CONTRA LA PENA DE MUERTE, UN NUEVO ACTOR ENTRA EN ESCENA

La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948, reconoce el derecho de toda persona a la vida (Art. 3) y afirma categóricamente: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (Art. 5).

En efecto, la pena capital es la negación más extrema de los Derechos Humanos: viola el derecho a la vida, derecho supremo ya que el ejercicio de cualquier otro derecho presupone existir. Es el castigo más cruel, inhumano y degradante. La pena de muerte es, con frecuencia, discriminatoria, desproporcionada y arbitraria y, sobre todo, puede ser injusta, indebida.

Las Naciones Unidas han fijado en varios pactos y convenios internacionales unas condiciones estrictas, únicamente bajo las cuales podría eventualmente aplicarse la pena de muerte en aquellos Estados que todavía no hubieran decidido la abolición.

Como señala el Informe del Secretario General de las Naciones Unidas, de agosto último, se confirma una sólida y constante tendencia mundial hacia la abolición de la pena capital. Actualmente, más de dos terceras partes de los países la han abolido en su legislación o en la práctica.

La comunidad internacional ha aprobado cuatro tratados abolicionistas. El primero de ellos es de ámbito mundial y los otros tres regionales.

El Estatuto de la Corte Penal Internacional, adoptado en 1998, excluye la pena capital, a pesar de que tiene competencia sobre delitos sumamente graves, como crímenes contra la humanidad, entre ellos el genocidio y violaciones de las leyes que rigen los conflictos armados. Exclusión que también hicieron los tribunales especiales de la ex-Yugoslavia, Ruanda, Timor Este o las Salas Especiales para Camboya.

Científicamente, nunca se han conseguido pruebas convincentes de que las ejecuciones tengan un efecto disuasorio más eficaz que otras penas. Un estudio realizado por las Naciones Unidas en 1988 y actualizado en 1996 y en 2002, concluye: “… la investigación no ha conseguido demostrar científicamente que las ejecuciones tengan mayor efecto disuasivo que la cadena perpetua. Y no es probable que lo consiga en el futuro. En conjunto, las pruebas científicas no ofrecen ningún respaldo a la hipótesis de la disuasión”.

La pena de muerte es irreversible, y ningún sistema jurídico puede evitar la condena de personas inocentes. Mientras se la acepte como forma legítima de castigo, existirá la posibilidad de que se haga un mal uso político de ella. Sólo la abolición puede garantizar que eso no ocurra.

En diciembre de 2007 y 2008, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó, respectivamente, las Resoluciones 62/149 y 63/168, en las que se pedía una moratoria mundial. En la de 2008 se exhorta a los Estados que todavía mantienen la pena de muerte a que:

“Respeten las normas internacionales que establecen salvaguardias para garantizar la protección de los derechos de los condenados a muerte, en particular las normas mínimas;

Limiten progresivamente el uso de la pena de muerte y reduzcan el número de delitos por los que se puede imponer esa pena; y

Establezcan una moratoria de las ejecuciones, con miras a abolir la pena de muerte”.

A finales de 2010, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha adoptado una tercera Resolución sobre moratoria y uso de la pena de muerte, con unas adhesiones que ratifican la tendencia abolicionista.

Para contribuir a acelerar este proceso, actuando de forma complementaria con las instituciones ya existentes, tanto en el ámbito internacional como regional, del Sistema de Naciones Unidas y de ONG’s, se ha creado recientemente con especial apoyo del Presidente del Gobierno español la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, que me honro en presidir. Está integrada por eminentes personalidades y cuenta con el apoyo de un grupo importante de países que favorecen la aprobación de una moratoria general para el año 2015, conducente después a la abolición de la pena máxima, irreversible.

Los Derechos Humanos son indivisibles y ningún Estado o persona puede pretender disfrutar de unos sin practicar los otros. De particular importancia, por su ejemplaridad como referencia planetaria, es conseguir que los 36 Estados retencionistas de los Estados Unidos y que siguen, algunos de ellos, ejecutando a prisioneros que llevan años y años viviendo en “el pasillo de la muerte”, reconsideren su actitud.

Una preocupación especial la constituye también China, ya que existe constancia, incluso gráfica, de ejecuciones “en serie”, pero ­como sucede en aspectos de otra índole no se facilita la menor información al respecto. Es inaceptable que un país que se ha convertido en la “fábrica del mundo” y tiene un inmenso poder financiero por su privilegiada posición comercial, no respete los principios más elementales de transparencia que la “aldea global” requiere. Cuando algunos dictadores alegan que la pena de muerte es un “clamor popular” es porque han divulgado, a través de los medios de comunicación, informaciones sesgadas, desprovistas de todo rigor.

Colaboremos pues todos: ­gobernantes, parlamentos, medios de comunicación, comunidad intelectual y artística, sean cuales sean nuestras ideologías y creencias, para que el horror de la pena de muerte desaparezca pronto de la faz de la Tierra. Aquel día será un día luminoso para la Humanidad. (FIN/COPYIGHT IPS)

(*) Federico Mayor Zaragoza, Presidente de la Fundación Cultura de Paz, Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte y ex Director General de la UNESCO.

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