España, de la luna de miel a la luna de hiel

El gobierno presidido por Mariano Rajoy desde el 21 de diciembre parece que quisiera demostrar mediante un frenético ejercicio del poder, a falta de resultados tangibles e inmediatos, capacidad y decisión. Sin embargo, la realidad es que seguimos inmersos en una crisis que se agrava, que sabemos cómo ha empezado pero no cuándo ni cómo concluirá.

Paradójicamente, la situación de Rajoy se parece cada vez más a la angustiosamente vivida por su antecesor socialista José Luis Rodríguez Zapatero, cuando no tuvo más opción que sacrificar sus intereses electorales a las medidas impopulares obligadas por Bruselas y el Banco Central Europeo.

Ahora, como entonces, la obsesión del gobernante es evitar que la economía española llegue a ser intervenida. Y, como antes, las decisiones del actual gobierno para eludir esa amenaza empiezan a hacer mella incluso en su propio electorado. Así ha sucedido en Andalucía y Asturias pese a que el ajuste más duro fue posterior a las elecciones.

Fuera de España se evoca ya la posibilidad de una intervención de la economía española. Es la gran amenaza, y eludirla condiciona todas las decisiones del gobierno porque significaría que lo que Rodríguez Zapatero pudo a la postre evitar, el gobierno del “cambio” no pudo impedir.

No es extraño que a muchos electores del gobernante Partido Popular (PP), la política desarrollada por Rajoy les parezca una continuación de la que emprendió Rodríguez Zapatero a partir del ajuste draconiano de mayo de 2010, que el PP no apoyó.

Rajoy tiene puesta una vela a Bruselas y otra a los electores, pero como con Bruselas y los mercados hay muy escasa elasticidad, es claro que el peso de la carga ­cuantos ajustes sean “necesarios” ahora y en el futuro­ recaerá sobre los ciudadanos a sabiendas de que ello comporta un costo político.

En ese sentido se explica que el conjunto de declaraciones del presidente y sus ministros se caractericen por unos rasgos bien definidos: dramatización, inculpación a la herencia recibida, negación de toda alternativa, pretendida justicia y equidad de las medidas adoptadas, autosatisfacción y carencia de autocrítica.

Dijo, por ejemplo: “Estos son unos presupuestos duros, dolorosos, hacemos cosas que a nadie le gustan. Pero es lo que hay que hacer para corregir los errores e incumplimientos del pasado». Y agregó: “Nos ha tocado hacer en dos años lo que no se ha hecho en ocho”.

Otra idea maestra es la prioridad absoluta dada al cumplimiento del objetivo de déficit del 5,3 por ciento. Rajoy es tajante: “Eso es una prioridad. Nos jugamos el futuro de nuestro país, y quien no lo entienda así no es que tenga un problema, es que le crea un problema al resto de los españoles”.

La dramatización de la situación ­haciendo de necesidad virtud­ permite adoptar un aire de heroísmo numantino y tiene como posible explicación justificar las duras medidas de ajuste y el incumplimiento de promesas electorales básicas. Puede servir para crear resignación durante un tiempo, pero el resultado final no puede ser otro que la desmoralización psicológica del país, la frustración y, a la larga, la rebeldía.

Que el gobierno se refugie todavía en la herencia recibida resulta de dudosa eficacia como autoexculpación. A estas alturas, las políticas del gobierno actual han contraído una cuota de responsabilidad propia. Los ciudadanos perciben que el gobierno “del cambio” y de tantas expectativas insatisfechas, cada vez que comparece es para anunciar recortes y ajustes que generan nuevos ajustes y recortes.

Por otra parte, la invocación a la ejemplaridad, la equidad y la justicia queda en entredicho cuando a diario conocemos casos de enchufismos, nepotismos y despilfarros. Y que se invoque a la justicia cuando se decide una amnistía fiscal resulta cuando menos contradictorio.

Los objetivos económicos de la amnistía están claros: ingresar 2.500 millones de euros este año (y generar rentas futuras) e introducir en el sistema 25.000 millones de dinero oculto para ayudar a la recuperación económica.

Las críticas que pueden hacerse a la amnistía fiscal son principalmente dos. La primera es que es un palo a la ejemplaridad y la equidad que el gobierno pregona y que son necesarias para contener el malestar social. Y la segunda es el efecto negativo que tendrá en la lucha contra la corrupción, uno de los grandes problemas de fondo del país y sobre cuya relación con la crisis económica nunca habrá que dejar de insistir.

No deja de ser paradójico que el gobierno anuncie un plan contra el fraude fiscal para después de la amnistía, lo que solo se explica por el deseo de reducir la erupción de indignación que la impunidad otorgada provoca incluso entre los votantes del PP.

Otro rasgo del discurso de Rajoy es la justificación de los sacrificios presentes por la promesa de un futuro mejor. “Sabemos lo que hacemos. Tenemos un plan. Este año será duro, pero habremos puesto los cimientos de la recuperación”.

La gran cuestión es si las políticas marcadas por la Unión Europea y secundadas por Madrid son suficientes y adecuadas para generar un mínimo crecimiento a medio plazo. Complementariamente, la pregunta capital es si la velocidad de deterioro del PP será mayor o menor que la de la recuperación económica que augura el gobierno. Ahí está el desafío de Rajoy.

Es una lucha contra el tiempo: ¿qué se producirá antes, el hartazgo de los ciudadanos o la visión de los primeros brotes verdes? La respuesta, dentro de un año y medio o, a la velocidad de los acontecimientos, antes.

Si no aparece para entonces la luz al final del túnel, los ciudadanos concluirán que tantos sacrificios acumulados no habrán servido para nada. Y entonces ­es poco probable que los ciudadanos desencantados se vuelquen a favor de los socialistas, cuya recuperación será lenta­ quizás quede como única alternativa alguna forma de consenso a la italiana, es decir, una solución Monti. (FIN/COPYRIGHT IPS)

* Guillermo Medina, periodista y escritor, exdirector del diario YA, exdiputado y expresidente de la Comisión de Defensa del Congreso español.

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