Trabajadoras que quiebran sus propios techos de cristal

«No tenemos techo en los sueños, queremos transformar a las mujeres jóvenes, decirles que existe una forma de que sean felices», afirma la bordadora brasileña Elza Santiago. Ella define su misión como «mezclar feminismo con trabajo».

Elza Santiago, a la izquierda, y Marinalva Alves muestran sus bordados Crédito: Fabiana Frayssinet/IPS
Elza Santiago, a la izquierda, y Marinalva Alves muestran sus bordados Crédito: Fabiana Frayssinet/IPS

Santiago, de 49 años, y Marinalva Alves, de 44, viven en Morro da Coroa, una «favela» (barrio hacinado) que se empina por los cerros de la brasileña Río de Janeiro.

Para ellas, negras y pobres, es aún más empinado, porque en Brasil el prejuicio racial vive «aunque fingen que no existe», dice a TerraViva Santiago en su taller de la favela.

Santiago es viuda con dos hijos varones, y Alves, soltera y con otros dos. Ambas sobrevivían con pequeños trabajos de costura. «Trabajábamos de día para comer de noche», relatan. Muchas veces trepaban el cerro a pie hasta casa, porque o se pagaba el pasaje de ómnibus o se compraba arroz.

Años atrás, la alcaldía de Río creó un grupo de derechos humanos en Morro da Coroa. La mayoría de las mujeres tenían más de 40 años, nada de estudios ni calificación laboral y recibían una ayuda mensual que no llegaba a 50 dólares.
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«¿Quién da trabajo a una mujer negra, sin profesión y más de 40 años?», describe Santiago. «Por eso dijimos: vamos a juntar esfuerzos para mantenernos».

Ese fue el origen de la cooperativa Bordadeiras da Coroa (Bordadoras de la Corona). El cambio definitivo llegó en 2006, cuando las seleccionó por concurso el no gubernamental Fondo Social ELAS (ellas en portugués), que promueve la autonomía femenina bajo la premisa de que invertir en ellas «es el camino más rápido para el desarrollo del país».

ELAS financió el equivalente a unos 2.500 dólares para comprar dos máquinas de coser y materia prima y las bordadoras se capacitaron en derechos humanos, comunicación, administración, mercadeo y elaboración de proyectos.

Fue un cambio «radical». La marca «pegó» y sus creaciones incluso desfilaron por Fashion Río, la semana internacional de la moda de la ciudad carioca.

Piezas de vestuario, camisetas, manteles, toallas y colchas… la demanda no deja de crecer. El ingreso mensual de cada una pasó en promedio de 50 a 700 dólares. La empresa funciona con los requisitos legales y tiene acceso al crédito.

Ocho bordadoras integran la cooperativa, pero su impacto es multiplicador, pues emplean y forman a otras y están activas en una red nacional que defiende los derechos de la población femenina.

ELAS ha financiado a unos 180 grupos en todo el territorio de Brasil, apoyando en forma directa a unas 25.000 mujeres y niñas e indirectamente a más de 100.000 personas.

Ahora «nadie nos pasa por encima», dice Santiago. No queremos «ser millonarias, sino vivir con dignidad. El dinero pasa», indica Alves. «Lo más importante es cambiar la realidad como mujer».

Más de 60 por ciento de las trabajadoras de países en desarrollo se mueven en la economía informal urbana: sin salario mínimo, horario laboral ni protección social, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Son cientos de millones de mujeres que buscan con uñas y dientes su sustento y el de sus familias. En ese contexto adverso, a menudo se trata de hacer camino al andar.

Aprender a negociar, incluso bajo la mesa

El salario depende de muchas variables, y una de ellas es el poder de negociación. Quien limpia, cocina o cuida a niños y ancianos tiene en sus manos parte de ese poder: la clave del funcionamiento familiar.

En San Francisco, en la costa oeste de Estados Unidos, La Colectiva de Mujeres de La Raza Centro Legal enseña a las trabajadoras del servicio doméstico, la mayoría indocumentadas, a pelear por mejores sueldos frente a sus patrones.

«Son las mujeres las que determinan cuánto ganan», explica a TerraViva la coordinadora de La Colectiva de Mujeres, Guillermina Castellanos. Se trata de aprender técnicas de negociación, condiciones de trabajo dignas y seguras y formas para exigirlas y promoverlas.

