El breve siglo XX fue una era de guerras religiosas entre ideologías seculares. Por razones más históricas que lógicas el siglo pasado fue dominado por la oposición entre dos tipos de economía mutuamente excluyentes: el socialismo, identificado con las economías planificadas centralmente del tipo soviético, y el capitalismo, que cubrió todo el resto.
Esta aparentemente oposición fundamental entre un sistema que buscó eliminar la búsqueda de lucro de la empresa privada y otro que procuró eliminar toda restricción del sector público sobre el mercado nunca fue realista. Todas las economías modernas deben combinar lo público y lo privado de variadas maneras y de hecho lo hacen. Las dos tentativas de cumplir a rajatabla con la lógica de esas definiciones de capitalismo y de socialismo han fracasado. Las economías de planificación comandada por el Estado de tipo soviético no sobrevivieron a los años 80 y el fundamentalismo del mercado angloestadounidense, entonces en su apogeo, se hizo pedazos en 2008.
El siglo XXI tendrá que reconsiderar sus problemas en términos más realistas. ¿De qué manera ha afectado el fracaso a los países anteriormente comprometidos con el modelo socialista? Bajo el socialismo ellos no fueron capaces de reformar sus sistemas de economía planificada, aunque sus técnicos tenían plena conciencia de sus defectos fundamentales, que eran internacionalmente no competitivos y seguían siendo viables sólo en la medida en que estuvieran aislados del resto de la economía mundial.
El aislamiento no pudo ser mantenido, y cuando el socialismo fue abandonado, ya fuera por el colapso de los regímenes políticos, como ocurrió en Europa, o por el propio régimen, como sucedió en China y Vietnam, esos Estados se zambulleron en lo que a muchos pareció como la única alternativa a disposición: el capitalismo en su entonces dominante forma extrema del libre mercado.
Los resultados inmediatos en Europa fueron catastróficos. Los países de la ex Unión Soviética no han superado aún sus efectos. Afortunadamente para China su modelo capitalista no se inspiró en el neoliberalismo angloestadounidense sino en el mucho más dirigista de los tigres del Este asiático. China lanzó su gran salto adelante económico con escasa preocupación por sus implicaciones sociales y humanas.
Este período está ahora llegando a su fin, tal como ocurre con el dominio del liberalismo económico angloestadounidense, aunque todavía no sabemos que cambios traerá la actual crisis económica mundial cuando sean superados los efectos de la sacudida de los últimos dos años. Una sola cosa es clara, hay un importante desplazamiento de las viejas economías del Atlántico Norte hacia el Sur y sobre todo hacia Asia del Este.
En esta situación, los ex Estados socialistas (incluyendo aquellos todavía gobernados por partidos comunistas) enfrentan muy diferentes perspectivas y problemas.
Rusia, habiéndose recobrado hasta cierto punto de la catástrofe de los años 90, quedó reducida a un fuerte pero vulnerable exportador de materias primas y energía, y hasta ahora ha sido incapaz de reconstruir una base económica más balanceada. La reacción contra los excesos de la era neoliberal ha llevado a cierto retorno a una forma de capitalismo de Estado con una reversión a aspectos de la herencia soviética. Es evidente que la simple imitación del Occidente ha dejado de ser una opción. Esto es todavía más obvio en China, que ha desarrollado su capitalismo poscomunista con considerable éxito. Tanto es así que futuros historiadores bien podrían ver a China como el verdadero salvador de la economía del mundo capitalista en la actual crisis.
En resumen, ya no es posible creer en una única forma global de capitalismo o de poscapitalismo.
Sin embargo, modelar la economía futura es quizás el asunto menos importante de nuestras preocupaciones. La diferencia crucial entre los sistemas económicos radica no en sus estructuras sino en sus prioridades sociales y morales. A este respecto veo dos problemas críticos:
El primero es que el fin del comunismo ha significado el súbito fin de los valores, hábitos y prácticas sociales con los cuales han vivido varias generaciones, no sólo de los regímenes comunistas sino también los del pasado precomunista y que han sido ampliamente preservados bajo tales regímenes. Excepto para los nacidos después de 1989, se mantiene en todos un sentimiento de alteración y desorientación social, aún cuando los apuros económicos ya no predominan en la población poscomunista. Inevitablemente, pasarán varias décadas antes de que las sociedades poscomunistas encuentren un modo de vivir estable en la nueva era, y de que puedan ser erradicadas algunas de las consecuencias de la alteración social, de la corrupción y del crimen institucionalizados.
El segundo problema es que tanto el neoliberalismo occidental como las políticas poscomunistas que ha inspirado deliberadamente subordinan el bienestar y la justicia social a la tiranía del Producto Interno Bruto, sinónimo del máximo y deliberadamente desigual crecimiento. De esta manera se socavan, y en algunos países ex comunistas se destruyen, el sistema de seguridad social, los valores y los objetivos del servicio público. Tampoco existen bases para el capitalismo con rostro humano de Europa de las décadas posteriores a 1945 ni para satisfactorios sistemas poscomunistas de economía mixta.
El propósito de una economía no debe ser el lucro sino el bienestar de toda la gente, así como la legitimación del Estado es su pueblo y no su poder. El crecimiento económico no es un fin en sí sino un medio para crear sociedades buenas, humanas y justas. Lo que importa es cómo y con qué prioridades combinemos los elementos públicos y privados en nuestras economías mixtas. Esta es la cuestión política clave del siglo XXI. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Eric Hobsbawm, historiador y escritor británico.