En una casa de barro y tejas del campamento del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra de Brasil (MST), Eliana y su marido, Eleidimar, esperan el nuevo año con temor. No saben cuándo llegará la orden de desalojar los predios que ocupan desde hace casi una década.
Sienten esta tierra como suya, porque aquí nacieron y crecieron sus tres hijas y de ella brotan otros frutos no menos valiosos, que constituyen su sustento.
"Nuestro futuro es incierto. No sabemos si nos sacarán de aquí", dice a IPS Eliana, de 27 años, una de las integrantes del campamento Tierra Libre ubicado en Resende, a 176 kilómetros de la capital del sureño estado de Río de Janeiro.
El MST, una organización campesina que hizo de la ocupación de latifundios su principal arma para acelerar el proceso de reforma agraria, está conformada por unas 350.000 familias ubicadas en asentamientos consolidados en todo Brasil y unas 150.000 en campamentos precarios a la espera de que el gobierno les conceda tierras, como en Resende.
Hace casi 10 años, ésta y otras 31 familias del MST tomaron la finca Fazenda da Ponte, que se dedicaba a la cría de aves, era considerada improductiva según los parámetros oficiales y tenía deudas laborales equivalentes a un millón de dólares.
[related_articles]
Pero la tierra, de unas 480 hectáreas, sólo les pertenecerá cuando el Instituto de Reforma Agraria (Incra) del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva les conceda la escritura.
El Incra hizo un acuerdo con los sucesores de la hacienda con el fin de comprarla, utilizarla para la reforma agraria y pagar sus deudas. Pero los procesos judiciales se demoran en los vericuetos de los tribunales brasileños. Cuando Mario Luzio Melo asumió la dirección del Incra regional, en 2005, reabrió el proceso iniciado en 1999.
"Me interesé por la preocupación de los acampados, pero no hay posibilidad inminente de desalojo", aseguró Melo a IPS.
Éste, como todos los campamentos del MST, sólo será considerado asentamiento cuando sean legalizadas sus tierras. Mientras tanto, las familias ocupantes cultivan la tierra y venden sus productos puerta a puerta en la vecina ciudad de Itatiaia, a la que se desplazan por río.
Como los otros predios de Tierra Libre, el de Eliana tiene poco más de una hectárea, que aprovecha palmo a palmo para plantar con su marido chaucha, zapallo, maíz, coliflor y quiabo, una hortaliza de la familia de la malva.
Con pocos recursos, por ejemplo un simple sistema de riego con agua del río o el almacenamiento de lluvia, Eliana y su marido podrían elevar el rendimiento, pero su ingreso de unos 300 dólares al mes no les permite ni comprar mejores herramientas.
Ese dinero alcanza apenas para vestimenta, comida, medicinas y gastos de escuela. "No sobra nada", dice Eliana.
Por eso es tan importante tener un título de propiedad.
"La reforma agraria no es sólo territorial", puntualiza el directivo del Incra. También prevé créditos para asistencia técnica, cultivo, instalación, compra de semillas, abono y herramientas. Son beneficios inmediatos tras la obtención de la propiedad, aclara Melo.
Además, los beneficiarios podrían establecer otras formas de producción y comercialización de productos creando una cooperativa, agrega.
Por ahora, familias como la de Eliana se ayudan entre sí para cultivar. Tienen un vivero en común que proporciona semillas y nuevas plantas a los acampados, coordinado por la bahiana "Dadá".
Una decena de niños sigue a todas partes a Dadá, apodo de Adelivice Conceiçao Lima. Están de vacaciones, y ella les enseña a plantar y a preparar abonos y "defensivos" (plaguicidas) naturales.
Mientras los niños se entretienen llenando las macetas con tierra, Dadá explica la receta infalible del "defensivo" orgánico, sin agregado de químicos tóxicos. "Pipí (orina) de buey, paja de arroz tostada, melaza de caña y polvo de huesos , de animales", aclara riendo.
Comenzaron a trabajar con abonos y plaguicidas orgánicos por tradición y falta de recursos. Después los adoptaron "por ideología" como parte de la política del MST de no utilizar agrotóxicos, explica Eliana.
Dadá sabe por experiencia lo que es ser desalojada. "Pero no me arrepiento y haría todo de nuevo", dice. Su sueño es "ganar la tierra, vivir de la tierra y criar a mis hijos en la tierra".
