Soledad Acevedo tenía 18 años, dos hijos y un empleo precario en 2002, cuando fue enviada a una cárcel de la oriental provincia argentina de Buenos Aires imputada de robo a mano armada y tentativa de homicidio. Ahora tiene 24 y está exultante en su celda, donde recibe a IPS.
Su alegría es porque le acaban de informar que, de un momento a otro, pasará a estar en reclusión domiciliaria.
No es la libertad, pero hasta que se dicte sentencia firme vivirá en casa de su hermana, con su hija que ahora tiene nueve años y el varón de siete, de los que debió separarse cuando fue detenida, además de la niña que dio a luz en la prisión en 2006 y que vivió con ella tras las rejas.
Acevedo es una de las 270 mujeres de la Unidad 33 de Los Hornos, en La Plata, capital de la oriental provincia de Buenos Aires, donde la población carcelaria femenina corresponde a tres por ciento del total. Pero ella integra un grupo aún más reducido: el de 76 presas que tienen a su hijos de hasta cuatro años con ellas.
Hay además una veintena de embarazadas, según recopila el Comité contra la Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria, un ente estatal pero independiente que sigue de cerca la vida de los internos en las cárceles del distrito más populoso del país.
Junto con otras organizaciones no gubernamentales defensoras de los derechos humanos, los miembros del Comité intentan que las embarazadas o las madres con hijos pequeños tengan penas alternativas a la de prisión. Y de a poco lo logran. Pero sin una ley que los respalde, advierten, los jueces son renuentes a otorgar este beneficio.
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"En los últimos meses hubo 21 presentaciones judiciales y se consiguió el arresto domiciliario para 13 chicas (jóvenes)", precisa a IPS Laurana Malacalza, la representante del Comité que acompañó a esta cronista en un recorrido por las celdas del pabellón 10 de Los Hornos, donde están detenidas las mujeres con sus niños y niñas.
A diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los hombres presos, las mujeres tienen pocas visitas y en la mayoría de los casos, por la distancia que separa a sus hogares de los centros de detención habilitados para ellas, terminan perdiendo el vínculo con la familia de origen y con los padres de sus hijos.
Fue desgarrador dejar a los niños con su hermana, recuerda la propia Acevedo al repasar el momento de su detención. "No quería traerlos a vivir acá. La nena iba a empezar el jardín (preescolar) y el chiquito se estaba largando a caminar", remarca. La tercera sí vive en la Unidad. Ahora, cuando los dos mayores la visitan, sufren porque sólo la pequeña vive con ella, cuenta.
"El embarazo acá fue feísimo, decían que era de alto riesgo. No sé por qué. Me daban algo para que lo retenga". Su hija nació por cesárea en un hospital de la zona y a los cinco días ambas estaban de vuelta en la celda. "El mundo se me venía abajo, lloraba más yo que ella", dice sobre su puerperio.
Ahora sabe que con el arresto domiciliario tampoco podrá salir a la calle, ni trabajar. No estará en libertad. Fue condenada en primera instancia a 12 años y seis meses de prisión, aunque sus defensores van presentar una apelación. Pero entretanto ella estará en casa con sus tres hijos. Todos juntos.
CAMINO A CASA
La entrevista con IPS se interrumpe por los gritos. Justo llaman a Acevedo, que ya puede irse.
Abandona la celda con lo puesto. Corre, se ríe, llora, se besa apurada con otras reclusas que le salen al paso. El peinado de salida se desarma con los abrazos. Como en un ritual de despedida, sus compañeras de cautiverio abren y cierran con furia las puertas de hierro de sus celdas para que todo el penal se entere que hay una que se va.
Los niños miran la escena con sorpresa, pero no se asustan. Parecen acostumbrados. El bullicio, los golpes y patadas contra las puertas se prolongan mucho más allá del tiempo que le toma despedirse a Soledad Acevedo. Con cada golpe se descarga alegría, rabia, tristeza, emoción, impotencia, dice una de las más veteranas.
Con cada arresto domiciliario la situación de las cárceles se descomprime un poco. Pero la conquista mayor sería una ley que faculte a los jueces a otorgar a las madres este beneficio que rige hoy para enfermos terminales o personas mayores de 70 años. Sería un modo de aliviar el hacinamiento carcelario operando sobre un grupo vulnerable.
