COLUMNA-MÉXICO: Saque su bota de mi cuello

El pasado fin de semana, viajaba con mi hija de 14 años, Michaela, hacia la ciudad mexicana de Acapulco para asistir a la misa del Domingo de Pascua. En el camino, ocho soldados en uniforme de fajina y con armas automáticas nos detuvieron, nos acosaron y amenazaron.

Al principio apenas me preocupé. Después de todo, viajábamos con el laureado activista Abel Barrera –galardonado en 2010 con el Premio de Derechos Humanos Robert F. Kennedy – y su equipo legal, que incluye a varios de los más brillantes juristas de México. Nuestros abogados citaron de inmediato cuatro artículos de la Constitución de ese país que había violado el teniente de infantería que comandaba el retén.

Tras establecer que pertenecíamos a una organización internacional de derechos humanos, el teniente reclamó con malicia inspeccionar nuestras pertenencias en busca de drogas. "Yo soy la autoridad y tengo el poder", dijo en tono amenazante. Fue entonces cuando el corazón me dio un vuelco.

Un día antes, había escuchado el sobrecogedor relato del valiente mexicano José Rubio, cuyo hermano, Bonfilio, fue asesinado por militares de su país en un retén carretero ilegal no muy diferente al nuestro.

Al igual que decenas de miles de hombres y mujeres de La Montaña –la región más pobre del estado más pobre del país, el sureño Guerrero–, Bonfilio había dejado su comunidad en busca de empleo como temporero agrícola en Estados Unidos.
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Cuarenta minutos después de haber abordado el autobús, el 20 de junio de 2009, este fue detenido por soldados de infantería que buscaban drogas. No las hallaron. Cuando el conductor del vehículo los enfrentó por haberlo obligado a una inspección sin fundamento, se enfurecieron.

Cuando el autobús retomó la marcha, los soldados abrieron fuego contra él, matando a Bonfilio, que se había quedado dormido en el asiento trasero.

El conductor volvió a detenerse. Y los militares, al ver el cadáver, decidieron hacer otra inspección. Esta vez dijeron haber "descubierto" cinco bloques de marihuana debajo de los asientos de los pasajeros, pero no dieron razón para no haber detectado esos paquetes, cada uno del tamaño de una caja de zapatos, en la primera revisión.

En los últimos tres años, José Rubio ha soportado acoso y visitas a su casa a medianoche de soldados vestidos de civil. Le ofrecieron sobornos y lo amenazaron de muerte. Lo mismo hicieron con su familia y amigos. Todo para conseguir que este hombre retirara la denuncia contra el ejército por la injusta muerte de su hermano.

Esto es lo que les pasa a quienes intentan en La Montaña que se respeten las garantías de derechos humanos.

Debido a su coraje fuera de serie, Rubio logró algo extraordinario: el caso de la muerte de su hermano es el primero en el que un tribunal federal dictamina que una violación a los derechos humanos cometida por militares debe procesarse en la justicia penal ordinaria y no en el fuero especial castrense.

Lamentablemente, en lugar de aceptar la jurisdicción ordinaria, los militares apelaron.

México se encuentra hoy ante un punto de inflexión. ¿Va a prevalecer la larga historia de impunidad militar? ¿O los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo van a cumplir finalmente las promesas hechas a la ciudadanía y a la comunidad internacional, y van a asegurarse de que los abusos del ejército contra los civiles sean juzgados de manera independiente en tribunales ordinarios?

En el caso de las indígenas Inés Fernández y Valentina Rosendo, que fueron violadas y torturadas por soldados en represalia por el activismo de su comunidad, la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló en 2010 que era la justicia civil mexicana, y no el fuero militar especial, la que debía actuar ante tales crímenes.

La Suprema Corte de Justicia confirmó la decisión del tribunal interamericano. Y el 9 de diciembre de 2011, el presidente Felipe Calderón apoyó públicamente tal decisión.

El caso Rubio constituye el primero en el que la Suprema Corte y el presidente ponen a prueba su compromiso, y los militares parecen determinados a mantener el statu quo y seguir actuando por encima de la ley.

Calderón debe pronunciar en forma inequívoca su respaldo a la jurisdicción civil para delitos de abusos militares. Más aún, el mandatario debería instruir de inmediato al fiscal castrense para que cese todas las apelaciones por cuestiones jurisdiccionales.

El Congreso legislativo debería aprobar leyes que obliguen a juzgar todos los casos de abusos militares contra civiles en la jurisdicción ordinaria. Y el mandatario debería hacer saber su voluntad de promulgarlas con premura.

La Suprema Corte, a su vez, debe denegar la apelación y dictar jurisprudencia en la materia.

Mediante la Iniciativa Mérida, Estados Unidos ha financiado desde 2008 con 1.600 millones de dólares el combate militar del narcotráfico en México. Deberíamos dejar en claro que los puestos de control ilegales, el acoso, las detenciones extrajudiciales y otros abusos de los derechos humanos son inaceptables y socavan la confianza en las Fuerzas Armadas.

El domingo 8, viví lo que pocos miembros de la elite mexicana conocen: el miedo a un ejército que vuelca su poder contra el propio pueblo que debería proteger, la cólera que se engendra cada vez que ese poder es desafiado y la naturaleza arbitraria de esa ira.

Al día siguiente, Michaela y yo pudimos seguir nuestros planes de visitar el santuario de la Virgen de Guadalupe. Nuestro calvario duró apenas 30 minutos. Pero no termina así de bien para muchos defensores de derechos humanos que enfrentan a los militares.

Es hora de rehabilitar la reputación del ejército de México. Y el primer paso para lograrlo es terminar con la impunidad.

* La autora es presidenta del Robert F. Kennedy Center for Justice and Human Rights. Excluida su publicación en México.

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