Una aldea rural del nordeste de Brasil prueba las dulzuras de un proyecto que empezó por una máquina para desalinizar la poca agua existente y acabó creando alimento, ingresos y promoción de la agricultura sustentable.
El asentamiento de Caatinga Grande, creado en 1989 sobre un predio afectado por la reforma agraria cerca del municipio de São José do Seridó, en el nororiental estado de Rio Grande do Norte, pretende ser vitrina de tecnologías innovadoras del Programa Agua Dulce, iniciado en 2004 por varios actores estatales y no gubernamentales.
A unos 200 kilómetros de Natal, la capital estadual, la modesta aldea con su iglesia de Santa Rita al fondo tiene viviendas que han espantado la miseria. Situada en plena región semiárida, fue elegida para probar una técnica de aprovechamiento de residuos a partir de su pozo de agua salobre, uno de los miles cavados en el nordeste.
El aparato desalinizador de Caatinga Grande produce 10 litros de agua potable diarios para cada uno de sus 355 habitantes, suficiente para beber y cocinar.
Pero «por cada litro de agua potable, obtenemos un litro de agua saturada de sales», explica a Tierramérica el técnico Odilon Juvino de Araújo, de la Empresa Brasileña de Investigaciones Agropecuarias (Embrapa, por sus siglas en portugués). Ese líquido desechado contamina la tierra y mata las plantas, explica un habitante, José Anselmo Filho.
La disposición de este residuo llegó a ser un problema que causaba conflictos con comunidades vecinas, hasta que apareció el aporte de Embrapa, que investigaba una solución en el cercano estado de Pernambuco.
«Vinimos a resolver un problema ambiental» y terminamos creando un círculo virtuoso a partir del desalinizador, dijo Araújo.
A menos de 300 metros de la aldea se encuentran tres piscinas que forman parte de esa solución, recibida al principio con desconfianza por la población. «Como nos prometieron tantas cosas, aprendimos a desconfiar. Pero ahora es diferente. Hay resultados», dice a Tierramérica Netinha, mientras señala los peces que saltan en uno de los estanques.
El agua potable va del desalinizador a un tanque que abastece a la comunidad, mientras el líquido residual se dirige a dos estanques en los que se cría un pez resistente y apetitoso, la tilapia roja, variedad híbrida del género Oreochromis que se adapta a ambientes con alto contenido mineral.
Una tercera piscina acumula las aguas servidas de los dos estanques de peces, rica en minerales y materia orgánica y con mucho potencial de contaminar. Tampoco ese líquido se desperdicia, pues sirve para irrigar cultivos de Atriplex nummularia, arbusto forrajero de origen australiano que absorbe bien la sal y sirve de alimento a las ovejas y cabras de la zona.
Los predios donde están los estanques y los cultivos cuentan con una protección subterránea para evitar que la sal se filtre al suelo y la napa freática.
«Me costó creer en esto, pero ahora los peces están gordos y van a dar una buena pesca», afirma Cícero Martins da Costa, uno de los responsables de la cría de tilapias. Espera obtener 800 kilogramos de pescado que la comunidad podrá vender o consumir.
«Es un ingreso que antes no existía», afirma.
El tiempo de crecimiento de las tilapias es de un semestre. Pero los estanques no se cultivan de modo simultáneo, sino con una diferencia de tres meses. Así la comunidad cuenta con cuatro producciones al año.
Según João Bosco Senra, secretario de recursos hídricos del Ministerio de Medio Ambiente, esta tecnología podrá usarse pronto en muchos de los 2.000 desalinizadores instalados en pozos del semiárido o «sertão», una región del extremo este de Brasil que se extiende desde el valle de Jequitinhonha, en el sudoriental estado de Minas Gerais, pasando por Bahía, Pernambuco, Sergipe, Alagoas y Rio Grande do Norte hasta Ceará.
«Estamos desarrollando nuevos materiales para hacer más sencillo y barato el mantenimiento de los desalinizadores», dice Senra a Tierramérica.
El Programa Agua Dulce tiene entre sus financiadores a la Fundación Banco do Brasil. El costo de cada unidad implantada es de unos 35.000 dólares e incluye reparación y modernización de los desalinizadores, construcción de los estanques, bombas para mover el agua, plantación de arbustos y asistencia técnica.
«Es dinero muy bien gastado. Son unos 50 centavos (0,27 dólares) por persona y por día para asegurar agua potable de calidad, saneamiento, alimento, ingresos y estímulo a la producción caprina», resume el presidente de la Fundación, Jacques de Oliveira Pena.
La Fundación destinará 1,4 millones de dólares para la expansión de la iniciativa en el semiárido. En total, los socios del Programa Agua Dulce aportarán 6,75 millones de dólares para replicar la experiencia en 22 comunidades de 11 estados.
«Lo importante es tener qué mostrar al habitante del sertão» que necesita ver resultados para creer, afirma Pena.
* El autor es director de la Agencia Envolverde. Publicado originalmente el 21 de abril por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica.