La habitación es lúgubre y estrecha. Las paredes no tienen revoque y sus ásperos bordes de cemento pueden raspar la piel fácilmente. Hay muebles esparcidos por todo el lugar, sillas de plástico puestas una encima de la otra y ropa en un perchero.
De la pared cuelgan bolsos. En un rincón hay una cocinilla a queroseno. Una bicicleta descansa junto a la única cama, en esta pieza de tres por tres metros.
Aquí vive Anoma Piyaselee, de 26 años, junto con su esposo, quien trabaja como soldador, lo que le permite cobrar un salario inferior al de ella.
Piyaselee es una de las alrededor de 52.000 inmigrantes que se las arreglan con los magros ingresos que obtienen en los centros industriales de Sri Lanka, formalmente conocidos como Zonas de Libre Comercio.
Las fábricas allí instaladas gozan de varias exoneraciones tributarias y otros incentivos que a veces perjudican los derechos de los trabajadores.
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Según la organización no gubernamental Stand-up, integrada por ex y actuales trabajadores de las zonas francas, más de 90 por ciento de la fuerza laboral de la situada en la occidental localidad de Katunayake está integrada por mujeres de entre 18 y 30 años.
Los trabajos, principalmente relacionados con la vestimenta, están pensados en particular para ellas. Los pocos hombres empleados o bien son operadores de máquinas o bien ocupan puestos mejor pagos.
La historia de Piyaselee es similar a la de muchas otras en las zonas francas. No sólo soportan duras condiciones de vida, sino que también lidian constantemente con la agonía de estar lejos de sus familias.
Sin importar cuántas horas trabajen, sus escasos salarios nunca les alcanzarán para satisfacer las necesidades básicas de sus familias. Muchas más viven situaciones similares, y otras tal vez más trágicas. Piyaselee es una sobreviviente del yugo, en su búsqueda por salir de la miseria.
La recién casada Piyaselee procede del central distrito de Nuwera Eliya, popular por su té y por su clima fresco. Ella quería realizar estudios terciarios, pero las dificultades económicas en su casa la hicieron renunciar a su sueño y buscarse un trabajo.
Los magros ingresos que conseguía su madre viuda como verdulera a duras penas alcanzaban para alimentarla, vestirla y enviarla a ella y a sus tres hermanos a la escuela.
Tras cuatro años de realizar trabajos esporádicos, en 2002 Piyaselee fue a parar a la Zona de Libre Comercio de Katunayake, al sur de Colombo y a unos 200 kilómetros de su aldea. Es aquí que pasó la mayor parte de su vida desde entonces.
Con alrededor de 80 fábricas y unos 100.000 trabajadores, se considera que esta zona franca es la más grande de las 14 que hay en el país.
"Vine aquí como ayudante, luego de seis meses me convirtieron en operadora (de máquinas) y me he desempeñado como tal durante los últimos seis años", dijo a IPS.
"Nada ha cambiado", señaló.
Sin embargo, algunas cosas sí han cambiado. Ahora gana alrededor de 12.000 rupias (unos 120 dólares) por mes. Cuando llegó a la Zona de Libre Comercio, su salario era de apenas 3.400 rupias (34 dólares). Quienes ingresan actualmente perciben un salario superior, alrededor de 6.700 rupias (67 dólares), pero todavía les resulta difícil llegar a fin de mes.
Los beneficios estándar, como los seguros de salud, son poco comunes. Pero les corresponde la licencia por maternidad.
Las obreras como Piyaselee trabajan por lo menos ocho horas diarias, y a veces hacen dos horas extra. La típica semana laboral es de seis días. Los días libres son los domingos, y la fiesta religiosa budista, o Poya Day, se celebra cada vez que hay luna llena.
El agotador trabajo cotidiano impide a Piyaselee y a sus compañeras viajar unos 200 kilómetros de ida y vuelta a sus hogares. Y ni siquiera tienen suficiente dinero para pagarse los pasajes de cada día.
"Solamente vamos a nuestras casas una o dos veces al año: o bien en las vacaciones de Navidad o bien durante el Avurudhu", explicó, aludiendo al tradicional festival de Año Nuevo, que se realiza a mediados de abril.
El ciclo es el mismo para la mayoría de las trabajadoras de las Zonas de Libre Comercio que proceden de distritos lejanos. Dulani Wasala, de 26 años, es una viuda que trabaja en la misma zona que Piyaselee.
Pese a que cada día echa muchísimo de menos a sus dos hijos, Wasala sólo viaja a su casa tres veces al año, a menos que haya una emergencia.
"Mi madre es quien los cuida. No tengo más opción que quedarme (en la zona franca) y trabajar. Mi hijo más pequeño piensa que he ido a Colombo para traer a su padre de regreso", relató a IPS.
Ashila Mapalagama, directora de Stand-up, dijo a IPS que "ésta es la mejor época en la vida de una joven, pero ellas (las trabajadoras de las Zonas) son tragadas por un remolino y no pueden salir de él tan fácilmente".
Las mujeres que intentar salir de la pobreza empleándose en las zonas francas saben exactamente a qué se refiere Mapalagama.
Piyaselee y su esposo viven en su pequeña choza de concreto porque es todo lo que pueden pagar. El alquiler ronda las 2.200 rupias (22 dólares), 10 por ciento de sus salarios mensuales sumados.
Gastan alrededor de 5.000 rupias (50 dólares) en alimentos y en enviar apoyo a su familia, dijo ella.
"Casi no nos queda nada", se lamentó.
La pareja ha postergado la paternidad debido a los problemas financieros. "En este momento no podemos pensar en eso. Necesitamos una opción que nos permita salir de esta vida para soñar con algo mejor", expresó Piyaselee.
Cada mes, Wasala camina por la cuerda floja en materia financiera. Como Piyaselee, gana entre 12.000 y 14.000 rupias (120 a 140 dólares).
Envía aproximadamente 6.000 rupias (60 dólares) mensuales a su casa, para la manutención de sus dos hijos.
Para sobrevivir compra alimentos a crédito, imponiéndose un tope que le permita seguir enviando esa suma.
"Funciona, pero estoy endeudada. Es la única manera", dijo.
Mapalagama señaló que la única forma de que estas mujeres jóvenes salgan de la pobreza es pagarles salarios más elevados.
"Si se les paga suficientemente bien, sus vidas mejorarán. Eso es algo que empleadores, gobierno y otros tienen que considerar si quieren revertir la tendencia. Todo lo demás será como poner una curita sobre una herida infectada", planteó.
En 2008, las exportaciones de vestimenta hicieron ingresar al país 3.400 millones de dólares, según datos de la Asociación de Exportadores de Ropa de Sri Lanka. Pero negras nubes se avizoran en el horizonte, desde que se conoció la noticia de que la Unión Europea (UE) puede no extender las concesiones comerciales a raíz de los malos antecedentes de Sri Lanka en materia de derechos humanos.
Estos son los peor considerados en Asia austral, según un informe presentado el año pasado por el Centro Asiático para los Derechos Humanos.