El presidente Jair Bolsonaro afirma que tiene al pueblo, Dios y las Fuerzas Armadas a su lado, pero quiere armar la población para “impedir dictaduras” en Brasil.
Los generales que componen su gobierno y los comandantes de las instituciones militares parecen tolerar esas afirmaciones aun sean dichas como amenazas autoritarias. Ello siembra incertidumbres sobre la posibilidad de un autogolpe de Estado con participación castrense.
De hecho, se hizo más claro en mayo que Brasil tiene un gobierno netamente militar y se metió en un callejón político-institucional sin buena salida, cuando en octubre de 2018 eligió al ultraderechista Bolsonaro como presidente.
Las frecuentes embestidas de bolsonaristas ese mes, que se congregan en Brasilia y otras ciudades, para reclamar la intervención militar contra el legislativo Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal (STF), acusados de obstruir el Poder Ejecutivo, exacerbaron los temores que impulsaron varios manifiestos en defensa de la democracia en estos días.
Miles de intelectuales y artistas por un lado, abogados y juristas por otro, además de políticos, asociaciones profesionales y ciudadanos comunes firmaron notas de rechazo a salidas inconstitucionales para la crisis política agravada por la pandemia de covid-19.
Hinchas de equipos rivales de fútbol se unieron en defensa de la democracia en las calles de São Paulo y Río de Janeiro, pese a la pandemia y la represión policial.
Se habla más de la democracia en riesgo, pero es la nación que ya vive un proceso de deterioro de sus bases, como el federalismo, afectado por los conflictos del presidente con los gobernadores de los estados, y el Estado laico supeditado a la opción presidencial por el evangelismo pentecostal.
Bolsonaro anunció, por ejemplo, que nombrará un jurista “terriblemente evangélico” para el STF, cuando se jubile uno de sus 11 magistrados, lo que debe ocurrir en noviembre.
Su promesa de un “lugar destacado” para el Brasil en el mundo, se tradujo en lo contrario por sus políticas exterior, ambiental y sanitaria que destruyeron la credibilidad que la diplomacia brasileña había acumulado en cuatro décadas.
Viajeros brasileños se quejan de que se les trata con desconfianza y contrariedad, en países donde antes eran acogidos con admiración por la alegría y la cultura brasileña.
“Brasil no es una tierra vacía donde pretendemos construir cosas para nuestro pueblo. Tenemos que desconstruir muchas cosas, deshacer muchas cosas para luego empezaremos a hacer”, afirmó Bolsonaro ya el 27 de marzo de 2019, durante una visita a Washington.
El sentido de esa destrucción inicial se aclara con el discurso de su toma de posesión, el 1 de enero de 2019, cuando anunció que “este es el día en que el pueblo empezó a liberarse del socialismo, de la inversión de valores, de lo políticamente correcto y del gigantismo estatal”.
Es largo un listado de áreas en que su gobierno va destruyendo la herencia material e inmaterial de ese supuesto período socialista brasileño.
El ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, se empeña en reducir las reglas y exigencias del sistema de protección ambiental construido desde los años 80. Hay que aprovechar ese momento en que la prensa está ocupada con la pandemia, dijo en la polémica reunión del Consejo de Ministros del 22 de abril, hecha pública por el STF, en que se desnudó como se maneja el gobierno puertas adentro.
Desde el inicio de su gestión, Salles viene debilitando los dos institutos que ejecutan las políticas del sector, el de Medio Ambiente (Ibama) y el de Biodiversidad, hoy dirigidos por policías militares de São Paulo, sin los conocimientos indispensables para sus tareas.
Ello contribuye a la deforestación de la Amazonia y de la Mata Atlántica, biomas que aseguran lluvias a la gran producción de granos de Brasil y a la zona costera donde vive la mayor parte de los brasileños.
Las poblaciones indígenas y quilombolas (comunidades descendientes de afrobrasileños) están ahora más vulnerables a los invasores de sus tierras y sin atención a sus derechos.
La gubernamental Fundación Palmares, dedicada a la promoción cultural y social de los negros, vive una situación insólita. Su nuevo presidente, Sergio Camargo, es negro pero califica los movimientos negros de “una escoria maldita” que debería eliminarse. Y dijo que la esclavitud fue “benéfica”, ya que los afrodescendientes en Brasil viven mejor que los africanos, en su opinión.