En el Congreso Nacional legislativo hay un proyecto para ese fin aprobado todavía sólo por una de las dos cámaras y en la Legislatura provincial otro. Paula Litvachky, del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), dijo a IPS que, en lugar de proteger el vínculo materno filial llevando los niños a la prisión, el Estado debería permitir a las madres estar afuera.
"La madre, o el padre cuando ella no esté, pueden estar detenidos en casa con una pulsera magnética y los niños hacer vida normal, al menos mientras son pequeños", explicó. "Eso es mucho mejor que construir cárceles con jardines de infantes", añadió la representante del CELS, la organización no gubernamental que también presiona por una ley nacional al respecto.
Mientras, estas organizaciones de derechos humanos acompañan con su aval a los defensores oficiales en cada uno de los pedidos de arresto domiciliario de procesadas. Entre las madres, 96 por ciento de ellas no tienen condena firme y la gran mayoría está detenida por delitos contra la propiedad (40 por ciento) o por tenencia y comercialización de estupefacientes (31 por ciento).
El pabellón que recorrió IPS tiene dos pisos de celdas, cada una con dos camas que la mayoría comparte con sus hijos. El resto del "mobiliario" depende de la ayuda familiar. Algunas tienen una mesa, un aparato de televisión o un radiograbador, y estantes donde guardan juguetes y ropa de los niños y niñas. Los sitios son pequeños y están abarrotados.
El Estado no prevé una partida presupuestaria para el mantenimiento, la educación y cuidado sanitario de los niños alojados en los penales. Los servicios que se les brindan dependen de la voluntad o los recursos de cada director de establecimiento, o de donaciones. Por eso, muchas dependen de lo que les lleve la familia, si es que las visitan.
El servicio penitenciario les da pañales y leche. Muchas veces no hay medicinas y el pediatra está en un horario limitado. Hasta hace unos meses no había otoscopios, nebulizadores ni balanzas, pero la muerte de un bebé de seis meses por bronqueolitis en 2007, hijo de una interna, permitió que se dotara a la unidad de algunos de esos instrumentos.
Para sus gastos, las muchachas reciben ocho pesos (poco más de dos dólares) al mes como peculio. Según una encuesta que ellas mismas hicieron a fines de 2006, durante una protesta por las condiciones de detención, la mitad de ellas dijeron haber dejado de recibir el subsidio estatal a jefas de hogar sin empleo (30 dólares al mes).
La zona común a la que dan las celdas tiene una mesa con sillas, una cocina y heladera. Allí hay un televisor encendido, sin volumen. El ambiente huele cigarrillo y a desperdicios que llevan muchas horas sin ser recogidos. Las moscas se entretienen con restos de comida en una olla y con la cubierta de las tortas "para las visitas".
Ese sitio tiene una puerta que da a un patio con un perímetro de alambre. Allí hay algo de césped, una pileta de plástico vacía y juegos para niños —algunos rotos— recibidos en donación. De todos modos, ese espacio está invadido por las cuerdas donde flamea la ropa. Los niños juegan dentro de esos límites.
Algunos van a una guardería infantil cercana, destinada en un principio para hijos de los agentes penitenciarios, siempre que haya vacantes. Los más grandes van a un jardín de infantes de la zona. Son trasladados desde la prisión, van y vuelven, y las madres no tienen contacto con sus maestras.
LA SEPARACIÓN TAN TEMIDA
La legislación argentina permite a las mujeres estar presas con sus hijas e hijos hasta que éstos cumplen cuatro años. Después, si la madre sigue detenida, los niños deberán irse con algún familiar que los quiera tener o serán internados en hogares de atención. Esta última opción es "favorecida por la acción de muchos funcionarios judiciales", denuncia el Comité contra la Tortura.
Según el sondeo que ellas hicieron en la Unidad en la protesta, 27 mujeres en 2006 aseguraron haber dado a sus hijos en adopción o a familias sustitutas.
"Lo que tratamos de preservar es el vínculo madre-hijo, porque si hacemos hincapié en la protección de estos niños los jueces se los podrían quitar", advierte Malacalza.
Una de las muchachas contó a IPS que tiene cuatro hijos viviendo con sus padres y una quinta niña, portadora del virus de inmunodeficiencia humana (VIH, causante del sida), viviendo con ella. La pequeña nació en una comisaría y hoy tiene dos años, narra la madre mientras espera que se la traigan de la guardería.
