20 AÑOS DESPUÉS DE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN: LA HISTORIA CONTINÚA

Veinte años han pasado desde la caída del Muro de Berlín, uno de los símbolos vergonzosos de la Guerra Fría y de la peligrosa división del mundo en bloques opuestos y en esferas de influencia enfrentadas. El período actual nos permite observar los acontecimientos de aquellos tiempos y formarnos una opinión menos emocional y más racional.

La primera observación optimista es que el anunciado Fin de la Historia no se ha producido en absoluto. Pero tampoco ha llegado lo que los políticos de mi generación confiaban sinceramente que ocurriría: un mundo en el cual, con el fin de la Guerra Fría, la humanidad podría finalmente olvidar la aberración de la carrera armamentista, de los conflictos regionales y de las estériles disputas ideológicas y entrar en una suerte de siglo dorado de seguridad colectiva, de uso racional de los recursos, del fin de la pobreza y de la desigualdad y de la restauración de la armonía con la naturaleza.

Otra consecuencia es la interdependencia de importantes aspectos que tienen que ver con el real sentido de la existencia de la humanidad. Esta interdependencia no se da sólo entre los procesos y los hechos que ocurren en los diferentes continentes sino también en el vínculo orgánico entre los cambios en las condiciones económicas, tecnológicas, sociales, demográficas y culturales que determinan la vida diaria de miles de millones de personas en nuestro planeta. La humanidad ha efectivamente comenzado a transformarse en una civilización única.

Al mismo tiempo, la desaparición de la llamada Cortina de Hierro y de las barreras y fronteras, ha yuxtapuesto no solamente a aquellos países que hasta hace poco representaban diferentes sistemas políticos sino también a civilizaciones, culturas y tradiciones.

Naturalmente, los políticos del siglo pasado podemos estar orgullosos de haber evitado el peligro de una guerra termonuclear. Sin embargo, para muchos millones de personas el mundo no se ha convertido en un lugar más seguro que antes. Innumerables conflictos locales y guerras étnicas y religiosas han aparecido en el nuevo mapa de la política mundial. Una prueba evidente del comportamiento irracional de la nueva generación de políticos es el hecho de que los presupuestos de defensa de muchos países, tanto grandes como pequeños, son ahora mayores que durante la época de la Guerra Fría, así como que los métodos represivos son una vez más el medio general para enfrentar y resolver conflictos y un aspecto común y corriente de las actuales relaciones internacionales.

Desafortunadamente, a lo largo de las dos últimas décadas el mundo no se ha vuelto un lugar más justo: las disparidades entre la pobreza y la riqueza se mantuvieron e incluso se incrementaron, no sólo en los países en desarrollo de los hemisferios norte y sur sino también dentro de las propias naciones desarrolladas. Los problemas sociales de Rusia, los mismos que en otros países poscomunistas, son una prueba de que el simple abandono de un modelo defectuoso de economía centralizada y de planificación burocrática no es suficiente para garantizar tanto la competitividad del país en una economía globalizada como el respeto por los principios de la justicia social.

Deben añadirse nuevos desafíos. Uno de ellos es el terrorismo, convertido en la “bomba atómica de los pobres”, no sólo en sentido figurado sino quizás en el sentido literal del término. La incontrolada proliferación de las armas de destrucción masiva, la competencia entre los antiguos adversarios de la Guerra Fría para alcanzar nuevos niveles tecnológicos en la producción de armas, y la emergencia de nuevos pretendientes a desempeñar un papel protagónico en un mundo multipolar, incrementan la sensación de caos que está afligiendo a la política global.

El verdadero logro que podemos celebrar es el hecho de que el siglo XX marcó el fin de las ideologías totalitarias, en particular las inspiradas en creencias utópicas.

Pero pronto resultó evidente que también el capitalismo occidental, privado de su viejo adversario y contendiente histórico e imaginándose a sí mismo como el indiscutible ganador histórico y la encarnación del progreso global, puede conducir a la sociedad occidental y al resto del mundo a un nuevo y ominoso callejón sin salida.

En este marco, la irrupción de la actual crisis económica ha revelado los defectos orgánicos del presente modelo occidental de desarrollo impuesto al resto del mundo como el único posible. Asimismo, demuestra que no solamente el socialismo burocrático sino también el capitalismo ultraliberal tiene la necesidad de una profunda reforma democrática y de la adquisición de un rostro humano, o sea de una suerte de perestroika propia.

Hoy en día, mientras dejamos a las espaldas las ruinas del viejo orden, podemos pensar en nosotros mismos como activos participantes en el proceso de creación de un mundo nuevo. Muchas verdades y postulados considerados indiscutibles (tanto en el Este como en el Oeste) han dejado de serlo. Entre ellos estaban la fe ciega en el todopoderoso mercado y, sobre todo, en su naturaleza democrática. Había una arraigada creencia de que el modelo occidental de democracia puede ser difundido mecánicamente a otras sociedades cuyas experiencias históricas y tradiciones culturales son diferentes. En la situación presente, incluso un concepto como el del progreso social, que parece ser compartido por todos, necesita una información más precisa y una redefinición. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Mijail Gorbachov, líder de la Unión Soviética en el período 1985/1991, Premio Nobel de la Paz 1990 y presidente del World Political Forum (WPF)

 

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