También vive un drama similar no gubernamental Fundación Nacional del Indígena, y poco puede hacer por los indígenas.
El periodismo es otro objetivo permanente de Bolsonaro y sus adeptos. “Mentirosos, basura, ratones, comunistas” son algunos reproches a los periodistas, que en varios casos ya fueron agredidos físicamente.
Pero los efectos más destructivos para la nación pueden derivar del desenlace de la crisis política, acelerada por la pandemia y procesos judiciales que pueden conducir a la inhabilitación del mandatario.
Es difícil que los militares acepten un final tan melancólico del gobierno que los representa.
No solo pertenecen al estamento castrense el presidente, un capitán retirado del Ejército que hizo una carrera política estrechamente vinculada a los cuarteles, y su vicepresidente, Hamilton Mourão, un general retirado. También son militares nueve de los 22 actuales miembros del gabinete ministerial brasileño.
Más que todo eso, la vuelta al poder, 35 años después del fin de la dictadura militar (1964-1985), significa para el sector castrense su redención, la posibilidad de corregir el juicio histórico negativo dominante, una injusticia de que los militares se creen víctimas, al ser vinculados a las torturas, asesinatos y desaparecimientos de presos políticos.
La versión aún sostenida entre buena parte de ellos es de que no hubo dictadura o, si la reconocen, se trató de un contragolpe para evitar el comunismo, ese si totalitario. Generales dictadores y torturadores siguen homenajeados en colegios, academias y clubes militares.
El ministro de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, celebró el 31 de marzo el 56 aniversario de lo que calificó como el “movimiento de 1964 (que) es un marco para la democracia brasileña”, sin reconocer que fue el golpe inaugural de la dictadura.
Entre esa mayoría del estamento castrense, unos “héroes” que derrotaron las guerrillas opositoras fueron tratados como verdugos, pero tienen ahora su revancha, la oportunidad de reescribir la historia y superar décadas de resentimiento.
Para Bolsonaro y sus allegados la guerra continua, porque el comunismo aún intenta dominar el mundo por el “marxismo cultural”, una lectura conspiratoria del comunista italiano Antonio Gramsci, en que el canciller Ernesto Araújo suma a las Naciones Unidas y el “alarmismo climático”.
El credo bolsonarista se alimenta también de intensa difusión de noticias falsas, sesgadas o paranoicas. La ministra de la Mujer, Familia y Derechos Humanos, Damares Alves, por ejemplo, acusó la oposición de infectar indígenas con el coronavirus en la Amazonia para echar la culpa a Bolsonaro.
“Sin guerra cultural no hay bolsonarismo. Pero con guerra cultural no puede haber gobierno de Bolsonaro”, sostiene João Castro Rocha, profesor de literatura comparada de la Universidad del Estado de Río de Janeiro y autor del libro “Guerra y retórica del odio”, que será publicado a final de este mes de junio.
Mentiras y teorías conspiratorias pueden ayudar a un triunfo electoral, pero no permiten gobernar.
El probable fracaso de Bolsonaro, agravado por las muertes por la pandemia de la covid-19 atribuibles a la mala gestión del presidente -quien por ejemplo sustituyó a dos ministros de salud, ambos médicos, por un general- arrastraría las Fuerzas Armadas y las llevaría de nuevo al purgatorio.
Mayor sería el desastre si se involucran en una aventura golpista.
Pero la tentación de hacerlo es fuerte.
La extrema derecha y los militares, por lo menos los más viejos, tienen como utopía movilizadora el “milagro económico” de 1968 a 1973, años del “Brasil Grande”, de más violencia dictatorial y del combate a la oposición armada.
En esa época y años siguientes se graduaron en la academia militar como oficiales el presidente y sus ministros generales.
«Queremos un Brasil similar al que teníamos 40, 50 años atrás», apuntó Bolsonaro poco antes de ganar las elecciones.
“Era rico cantar ‘Pra frente Brasil’ (Adelane Brasil)”, canción que celebraba el fútbol tricampeón mundial de 1970, recordó Regina Duarte, la actriz de telenovelas que fue secretaria de Educación de marzo a mayo.
No es coincidencia que los bolsonaristas radicales reclaman el AI-5, el Acta Institucional 5, el instrumento que endureció la dictadura en diciembre de 1968, para proscribir los parlamentos regionales y el nacional y suspender derechos civiles y políticos.
Ed: EG