Cuando la izquierda era oposición en América Latina no se cansaba de repetir que la verdadera democracia no podía agotarse en elegir gobernantes en las urnas. Hacía falta democracia en el reparto de derechos y riquezas.
Ahora que predominan gobiernos proclamados de izquierda, su intríngulis es hacer de aquella máxima su práctica política. En esa lógica, no vale saltearse la formalidad de celebrar elecciones en condiciones limpias, justas y transparentes, de las que resulten gobiernos de las mayorías que no pisoteen a las minorías, ni les impidan ejercer su papel de contralor.
En la Venezuela de los últimos 15 años desde que Hugo Chávez ganó sus primeras elecciones presidenciales abundaron los comicios y las consultas populares, incluso haciendo uso de mecanismos ampliamente plebiscitarios, previstos en la Constitución.
Pero también hubo un golpe de Estado fallido y una huelga petrolera con el mismo fin: derrocar al gobierno.
Mientras tanto, el país desarrollaba un sistema automatizado de votación que las autoridades electorales califican de "perfecto" y que fue elogiado por instituciones tan insospechables de conspiración autoritaria como el Centro Carter.
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Pero la democracia está lejos de la perfección, y más lejos todavía de la previsibilidad.
Hace tan solo seis meses, la reelección de Chávez obtenía una cómoda mayoría de 55 por ciento (más de ocho millones de sufragios), frente a un contrincante, Henrique Capriles, que arrancaba un nada desdeñable 44 por ciento (más de 6,5 millones de votos).
El domingo 14, el delfín de Chávez, Nicolás Maduro, aseguró el triunfo del oficialismo, pero poniendo apenas 270.000 sufragios de distancia respecto de su oponente Capriles.
Hechos relevantes pautaron el ánimo de los electores en este medio año, desde el fallecimiento de Chávez tras una enfermedad rodeada de interrogantes y secretos, hasta una economía en apuros y un clima general de incertidumbre sobre las perspectivas que el proceso bolivariano tendría sin su gestor.
Y entonces, el domingo 14 la ciudadanía ofreció una fotografía distinta, compleja, que requiere una lectura fina de gobernantes y opositores.
El sistema de votación aplicado fue el mismo. Pero el resultado reñido y una lista de 3.200 presuntas irregularidades dieron aire a la oposición para ponerlo en duda.
Las autoridades alegan que el sistema es seguro. Los ojos están puestos en las cajas que contienen los comprobantes que devuelve la máquina de votación cuando el elector emite su voto electrónico, devenidas en urnas llenas de sufragios.
Denuncias indican que se han hallado algunas de esas cajas en la vía pública, conteniendo sufragios a favor de Capriles. Y este reclama que se cuente de nuevo "voto a voto".
El fraude electoral es familiar en América Latina. Existe todo un repertorio de acciones para torcer la voluntad ciudadana, y la mayoría se cometen incluso antes del momento de sufragar.
Desde México hacia el sur, la tradición del delito electoral incluye acarreo de votantes, suplantación, secuestro o falsificación de documentos de identidad, coacción, amenazas, violación del voto secreto y compra de sufragios.
A tal punto se llega en algunas regiones rurales de Colombia que, a medida que se acerca el día de la votación, el sufragio se cotiza al alza en un mercado informal de los bienes y servicios locales más requeridos: ladrillos, tejas, combustible, dinero.
En los comicios presidenciales del año pasado en México, la compra de votos, en particular la atribuida al victorioso Partido Revolucionario Institucional, fue casi abierta, incluso mediante la distribución de tarjetas de consumo para ciertos centros comerciales.
Pero nada de eso genera mayor inquietud fuera de fronteras, ni es obstáculo para el reconocimiento internacional de los gobiernos que emergen de esas elecciones.
¿Ocurrieron estos delitos u otros similares en Venezuela? La oposición denunció una serie de irregularidades. Y las autoridades electorales aseguran que las investigarán cuando reciban formalmente las denuncias, pero que ningún nuevo conteo puede arrojar un resultado distinto del proclamado el lunes 15. Y por eso no habrá recuento total.
La oposición acusa al gobierno de abuso de todos los recursos del Estado en la campaña electoral. El oficialismo replica que los partidos opositores representan a los grandes poderes económicos, que disponen de enormes recursos y de medios privados de comunicación a su servicio.
Mientras tanto, y pese a que Maduro y Capriles llenan sus discursos con la palabra "paz", la violencia ganó las calles y ya hay muertos y decenas de heridos.
Entre tanto ruido, algo se pierde de vista: la sociedad venezolana quiso hace tiempo poner fin a muchas décadas de democracia aparente y renta petrolera para unos pocos.
En los últimos 15 años, el país avanzó en la reducción de la pobreza, y muchos marginados vieron cumplida la ilusión de aprender a leer, acceder a la educación y a la salud. Pero también a hablar fuerte y a sentir que alguien propio, cercano, los representaba en la Presidencia.
Tampoco se puede olvidar que Venezuela tiene hoy serios problemas, como una criminalidad desatada y una economía débil y demasiado dependiente del petróleo.
Sin entender la instantánea que arrojaron las urnas, Maduro y Capriles corren riesgo de lanzarse por el tobogán de enfrentar a esas dos mitades, en vez de conducirlas frente al espejo y mostrarles que están obligadas a convivir y a entenderse.
"Son enormes las posibilidades que tiene Venezuela. El problema central es que se encuentre a sí misma", dijo el presidente de Uruguay, José Mujica, entrevistado el martes 16 por la cadena de televisión Telesur.
"El progreso humano es hijo del trabajo", y este "necesita estabilidad y compromiso", añadió.
"Es importante que el pueblo venezolano en su conjunto aprenda a caminar con diferencias, pero tenga puntos de acuerdo. No se puede pensar en identidades absolutas, calcadas", indicó. "Pero una nación es un mensaje colectivo".
* Diana Cariboni es editora jefa asociada de IPS.