El programa tiene una bolsa de trabajo para atraer a empleadores dispuestos a pactar las condiciones con la trabajadora.

«Como yo cuido a sus hijos, mis dos empleadores pueden trabajar a tiempo completo, pero yo tengo que luchar para adquirir los alimentos de mi familia y pagar el alquiler cada mes», describe Reina Flamenco, integrante de La Colectiva.

«Pero», advierte Castellanos, «fuera de la organización, son muchas las explotadas».

De acuerdo a La Raza, dos tercios de las empleadas domésticas de California perciben sueldos magros o por debajo de la línea de pobreza.

Es que ni California ni el resto del país tienen protección legal para unos 2,5 millones de trabajadoras domésticas, casi todas inmigrantes.

La flamante excepción es el estado de Nueva York. El 31 de agosto, el gobernador David Paterson promulgó una legislación que garantiza salario mínimo, pago de horas extra, descanso semanal, vacaciones y días libres por enfermedad.

Es resultado de una lucha de muchos años de las organizaciones de trabajadoras y debió superar resistencias en el proceso legislativo.

Quien trabaja en el servicio doméstico se expone a maltrato y condiciones laborales inseguras.

«Son mujeres con hijos, madres solteras… Muchas deben hacerse cargo de sus esposos e hijos», dice Castellanos. «Deben cuidarse de no quedar embarazadas» y, peor aún, «muchas sufren abusos verbales o sexuales».

Es que «hacemos lo que sea para comer», señala Castellanos, que fue trabajadora doméstica.

Esos abusos podrían quedar prohibidos en todo el mundo si la OIT aprueba en 2011 un convenio internacional sobre trabajo doméstico, que establecerá un marco específico de garantías equiparables a las que protegen a otros sectores laborales.

«¿Y si yo pudiera cambiar sus vidas?»

La camboyana Chen Reaksmey aspira a ser un modelo para sus iguales. Con 15 años se mudó a Phnom Penh, la capital, en busca de independencia económica y medios para ayudar a su familia, que había quedado en provincia.

Lo que encontró fue un salón de karaoke: el riesgoso negocio del entretenimiento que suele incluir servicios sexuales en este país del sudeste asiático.

A los 22 ya era fumadora de metanfetamina, una droga sintética muy adictiva que le permitía aguantar los rigores nocturnos. «Una amiga me dijo: toma un poco y podrás trabajar toda la noche», recuerda. «Me daba energía y me ayudaba a olvidar».

La vida empezó a cambiar cuando conoció la organización no gubernamental Korsang, que trabaja en la reducción de los riesgos de la adicción a las drogas y en la prevención del virus de inmunodeficiencia humana (VIH), causante del sida.

A medida que decrecía su consumo, Chen empezó a postularse como educadora voluntaria, y llegó a ser excelente donde fracasaban los varones: el diálogo con las mujeres adictas.

«Al principio me parecía una locura que no valía la pena», dice Chen a TerraViva. «Pero, viendo a esas mujeres, pensé: ¿Y si pudiera cambiar sus vidas?».

Pero sólo tres años atrás pudo cambiar la propia, cuando dejó por completo la metanfetamina tras embarazarse de su segundo hijo.

En el camino, Chen forjó un nuevo empleo y medio de vida. Con 31 años dirige el programa de mujeres de Korsang, que ella misma comenzó en 2008 y que es el único dirigido a la población femenina en un país con muy pocas opciones de tratamiento y rehabilitación.

Mirando hacia atrás, Chen atesora un empleo decente y motivador y una forma de ayudar a otras extrayendo lecciones de su propia experiencia. «Yo fumaba y trabajaba de noche, como ellas. Ahora tengo una familia y un trabajo bueno», dice. «Quiero elevar su autoestima, ser un modelo para ellas».

* Con aportes de Fabiana Frayssinet (Río de Janeiro), Aprille Muscara (Nueva York) e Irwin Loy (Phnom Penh). Este artículo fue publicado originalmente por el periódico independiente TerraViva de IPS con el apoyo de Unifem y del Dutch MDG3 Fund.

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