La dirección Chapultepec 380 remite a una zona céntrica de la capital mexicana propia de oficinas, restaurantes e intenso tráfico vehicular. Sin embargo pocos saben que allí habita una colonia indígena integrada por jóvenes que limpian parabrisas, albañiles, vendedoras ambulantes y niños mendigos.
Un muro blanco de poco más de dos metros de altura impide ver hacia el interior del predio, donde en habitaciones de un piso viven unos 160 otomíes originarios de la comunidad de Santiago Mezquititlán, en el central estado de Querétaro.
Ubicado a unos cinco o seis kilómetros de la plaza del Zócalo, donde se encuentra el antiguo palacio de gobierno y la sede del ayuntamiento capitalino, los vecinos de este asentamiento, en gran parte ejecutivos que laboran durante el día en la zona, ignoran su presencia, igual que la mayoría de los 20 millones de habitantes de la ciudad de México.
"Llegué aquí a los 15 años y es difícil, pero qué le vamos a hacer. Nos discriminan porque no hablamos bien el español", señaló a IPS Viviana de la Cruz, de 30 años, quien comparte con su esposo albañil y tres niños una habitación de piso de cemento de unos 24 metros cuadrados construida de lámina y ladrillos.
De la Cruz asegura que en la ciudad está mejor que en su natal Mezquititlán, una empobrecida zona agrícola de 14.000 habitantes. "No pus… allá en el pueblo está triste, no hay trabajo y ya no tenemos ni tierra", apunta.
[related_articles]
Un tercio de los 12 millones o 13 millones de indígenas mexicanos viven en las ciudades y la mayoría de ellos en la capital del país. El resto se mantiene en el campo o en zonas semiurbanas, indican estimaciones del estatal Consejo Nacional de Población.
Los indígenas alcanzan por lo general mayor escolaridad y mejores servicios de salud en las ciudades, pero sus promedios de desarrollo son inferiores a los del resto de la población y realizan los trabajos peor remunerados.
Además sufren una marcada discriminación. Para sortear el rechazo, muchos prefieren agruparse en comunidades cerradas, lejos de la mirada de extraños, no utilizar su idioma en público ni vestirse a la usanza de sus ancestros.
"Aunque ya son parte de la ciudad, permanecen invisibles para las mayorías pues no los ven o no quieren verlos", dijo a IPS Elena Ramos, del Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (Cides), una organización no gubernamental que lleva más de una década trabajando en proyectos con indígenas de la capital.
En los últimos 20 años, algunos grupos étnicos ocuparon terrenos y edificios abandonados. El gobierno capitalino, dirigido desde 1997 por el izquierdista Partido de la Revolución Democrática, estableció programas para atender la demanda de viviendas con créditos hipotecarios y desarrolló planes sociales específicos para esa población.
De 2004 a la fecha, las autoridades otorgaron 840 créditos de vivienda a familias otomíes, mazahuas, triquis, mixtecos, zapotecos, huicholes y tojolabales, varias de los cuales ya cuentan con sus propios departamentos.
Chapultepec 380 es uno de esos predios que fue ocupado hace más o menos dos décadas por el impulso de los primeros inmigrantes de Santiago Mezquititlán, pero aún no cuenta con una declaratoria oficial de propiedad.
Con los años llegaron al lugar más y más indígenas, siempre de Mezquititlán, y lo que en un principio era un terreno sin edificaciones fue convirtiéndose en un campamento de casas de cartón para luego transformarse en una colonia pobre, pero dotada de luz, agua potable y canalización.
"Todo se fue construyendo poco a poco; cuando yo llegué esto era muy diferente, pero las mujeres y los esposos fuimos metiendo solicitudes ante el gobierno y entrándole a la construcción para tener lo que ahora tenemos", indicó De la Cruz.
En la mayoría de los asentamientos indígenas de la ciudad viven personas de la misma etnia y con lazos familiares directos. Es difícil encontrar en el mismo lugar a otomíes junto a triquis o tojolabales.
De la Cruz llegó a la dirección donde está su actual vivienda a comienzos de los años 90, ya cuando varios de sus 10 hermanos la habitaban. "Mi papá murió y uno de mis hermanos se fue a Estados Unidos, pero el resto —ya con sus esposas e hijos— seguimos aquí", indicó.
Al abrir la pequeña puerta metálica identificada con el número 380, asoma un pasaje de cerca de 200 metros de profundidad con piso de cemento flanqueado por pequeñas viviendas rústicas de no más de 30 metros cuadrados atravesadas por cordeles que ondean vestimentas recién lavadas.
Cada vivienda es una sala con piso de cemento donde la cocina y las camas están separadas con un pedazo de madera o cartón. Entre cada unidad habitacional no hay más espacio que un frágil muro.
El predio 380 tiene unos 2.000 metros cuadrados. Allí, las viviendas se levantan a lo largo de dos corredores, unas frente a otras, junto a lugares donde se adecuaron baños y zonas de lavado comunes.
"Recuerdo que este lugar era sólo tierra y no había ningún orden, pero nos pusimos de acuerdo y gracias a Dios tenemos ya nuestra casa", señaló De la Cruz.
El Cides concertó con los residentes del lugar el arreglo de una pequeña pieza como aula y biblioteca, a la que denominan Colibrí. Allí, entre dos computadoras y algunos libros, personal de esa organización brinda talleres semanales sobre violencia doméstica, desarrollo familiar, prevención de accidentes y educación para la salud, entre otros temas.
Lo mismo hace en otros cuatro lugares cercanos al 380 que están también ocupados por grupos de diversas etnias. Las oficinas del Cides próximas al predio reciben de lunes a viernes a decenas de niños indígenas para reforzar su educación, darles alimentos y hacerles partícipes de diversos talleres en las horas en que no asisten a clases.
El objetivo es alejarlos de la calle, donde tradicionalmente venden dulces y piden limosna junto a sus mamás, para que continúen en la escuela y mantengan su idioma y cultura.
Todas las mañanas, desde Chapultepec 380 sale un ejército de vendedoras de dulces y artesanías, albañiles y jóvenes que se ubican en los cruces vehiculares para limpiar parabrisas de automóviles a cambio de unas monedas.
"Mis hijos ya no salen a la calle, pero todo está caro y con los 800 pesos (unos 74 dólares) semanales que gana mi marido en la construcción no alcanza para vivir, pagar la luz y el agua", se lamenta De la Cruz, quien dejó de vender dulces y artesanías para cuidar a su hija menor, de dos años.
"Yo no sé leer ni escribir y quisiera poder aprender, espero nos ayuden para tener alguna oportunidad y que ya no sea necesario salir a vender", añadió.
Pablo Yanes, quien fue director del departamento de Equidad y Desarrollo Social del gobierno de la capital entre 1998 y 2006, sostiene que, aunque en esta ciudad los indígenas llegan a tener mayores ingresos, mejor escolaridad y acceso a salud, en los hechos enfrentan una "desigualdad social agravada".
Contra ellos hay "un mecanismo estructural de discriminación", pues invariablemente reciben ingresos inferiores a la media de la ciudad.
Según Emilio Álvarez, presidente de la estatal pero independiente Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, los mexicanos están muy orgullosos de las culturas indígenas precolombinas, pero a los descendientes de esos pueblos se lo humilla y discrimina. "Es un fenómeno brutal", concluyó.