En 2013, el producto interno bruto (PIB) de Brasil creció 2,3 por ciento, 2,7 por ciento en 2012 y uno por ciento en 2011. Las perspectivas para este año no son optimistas. En tanto, la inflación se mantiene tenazmente alta, alrededor de seis por ciento.
Además, la balanza de pagos muestra crecientes déficit en la cuenta corriente, la que registra las exportaciones de bienes y servicios menos las importaciones.
La buena noticia proviene del mercado laboral, que se aproxima al pleno empleo y muestra un ascenso de calidad, con el paso de trabajadores del sector informal al formal, y los consiguientes beneficios, como el seguro por paro y los aportes jubilatorios.
Hace unos pocos años, la economía brasileña era aclamada, junto con la de los otros países BRICS (Rusia, India, China y Sudáfrica), como la nueva frontera del crecimiento en el escenario internacional.
¿Cuál es la razón de este drástico cambio de perspectiva en tan breve período?
Las raíces de la presente situación están en una compleja combinación de dificultades internacionales, una conducción política poco eficaz, y algunas desgracias.
El factor más visible que ha afectado a la economía brasileña durante el mandato de la presidenta Dilma Rousseff, iniciado en 2011, es la coyuntura internacional.
Durante el segundo período del anterior presidente José Inácio Lula da Silva (2007-2011), favoreció a Brasil un viento de cola, representado en particular por la vigorosa demanda china de materias primas y alimentos. No solo mantuvo en buena posición la balanza de pagos, también impulsó el crecimiento económico.
Ese cuadro ha cambiado, debido a la orientación actual de gobierno de China de enfriar y reformar la economía. Este freno a la expansión de las exportaciones pone en evidencia un problema estructural de la economía brasileña, que se ha acentuado tras la derrota de la alta inflación en 1994.
Desde ese año -salvo breves períodos que interrumpieron la tendencia- la apreciación de la moneda nacional, el real, ha sido el factor principal de contención de la inflación. La moneda fuerte estimuló la importación de bienes abaratados, así como contuvo el aumento de precios por parte de los productores locales, temerosos de perder mercados.
Esto significa que desde 1994 Brasil enfrentó un conocido dilema: la inflación se puede mantener baja apreciando la moneda nacional, o se puede promover el crecimiento industrial devaluando la moneda. Pero no se pueden alcanzar los dos objetivos simultáneamente.
En consecuencia, la economía brasileña ha oscilado entre períodos de intensa «desindustrialización» por el alza del real, y períodos de presión inflacionaria
por la baja del real.
Mientras la economía china creció a alta velocidad y aumentó las importaciones de países como Brasil, se pudo sostener el crecimiento económico, de modo que el aumento de las exportaciones sustituyera el crecimiento industrial. Pero la desaceleración de la economía china puso a la vista el dilema brasileño.[related_articles]
La fuerte dependencia de la economía internacional ha caracterizado a la economía nacional durante los últimos 20 años y la reciente disminución del comercio internacional ha puesto al desnudo las limitaciones de la política actual.
Ante la imposibilidad de resolver el dilema entre crecimiento e inflación, el gobierno adoptó políticas ad hoc que no dieron los resultados deseados y han creado nuevos problemas.
Por ejemplo, como no logró establecer un tipo de cambio que incentivara la industria nacional, el gobierno concedió ventajas fiscales a determinados sectores.
Esta estrategia, si así puede llamársela, tiene escasa eficacia. Los beneficios son temporales, concedidos generalmente a sectores en dificultades que gracias a la ayuda se mantienen en pie, pero no invierten o expanden la producción, mientras sustraen recursos al Estado.
Ante estos ejemplos, los empresarios deducen que les conviene más hacer lobby que invertir y aumentar la productividad. El fracaso de esta política induce a los partidarios de la «austeridad» a reclamar el corte de gastos públicos. El resultado es que se eliminan inversiones públicas necesarias.
La inhabilidad para definir estrategias para la inserción de Brasil en la economía mundial ha sido un rasgo permanente de los gobiernos posteriores a la dictadura castrense (1964-1985) y puede deberse en parte a la realidad creada por el modo en que el sistema político, y sobre todo el sistema partidista, fue reconstruido después de que los militares volvieron a sus cuarteles.
El régimen político es claramente disfuncional y reduce mucho la capacidad de los gobiernos para instrumentar estrategias coherentes a largo plazo. En Brasil la política opera en un mercado «minorista» y en ese marco solo son viables las operaciones a corto plazo.
Si se le concede a Rousseff el beneficio de la duda, se puede afirmar que aunque tuviera una diáfana visión de lo que es necesario para vencer las dificultades de la economía brasileña, sería casi imposible llevarla a cabo con el actual régimen político.
En ausencia de un ambiente internacional propicio, las limitaciones brasileñas
emergen como una barrera insuperable.
Finalmente, hay que reconocer el rol jugado por la mala suerte. Una prolongada sequía ha afectado la producción agrícola y la generación de energía hidráulica, que es la principal fuente de electricidad del país. Esto no solo ha impulsado la inflación, también ha ensombrecido el futuro porque muchas empresas deciden postergar sus inversiones.
Es suma, esta época no es benéfica para Brasil. Y las elecciones generales de octubre no mejorarán el cuadro, ya que el debate político tiende a polarizarse y desaconseja la adopción de medidas importantes durante este año.
Todos estos factores llevan a la conclusión de que la recuperación económica de Brasil no llegará antes de 2015, en el mejor de los casos.
Fernando Cardim de Carvalho es economista y profesor en la Universidad Federal de Río de Janeiro.