Los electores de Brasil ignoraron amenazas a la democracia y optaron por cambiar radicalmente la política nacional, con un vuelco a la extrema derecha, vinculada con militares, como siempre sucede en el país.
Jair Bolsonaro, excapitán del Ejército de 63 años, fue elegido como el 42 presidente de Brasil, con 55,13 por ciento de los votos válidos en la segunda vuelta del domingo 28, encabezando a un grupo de generales retirados, como su vicepresidente, Hamilton Mourão, y otros apuntados como futuros ministros.
Su triunfo, que lo convertirá en el inquilino del Palacio de Planalto, sede de la presidencia, desde el 1 de enero, provocó un inesperado terremoto, diezmando partidos y líderes tradicionales.
El efecto Bolsonaro impulsó una amplia renovación del parlamento, con la elección de muchos militares, policías, religiosos y activistas de derecha.
Su Partido Social Liberal (PSL), antes minúsculo, ascendió a la segunda mayor fuerza en la Cámara de Diputados, con 52 representantes. Los estados más poblados y ricos del país, São Paulo, Minas Gerais y Río de Janeiro, eligieron a aliados suyos como gobernadores, dos de los cuales sin experiencia política.
Brasil se inserta así, a su modo, en la ola mundial que fortalece la derecha y en algunos casos logró elegir gobiernos autoritarios, como en Filipinas, Turquía, Hungría y Polonia, a los cuales se podría sumar, entre otros, a Estados Unidos bajo Donald Trump.
La irrupción de Bolsonaro como protagonista de ese proceso solo se reveló en vísperas de la primera vuelta electoral, el 7 de octubre.
Poco se esperaba del candidato de un partido considerado “enano”, sin tiempo en la cadena nacional de televisión que el sistema electoral destina a los partidos y con un currículo de 27 años como oscuro diputado, solo conocido por sus diatribas y prejuicios declarados contra mujeres, negros, indígenas, minorías sexuales y pobres.
Pero desde las elecciones presidenciales anteriores, de 2014, Bolsonaro viajaba por este extenso país y usaba las comunicaciones por Internet para preparar su candidatura.
Al inicio de 2018 las encuestas le adjudicaban cerca de 10 por ciento de la intención de voto, que casi se duplicó en agosto, al comenzar oficialmente campaña electoral.
Ese crecimiento no preocupaba a sus posibles oponentes, que lo preferían como adversario más fácil de derrotar en una segunda vuelta, si ningún aspirante obtenía la mayoría absoluta de votos válidos. Se suponía que su votación estaría lastrado por el rechazo a un candidato de extrema derecha, con manifestaciones antidemocráticas.
Pero eso no se aplicó en unas elecciones insólitas. El favorito era el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011) , que el izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) insistió en postular, aunque estuviera encarcelado por corrupción desde abril, y solo lo sustituyó el 11 de septiembre por Fernando Haddad, exministro de Educación y ex alcalde de São Paulo.
Cinco días antes, Bolsonaro había sido acuchillado en el abdomen por un agresor solitario, durante una manifestación electoral en Juiz de Fora, a 180 kilómetros de Río de Janeiro.
El atentado pudo ser decisivo para su triunfo, al rendirle mucha publicidad y convertirlo en víctima, se especula. Además le permitió evitar los debates con otros candidatos, que podrían desnudar sus debilidades y contradicciones.
Pero dos cirugías, 23 días en un hospital y la inmovilización en su casa, en la zona oeste de esta ciudad carioca, por una colostomía temporal, le impidieron participar en actos electorales. Por eso concentró su propaganda en Internet y redes sociales, que se revelaron su gran arma de comunicación.
El uso masivo de a aplicación de WhatsApp para atacar a Haddad despertó sospechas de que empresarios financiaron centros de difusión de noticias falsas, violando leyes electorales, como denunció el diario Folha de São Paulo el 18 de octubre. El posible delito está bajo investigación de la justicia electoral.
La campaña recién concluida en Brasil ya derivó en un debate sobre el papel de esa red telefónica de mensajería gratuita, y las llamadas noticias falsas (“fake news”, en inglés) en las distorsiones electorales.
Las redes sociales fueron decisivas para Bolsonaro que partió de cero, prácticamente sin partido, ni recursos financieros, ni el respaldo de medios de comunicación tradicionales. La movilización de adeptos fue “espontanea”, según el candidato.
Brasil, el país más extenso y poblado de América Latina, con 208 millones de habitantes, es uno de los cinco países del mundo con más usuarios en las redes sociales, con 120 millones de personas suscritas a WhatsApp y 125 millones a Facebook.
Pero esos instrumentos solo tuvieron éxito porque el militar de la reserva logró personificar las demandas de la población, pese o justamente debido a su radicalismo derechista.
Apareció como el más decidido enemigo de la corrupción y del PT, cuyos gobiernos de 2003 a 2016 son responsabilizados de la corrupción sistémica en la política y los errores que provocaron la peor recesión económica del país, entre 2014 y 2016.
Como militar y religioso, recién convertido a una iglesia evangélica, asegura un combate sin limitaciones legales a la delincuencia, que tiene asustada a la población, y el rescate de la familia convencional, que según expresa con su contundencia y discurso muchas veces intemperante, destruyeron el feminismo y otros movimientos.
Al área económica sedujo con la adhesión al neoliberalismo, representado por el economista Paulo Guedes, presentado como futuro ministro con plenos poderes.
La promesa de reducir el tamaño del Estado y los impuestos ambientales, entre otras medidas, le garantizó el apoyo del gran sector agropecuario exportador, especialmente ganaderos y productores de soja.
La coyuntura de crisis económica y de seguridad pública, sumada a una ola conservadora en los hábitos y costumbres de esta sociedad hasta ahora plural y abierta, favoreció aglutinar el respaldo mayoritario, neutralizando incertidumbres generadas por su discurso autoritario o su inexperiencia en gestión pública.
Bolsonaro anunció que gobernará para todos, defendiendo “la Constitución, la democracia y la libertad”. “No es promesa de un partido, sino juramento de un hombre a Dios”, aseguró al celebrar su triunfo, conocido tres horas después de clausurada la votación.
Su discurso tranquiliza poco a la oposición, que encabezará el PT que, pese a la derrota, sale de esas elecciones como el mayor partido, con 56 diputados y cuatro gobernadores de estado.
Una semana antes dijo que en su gobierno “los delincuentes rojos serán barridos de nuestra patria”, refiriéndose a dirigentes del PT. A Haddad, de 55 años, amenazó con encarcerarlo.
En el pasado defendió las torturas y los torturadores de la dictadura militar y negó carácter dictatorial al régimen impuesto por las Fuerzas Armadas en 1964 y que se prolongó hasta 1985.
Sus brutales declaraciones son relativizadas por sus adeptos como “fanfarronadas” e incluso alabadas como franqueza y sinceridad.
El problema no son las declaraciones en sí mismas sino que revelan su persistente fidelidad a la formación que recibió en la Academia Militar en los años 70, en plena dictadura.
Considera como “democrático” el período de los generales-presidentes, ya que mantuvieron el parlamento y los tribunales, aunque con restricciones y sujetos a controles y purgas.
El triunfo de Bolsonaro, con 57,8 millones de votos, tiene además el efecto simbólico de una absolución de la dictadura militar por vía electoral, en desmedro de las convicciones democráticas.
Edición: Estrella Gutiérrez