La mayoría de las familias proceden del interior de Río de Janeiro o de la Bajada Fluminense, una periferia pobre al norte de la capital estadual.
Como muchos "favelados", habitantes de las favelas o barrios hacinados, son de origen campesino o de padres o abuelos migrantes "de la roza", como llaman al campo.
El MST promueve el regreso al campo en aras de un modelo de agricultura familiar, volcado al mercado interno.
Eleidimar, marido de Eliana, es originario del sureño São Paulo y siempre fue hombre de campo. "Nació y se crió en la roza".
Ella proviene de la ciudad. Vivía en una favela de Río y se ganaba la vida como vendedora ambulante hasta que conoció al MST, al que dice deberle "la conciencia social y política que ahora tengo", además de los conocimientos agrícolas.
Como otras mujeres del movimiento, Eliana se expresa bien y tiene un discurso político articulado.
A la hora de escoger portavoces o líderes, el MST elige a un hombre y una mujer "porque trabajamos esa cosa de la inserción femenina", aclara.
"Fue aquí donde comenzamos a pensar en el futuro", recuerda Eliana, ahora preocupada por el destino del resto de su familia que continúa viviendo hacinada, sin trabajo y con hambre en la favela, lo que le "parte el corazón".
Sus hijos, como los otros 50 niños del campamento, van a una escuelita interna con profesores de la red pública de educación.
En un galpón comunitario donde dos veces por mes los habitantes discuten sus prioridades en asambleas, IPS entrevistó a Mariana Cutis, ex profesora de esa escuela que, tras recibirse de técnica ambiental, estudia geografía.
El MST escoge a los jóvenes de sus campamentos que tienen interés y condiciones para estudiar en universidades públicas con las que tiene acuerdos. "Incentivamos ese interés para no dejar a nuestra juventud suelta por ahí", dice Mariana.
La joven de 23 años, estudia en la Universidad Estadual de São Paulo bajo el sistema de "alternancia", es decir 40 días en la ciudad y 60 días en los campamentos "donde aplican en la práctica de la militancia lo que aprendieron en la teoría".
Mariana está estudiando en Tierra Libre los efectos ambientales de la plantación de eucaliptos en los alrededores. Cuenta que desde que la empresa Votorantim los plantó disminuyó el caudal de las nacientes que llevaban agua natural a sus predios, ahora absorbida por las plantaciones forestales.
En su tesis abordará las diferencias entre ese tipo de empresas que "plantan bosques sólo para generar lucro y explotación de materia prima, mientras nosotros reforestamos para aumentar las nacientes".
Mariana, como otros jóvenes estudiantes del MST, no está obligada a trabajar para el movimiento cuando se gradúe. "Pero uno llega a un nivel tal de conciencia que no le cabe más trabajar en multinacionales, por ejemplo", afirma.
Según el Incra, unas 1.700 familias como las de Tierra Libre permanecen en campamentos en todo el estado a la espera de tierras.
"Tenemos ese catastro de acampados, pero cuando instalamos a unos, aparecen otros. Es como secar hielo con un repasador. Siempre está mojado", ilustra Melo.
Joaquim Lemos de Oliveira, un anciano del campamento, insiste en llevar a esta reportera a su casa "que construimos yo y Dios", dice.
En una vivienda de tres cuartos separados entre sí por tabiques y cortinas duerme su nieto de dos años, mientras su hija Andrea aprovecha el momento para limpiar la casa.
Joaquim quiere mostrar también su pequeño tesoro: tres vacas lecheras, dos puercos y 20 gallinas.
El ganado del campamento se cría en terrenos de pasturas comunitarias.
El sueño "es que liberen la tierra para nosotros", dice Joaquim, quien siempre trabajó en el campo, pero nunca fue propietario.
Como muchos campesinos pobres, salió de su estado natal, Minas Gerais, por falta de opciones económicas rumbo a Río, donde trabajó de albañil y carpintero, entre otros oficios.
Atardece y regresan los primeros botes de Itatiaia donde algunos campesinos fueron a vender sus productos. Hombres y mujeres se preparan para cenar temprano y los niños que corrían en los caminos de tierra roja vuelven a casa.
El sol se esconde tras los bananos.
"Dicen que salimos de la civilización, pero aquí entramos en ella", resume Dadá.