"Cuando nació me la sacaron", dice sobre la niña. "Estaba en Casa Cuna (un hospital especializado en niños). Yo la pedía, pero nadie me hacía caso. A los 11 meses me la trajeron y enseguida se acostumbró acá", asegura. "Me encantan los chicos", dice con una sonrisa. Sólo tiene un diente. No quiere hablar de los motivos de su detención.
Otra joven del pabellón se acerca a la representante del Comité porque quiere pasar a cumplir arresto domiciliario, pero admite no tener donde vivir. Lleva en brazos a su hijo de dos años, nacido en prisión y que estuvo hospitalizado 11 veces por problemas respiratorios. El único período en que el niño estuvo bien fue cuando ella quedó bajo arresto fuera de la cárcel.
A raíz de los problemas de salud del pequeño, el juez había conseguido que la joven, de 21 años, se quede en un hogar para mujeres víctimas de violencia en La Plata. El niño mejoró mucho allí, pero ella tenía una angustia muy grande y se cortó las venas. Se recuperó, dice, pero la devolvieron a la Unidad.
Ahora que el frío arrecia tiene miedo de que su niño se enferme otra vez, y está dispuesta a volver a intentar en otro lado. No será fácil encontrar un lugar, anticipa Malacalza luego de escucharla. La joven perdió contacto con su familia.
Cuenta que estudiaba medicina en La Plata y que una noche, con otros alumnos, tomó drogas y "salieron a robar" como quien sale en busca de aventuras. Asegura que no puede pedir el arresto en el domicilio de sus padres porque no tiene vínculo con ellos. Desde que fue detenida no los volvió a ver y no quiere llamarlos.
En cambio, Gladys (no dice el apellido) está feliz porque en dos semanas saldrá en libertad. Recibe a IPS en su celda y habla en voz baja mientras le da el biberón a su pequeño de dos años. La mujer tiene 38 años y hace 13 que está presa. Pasó por cinco cárceles distintas de la provincia de Buenos Aires.
Gladys tiene cinco hijos en total. A las tres hijas mayores no las ve desde hace siete años. Viven con su abuela. Las tuvo cuando era libre y no perdió el contacto, dice. La llaman por teléfono periódicamente. Viven en General Villegas, una localidad 500 kilómetros al noroeste de La Plata, donde ella está alojada ahora.
"Mejor que no vengan, porque a las visitas las someten a una requisas muy desagradables y no quiero que pasen por eso", se conforma.
En 2001, estando en prisión en Azul, otra localidad del sudoeste de la provincia de Buenos Aires, Gladys quedó embarazada de una relación con un detenido. El niño de siete años vive con sus abuelos paternos en Bahía Blanca, a 640 kilómetros de La Plata, y lo ve dos veces al año. El más pequeño, en sus brazos, es el único que está con ella.
El arresto domiciliario permitiría en estos casos reunir a todos los hermanos con su madre bajo un mismo techo, al menos durante los primeros años de vida de los hijos.
Está presa por homicidio. "Maté a mi marido porque les pegaba a mis hijas y a mis hijos no los toca nadie", asegura. Era el padrastro de las niñas. "Me quise separar y él no quiso. Le puse veneno en la comida", confiesa.
La condenaron a 20 años de prisión, pero la sentencia llegó hace dos meses, después de 13 años de estar detenida. Los años de proceso sin condena se computan doble por ley, o sea que estuvo presa más tiempo del que le correspondía. En dos semanas saldrá en libertad definitiva.
"Pasé muchas cosas acá", dice con los ojos colmados. Aprendió algunos oficios, pero fue testigo de escenas terribles como violaciones entre mujeres o peleas cruentas.
"Acá, si viene alguien y te dice dame tus zapatillas o tu grabador, hay que defender las cosas. Y para eso hay que pelear con las manos o levantar un fierro", explica. "Eso quiere decir pelear con un cuchillo o con cualquier cosa contundente", afirmó. Eso si, nunca delante de los niños, aclara. "Las peleas se arreglan en el sector de duchas", aclara.
Al final del recorrido, otra mujer, con un bebé de ocho meses en brazos, pide a esta cronista que le tome una foto con el pequeño y sonríen para la cámara. La muchacha tiene cáncer pero se niega a tratarse. Cree que no tiene sentido. Cuando el bebé cumpla cuatro años tendrán que separarse y ella decidió que hasta allí llegará.