El coronavirus es comunista y la exageración de la prensa en agrandar su amenaza diseminó el pánico y la dictadura del confinamiento, que autoridades regionales y municipales están imponiendo a la población, sostienen miembros y adeptos del gobierno de Brasil.
La elección como presidente de Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército, en octubre de 2018, condujo al poder una lógica singular de pensamiento, que contraría consensos mundiales, descarta por “mentiroso” a todo el periodismo y celebra la dictadura mientras afirma luchar por la libertad.
El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, afirma tajantemente que “fascismo y nazismo son fenómenos de izquierda”. Bolsonaro coincide y argumenta que el partido del Tercer Reich alemán se llamaba NacionalSocialista.
Araújo apodó “comunavirus” al Sars-CoV-2, para alertar que los comunistas aprovechan la pandemia como una “oportunidad de construir un orden mundial sin naciones y sin libertad», en un artículo condenatorio sobre al libro del filósofo esloveno Slavoj Zizek “Pandemia”, que en Brasil recibió el subtítulo “Covid-19 y la reinvención del comunismo”.
Parece poco posible gobernar un país de grandes dimensiones, complejo y multirracial como Brasil, con 211 millones de habitantes, con las creencias e idiosincrasias de Bolsonaro, su equipo y sus adeptos.
El periodista alemán Philipp Lichterbeck comparó la forma “bolsonarista” de encarar la realidad al conductor que toma la vía opuesta en una carretera y, al escuchar la noticia de que hay un vehículo circulando en contramano, grita: “Los medios de comunicación mienten, no es uno, sino miles”.
La reunión del gabinete ministerial del 22 de abril dejó patentes los desvaríos oficiales.
Su registro en video se hizo público por decisión del Supremo Tribunal Federal (STF), como parte de un proceso contra Bolsonaro, por su supuesto intento de interferir en las labores de la Policía Federal para proteger sus hijos de investigaciones sobre corrupción y uso ilegal de las redes sociales.
“La más grande violación de los derechos humanos en la historia de Brasil de los últimos 30 años está ocurriendo en este momento”, denunció en forma exaltada la ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, Damares Alves, ante sus colegas de gobierno.
Ella se refería a las reglas del aislamiento y el distanciamiento interpersonal con que gobernadores de los 27 estados brasileños y alcaldes intentan contener la covid-19 desde marzo, en oposición al presidente, partidario de la libre actividad económica y del “aislamiento vertical”, limitado a ancianos y otras personas vulnerables si contraen la enfermedad.
“Estamos pidiendo la prisión de algunos gobernadores y alcaldes”, anunció, enfurecida especialmente con un gobernador que, según ella, había decretado en la víspera que “la policía podrá entrar a las casas sin mandato (judicial)” para obligar al cumplimiento de la cuarentena.
No se conoce, 52 días después, ningún caso de detención por ese motivo, pero por lo menos dos gobernadores están bajo investigación policial, por sospecha de fraude y corrupción en operaciones de emergencia para combatir la pandemia, como la compra de respiradores y la construcción de hospitales de campaña.
El bolsonarismo, una corriente de extrema derecha, nostálgica de la dictadura militar brasileña (1964-1985), aboga por la democracia y la libertad contra el manejo del coronavirus que considera autoritario, en un país donde las autoridades estadales y municipales tienen el rol operativo en la gestión sanitaria.
Otro indignado con la “tiranía” de las autoridades locales es Pedro Guimarães, presidente de la Caja Económica Federal, el banco estatal para el área social.
“Si fuera conmigo yo cogería mis 15 armas… (para) matar o morir”, bramó en la reunión ministerial, al recordar que en la víspera la esposa y la hija de un diputado oficialista, fueron detenidas por la policía y metidas en la camioneta de presos, porque nadaban en una playa de Río de Janeiro, cerrada por las restricciones de movilidad.
En Brasil se armó un enredo que deja pocas posibilidades de evitar una catástrofe sanitaria y económica, por ende social. Falta cohesión nacional y es escasa la cooperación entre las entidades territoriales.
