de su interés que recibirán los recursos.
Un mecanismo que él antes consideraba inaceptable, una corrupción.
De esa forma, el presidente puede contar con un respaldo parlamentario tranquilizador, aunque sin una mayoría estable para aprobar propuestas polémicas. No logró aprobar, por ejemplo, el proyecto de enmienda constitucional para restablecer el voto impreso, extinto en Brasil desde el año 2000.
Puede así concentrar su fuego contra el sistema judicial, especialmente el STF que acusa de trabar su gobierno. Pero los fallos adversos en general impidieron acciones destructivas, como revocación de normas ambientales o de medidas preventivas contra la covid-19, y no proyectos constructivos.
La pérdida de popularidad, a causa de la funesta gestión de la pandemia y retrocesos desastrosos en muchos sectores, como el ambiente, la educación, la seguridad alimentaria, la cultura y la política externa, parece incrementar la agresividad de Bolsonaro contra las reglas democráticas.
La frustración de una recuperación económica, con 14,8 millones de desempleados y la inflación de 8,99 por ciento acumulada en los 12 últimos meses, ayuda a arruinar el futuro político de Bolsonaro y su extrema derecha militar, a 14 meses de las próximas elecciones presidenciales.
En contrapartida parece fortalecida, entre los jueces y los fiscales del Ministerio Público, la decisión de resistir las embestidas autoritarias. No solo avanzan las acciones contra las noticias falsas y los mensajes del “gabinete del odio”, sino también las que buscan enjuiciar otros bolsonaristas incluso por corrupción.
La debilidad política del gobierno favorece las acciones judiciales contra sus miembros. Además muchos jueces se asustaron con la experiencia de sus colegas bajo otros gobiernos de extrema derecha, informó Maria Cristina Fernandes, en su columna en el diario Valor Económico el 19 de agosto.
En Turquía la dictadura detuvo a 4500 jueces e incautó sus bienes en los últimos cinco años. Muchas de sus familias dependen de ayuda humanitaria europea, centenares siguen presos y otros se exiliaron.
En Hungría el gobierno nombró 1284 nuevos jueces para sustituir los forzados a renunciar. En Polonia los jueces viven bajo amenazas. Y la magistratura vio reducida su independencia en 72 por ciento de los países del mundo.
Es lo que informó el presidente de la Asociación Europea de Magistrados, José Igreja Matos, en una conferencia virtual en el inicio de agosto, según la columnista.
ED: EG