En los próximos tres meses, tres países que formaron parte de la hoy extinta Unión Soviética realizarán elecciones. Se trata de Kazajstán, Turkmenistán y Rusia, que pasan aún por complejos procesos de democratización.
¿Qué resultado oficial se acercará más a la verdad? Si su respuesta es el de las elecciones presidenciales previstas para marzo en Rusia, está en lo cierto.
Dada la evidente escala del fraude cometido en sus comicios parlamentarios del 4 de este mes, esa respuesta dice mucho sobre la política en la zona petrolera del mar Caspio.
Aunque el primer ministro ruso Vladimir Putin permitió con reticencias que se realizara una gran protesta en Moscú, que se puede repetir en las próximas semanas, es probable que la voluntad popular prácticamente no juegue ningún rol electoral en los países que están al sur de Rusia.
En cambio, los gobernantes de esas naciones, cortejados por Occidente desde los años 90 por sus hidrocarburos y su ubicación estratégica, declararán enormes victorias por los candidatos qu ellos hayan elegido, sin inmutarse por las turbulencias que aterrorizan a los petrócratas en otras partes del mundo.
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Los gobernantes de esta pequeña franja parecen pensar que simplemente seguirán aguantando. Todo esto hace que uno concluya que pueden tener razón, dada la historia de la región. Pero su apuesta es considerable: que las influencias del mundo exterior, mantenidas a raya durante tantos siglos, continúen bien lejos.
Dos décadas después del colapso de la Unión Soviética, la región del mar Caspio cosecha los beneficios de más de 1,5 millones de barriles diarios de exportaciones petroleras.
Es uno de los principales proveedores de gas natural de China. Y también, una ubicación militar cada vez más crucial para Estados Unidos, que originalmente abrazó a las repúblicas para dirigir su petróleo y su gas a través de nuevos oleoductos hacia Occidente, y ahora para facilitar el envío de suministros bélicos a Afganistán.
A juzgar por el comportamiento de los gobernantes, estos factores han ayudado a que se sientan aislados de las tendencias políticas y económicas que sacuden al resto del mundo.
Mientras la Primavera Árabe ha persuadido incluso a Arabia Saudita de volcar 130.000 millones de dólares en pagos adicionales a su población como seguro contra agitaciones populares, los gobiernos de Kazajstán y Turkmenistán, junto con los de Azerbaiyán y Uzbekistán, prácticamente han continuado como de costumbre.
Un recorrido por el centro de Baku, la capital de Azerbaiyán, revela un brillante horizonte de lujosos edificios de apartamentos, ultramodernos complejos de oficinas y elegantes hoteles, la mayoría de ellos construidos por clanes ricos y poderosos que incluyen y rodean a la familia del presidente Ilham Aliyev.
En Kazajstán, Timur Kulibayev, el yerno millonario del presidente Nursultan Nazarbayev, ha pasado de dominar el sector petrolero a dirigir dos tercios de toda la economía a través de Samruk- Kazyna, un fondo público de inversiones que posee y controla las principales industrias de la nación.
Gulnara y Lola Karimova, las hijas del presidente de Uzbekistán, se hicieron ricas controlando negocios clave del país.
Y el presidente de Turkmenistán, Gurbanguly Berdymukhamedov, lleva las riendas de un país que, según Transparencia Internacional, es el quinto más corrupto de los 183 evaluados en la investigación más reciente de esa organización.
Aunque son inmunes a algunos males, las repúblicas todavía están sujetas a por lo menos uno de los peores: el terrorismo. Kazajstán el estado más próspero de la región, con la clase media más grande, el autócrata más suave y la mayor apertura hacia la religión- enfrentó sus peores incidentes de violencia este año.
Desde mayo, unas 30 personas fallecieron en siete suicidios, balaceras y ataques con explosivos. No está claro el origen del problema, aunque funcionarios kazajos de seguridad vinculan esto a Afganistán y Pakistán. En comparación, Uzbekistán, donde podrían esperarse más problemas, permanece relativamente calmo.
Los estilos de los líderes de Kazajstán y Uzbekistán son diferentes. El presidente Nazarbayev solamente encarcela a sus opositores si no ceden a él, mientras que el presidente uzbeko, Islam Karimov, se ha inclinado por una brutalidad despiadada.
Pero igual presentan similtudes. Ambos lideraron a sus respectivas repúblicas durante todo el periodo post-soviético, y ninguno da señales de estar listo para poner en marcha una transición política. En cuanto a esto último, Ilham Aliyev en Azerbaiyán y Berdymukhamedov en Turkmenistán también parecen bastante cómodos en sus respectivos palacios.
Volviendo al punto de inicio, ¿realmente estos líderes están a salvo del tipo de acontecimientos del mundo exterior que podrían desafiar a sus gobiernos? Desde una perspectiva positiva, todos demostraron ser buenos en equilibrar a las muy ambiciosas fuerzas de sus países, repartiendo el botín derivado de los hidrocarburos y la minería. Ninguna de sus repúblicas parece sufrir las grietas sociales que en otras partes han desatado la inestabilidad política.
De todos modos, uno se pregunta hasta qué punto han evaluado los riesgos. Un factor reconfortante debe ser la seguridad que impone la distancia: Túnez y Libia parecen estar muy lejos.
Pero Moscú lo está menos, lo que podría resultar inquietante, especialmente cuando uno recuerda el origen de las últimas dos alteraciones de la tranquilidad en esta región: la de 1917 y la de 1991.
* Este artículo se publicó originalmente en EurasiaNet.org. Steve LeVine es editor colaborador en Foreign Policy, y autor de «The Oil and the Glory», una historia de la fiebre petrolera post-soviética en el mar Caspio. Vivió 11 años en Asia central y el Cáucaso, desde donde trabajó para The New York Times y el Wall Street Journal. Es profesor adjunto de seguridad energética en la Georgetown University, y miembro de la New America Foundation.