Los alcaldes y gobernadores tienen autonomía, reconfirmada por el STF, para impulsar las medidas que juzgan necesarias para contener los contagios, pero enfrentan el permanente saboteo por parte del gobierno central, intensificado tras la caída de los dos ministros de Salud que discrepaban del presidente, el 16 de abril y 15 de mayo.
El ministro interino actual es el general Eduardo Pazuello que colocó a cerca de otros 20 militares en su plana mayor, todos sin experiencia en gestión sanitaria, mucho menos en las complejidades epidemiológicas.
Además la epidemia agravó la crisis política interna.
Gran parte de los brasileños temen un golpe de Estado ante las amenazas de Bolsonaro y la permanente agitación de sus adeptos más radicales que reclaman una “intervención militar” y el cierre del legislativo Congreso Nacional y el STF, a los que acusan de bloquear las acciones del presidente.
Hay nueve militares, la mayoría generales del Ejército, entre los 22 ministros y se estima que provienen de las Fuerzas Armadas 3000 funcionarios de rango superior en el gobierno
“Quiero todos armados, el pueblo armado jamás será esclavizado. Estoy armando al pueblo porque no quiero una dictadura”, afirmó Bolsonaro durante la reunión ministerial del 22 de abril.
“Yo soy la Constitución” y “tenemos las Fuerzas Armadas a nuestro lado”, acotó en una de las manifestaciones de sus adeptos en Brasilia en mayo, para asustar más aún los opositores.
Ofensas a periodistas, muchas veces maltratados con un “cállate”, y a los medios tildados de “basura”, confirman el antagonismo de Bolsonaro con la libertad de expresión y de prensa.
A una periodista que reveló el apoyo ilegal de empresarios a su campaña electoral, el presidente la insultó de forma asquerosa, insinuando que ella habría usado la seducción sexual para obtener informaciones. A otro intentó humillarlo atribuyéndole una “terrible cara de homosexual”.
Más preocupante es constatar que su gente, incluyendo los militares, descartan las informaciones periodísticas, y se alimentan de cuentas de extrema derecha en las redes sociales, donde son usuales las noticias falsas (fake news) o sesgadas.
“El noticiero de las redes de televisión, diarios y radios, con poquísimas excepciones, es tendencioso, deshonesto, mentiroso y canalla”, dice un manifiesto firmado por 93 oficiales, la mayoría coroneles, que confiesan acompañar los hechos por las redes sociales.
Ellos manifestaban solidaridad al ministro del Gabinente de Seguridad Institucional, el general Augusto Heleno Pereira, en su altercado con el STF, ante la posibilidad del tribunal incautar el teléfono celular del presidente Bolsonaro para buscar pruebas de su interferencia en la Policía Federal.
El general divulgó una nota amenazadora, señalando como “inadmisible” y de “consecuencias imprevisibles” esa eventual incautación.
Hay disensos también entre las convicciones del bolsonarismo y el Estado laico establecido en la Constitución de 1998.
“Es el momento de la iglesia gobernar”, dijo la ministra Alves, una ultraconservadora pastora de la confesión evangélica, que hace algunos años anunciaba que “no es la política que transformará esta nación, es la iglesia”.
También Bolsonaro, igualmente seguidor del evangelismo, ya dijo que “nosotros somos cristianos y ese espíritu debe de estar presente en todos los poderes”. Y prometió que el próximo magistrado del STF será uno “terriblemente evangélico”.
Las incompatibilidades con el pensamiento pedagógico actual aparecen igualmente en educación. El ministro de esa área, Abraham Weintraub, ya acusó a las universidades de cultivar marihuana en grandes extensiones, mientras comete habitualmente errores ortográficos.
Escribió, por ejemplo, “impreCionante” en un documento oficial, Además dice odiar la expresión “pueblos indígenas” e igualmente al pedagogo Paulo Freire, padre de la educación brasileña moderna.
Ed: EG