Los burócratas de “El castillo”, de Franz Kafka, habrían admirado la grisura del término “interrogatorio mejorado” ideado por la administración de George W. Bush (2001-2009), y que no es más que un eufemismo nuevo para la vieja tortura.
Lamentablemente, el debate que desató un informe del Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos sobre la tortura omitió el quid del asunto.[pullquote]3[/pullquote]
El informe aportó pruebas contundentes de que la tortura no generó información útil. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) ya había concluido antes que la tortura es «ineficaz», «contraproducente» y «probablemente dará lugar a respuestas falsas».
Un agente de la Oficina Federal de Investigación (FBI) escribió que un preso había colaborado y proporcionado «importante información de inteligencia procesable» meses antes de ser torturado. Soldados y agentes de la CIA habrían cuestionado la legalidad de las políticas y se resistieron a llevarlas a cabo.
Un abogado del Departamento de Justicia de Bush reconoció que “es difícil cuantificar con seguridad y precisión la eficacia del programa». En cualquier caso, es intrínsecamente imposible saber si la información presuntamente obtenida mediante tortura no podría haberse conseguido mediante un interrogatorio legal.
Lo fundamental, sin embargo, es que si la tortura «funciona» o no es irrelevante.
El Tercer Convenio de Ginebra y la Convención contra la Tortura de la ONU no exceptúan las torturas que alguien considere «eficaces». Los códigos se basan en el frío cálculo de que, al aceptar no torturar a los no combatientes, los Estados pueden reducir la probabilidad de que sus propios no combatientes sean sometidos a torturas.
Los juicios posteriores a la Segunda Guerra Mundial enviaron a la cárcel y ordenaron la ejecución de oficiales alemanes y japoneses por crímenes de guerra, entre ellos la tortura. En Nuremberg y en Tokio se fijó el principio indeleble de que el desempeño de las responsabilidades de un funcionario de gobierno, o el seguir las órdenes de uno, no es una defensa contra las acusaciones de crímenes de guerra.
En el escenario empapado de sangre del siglo pasado, el perjuicio provocado por la tortura palidece ante el alcance del sufrimiento causado por las salvajadas «legales» de la guerra.
Sin embargo, si los dirigentes del imperio más rico y poderoso de la historia pueden afirmar que su defensa exige la tortura de sus prisioneros, ¿qué otro gobierno o actor no estatal dudará en decir lo mismo?
Dick Cheney, el exvicepresidente de Bush y actual director de marketing de la Inquisición española, dice que «lo haría de nuevo en un minuto”. Nadie debe dudar de su sinceridad.
Altos funcionarios del gobierno de Bush habrían presionado a los interrogadores para que encontraran “evidencia de cooperación entre” la red islamista “Al Qaeda y el régimen del fallecido dictador iraquí Sadam Hussein», en un esfuerzo por armar una justificación para la invasión de Iraq, según un ex alto funcionario de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y un ex psiquiatra del Ejército citado por la cadena de diarios McClatchy News. Esa evidencia nunca se encontró.
Pero más allá de esas órdenes inmediatas, la política de la tortura se entrelazó a la perfección con una guerra discrecional basada en mentiras y optimizada para causar «conmoción y estupor”. Este paquete ideológico afirmó el poder indiscutible de un «ejecutivo unitario» por encima de los controles y garantías constitucionales, el derecho nacional y los tratados internacionales.
«El presidente siempre tiene la razón”, declaró ante el Congreso legislativo el abogado del Departamento de Justicia, Steven Bradbury, como un reflejo de la autojustificación circular que hiciera el expresidente Richard Nixon (1969-1974) tres décadas antes.
Estratégicamente, el proyecto de Bush-Cheney lanzó bombas inteligentes conceptuales sobre la idea misma de los derechos humanos. El resto del mundo recibió el mensaje, y el daño a la seguridad nacional de Estados Unidos aún está por enmendarse.
Pero los «interrogatorios mejorados» tienen raíces que se remontan a décadas de colaboración de la CIA con las dictaduras de América Latina.
La Comisión Nacional de la Verdad de Brasil concluyó recientemente que, entre 1954 y 1996, Estados Unidos impartió «clases teóricas y prácticas en torturas» a unos 300 oficiales militares. La actual presidenta Dilma Rousseff fue una de las torturadas por la dictadura que gobernó al país más grande de América Latina entre 1964 y 1985.[related_articles]
Durante el último medio siglo, la CIA estuvo implicada en la prestación de una formación similar a las dictaduras militares de América Central y del Sur. Washington también les proporcionó ayuda y asesoramiento militar, participó en golpes de Estado contra gobiernos electos y fue cómplice en el asesinato y la desaparición de cientos de miles de personas, según el periodista de investigación Robert Parry.
En Guatemala, por ejemplo, la CIA entrenó y apoyó un aparato militar y de inteligencia que exterminó a cerca de 200.000 personas mayores de 30 años y cometió genocidio contra las comunidades mayas, de acuerdo con la independiente Comisión para el Esclarecimiento Histórico.
Los orígenes de las políticas de tortura de Estados Unidos se remontan a principios de la guerra de Vietnam.
«En 1963, la CIA elaboró el Manual Kubark de Interrogación de Contrainteligencia, que pretende ser un manual para los interrogatorios de la Guerra Fría, que incluyó a las ‘principales técnicas coercitivas de interrogatorio’”, según el informe del senado.
En 1983, partes del manual Kubark se incorporaron al Manual de Capacitación de Explotación de Recursos Humanos, “utilizado para proporcionar capacitación en interrogatorios en América Latina en la década de 1980», añadió.
Uno de los agentes de la CIA que realizó estas capacitaciones fue más tarde «oralmente amonestado por el uso indebido de las técnicas de interrogatorio». Pero en última instancia su trabajo fue bueno para su trayectoria. En 2002, la CIA lo designó jefe de interrogatorios.
El director del Centro de Antiterrorismo de la CIA durante el gobierno de Bush habría destruido cintas de video de torturas y desalentado a sus agentes de cuestionar las prácticas, afirmó el historiador Greg Grandin.
En 1992, el Pentágono destruyó la mayor parte de la documentación de estos programas de capacitación, informó Parry. Las órdenes provenían de la oficina del entonces secretario de Defensa, Cheney.
En respuesta a la creciente evidencia de décadas de tortura, ¿qué haría una «nación indispensable»?
La publicación del informe del senado fue un importante precedente. Pero hasta que los responsables más encumbrados comparezcan ante la justicia, nuestro gobierno será visto, con razón, como culpable de hipocresía cuando critique a los demás por violar los derechos humanos.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no representan necesariamente las de IPS – Inter Press Service, ni pueden atribuírsele.
Edición de Kitty Stapp / Traducción de Álvaro Queiruga