Las misiones aéreas de rescate y reparto de víveres sobre el inundado nororiente boliviano ofrecen un pantallazo de situaciones dramáticas: personas moribundas o familias enteras rodeadas de agua que esperan con ansias un poco de alimento.
En un descenso con cuerdas hasta sumergirse en las aguas que cubren buena parte del boliviano departamento de Beni, tres oficiales argentinos consiguieron rescatar a un hombre en estado de coma en el inundado pueblo de Camiaco, 185 kilómetros al este de la ciudad de Trinidad.
Al caer la tarde del miércoles, la tripulación del UH-1H-II de la fuerza aérea argentina cumplió la misión más arriesgada desde que llegó a este país junto a oficiales de otras cuatro aeronaves, como parte de la asistencia humanitaria que presta el gobierno de Néstor Kirchner a Bolivia para aliviar la situación provocada por lluvias caídas desde diciembre.
Dos naves fabricadas en los años 60 por la estadounidense Bell Helicopter Textron, y convertidas en iconos de la guerra de Vietnam, operan desde la base del Centro de Operaciones de Emergencia instalada en la base aérea de la ciudad de Trinidad, la capital de Beni, en el nororiente del país.
En la acción de rescate también participó una brigada de militares y voluntarios venezolanos que conforman el equipo de ayuda inmediata a los 19.000 damnificados, y que respaldan el trabajo del Ministerio de la Defensa y su Dirección Nacional de Defensa Civil.
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Un aterrizaje era imposible, según el relato de los tripulantes, porque la cancha de fútbol local que era empleada también como pista de aterrizaje, quedó cubierta por el agua hasta una altura de un metro, obligando al piloto a mantener el helicóptero suspendido mientras descendían los tripulantes, atados a cuerdas al mejor estilo de los montañistas.
La disminuida fuerza aérea boliviana que opera con pequeños aviones de limitada capacidad de carga, recibe el apoyo de los helicópteros argentinos en la carga de alimentos, tanques purificadores de agua y ropa para poblaciones aisladas por la destrucción de carreteras y de las precarias pistas cubiertas de agua.
Las fuertes precipitaciones registradas desde diciembre hasta febrero provocaron el desborde de ríos en la región oriental, donde murieron 11 de las 40 personas fallecidas en todo el país por diversos desastres climáticos, desde heladas hasta aluviones de barro y piedras, según datos de la Dirección Nacional de Defensa Civil.
En el puesto de mando del helicóptero en el que viajó este cronista, el capitán Marcelo Regueira, de 33 años, ya lleva una década pilotando el aparato exigido al máximo en esta misión que para él representa la primera tarea humanitaria fuera de su país.
Una libreta guardada en el bolsillo de su traje de vuelo registra un promedio de seis horas y media de operaciones diarias a las que se agregan otras dos de preparación y asistencia técnica, por lo que está en actividad desde las siete de la mañana hasta cerca de las 20 en la noche.
"Tenemos la predisposición de socorrer a los damnificados", dice a IPS, mientras opera el timón de la aeronave que se sacude con cada revolución de los 1.800 caballos de fuerza de su motor.
En medio de los asientos metálicos y forrados con tela verde de camuflaje, cerca de una tonelada de alimentos y ropa embalados en sacos de polietileno viajan para un grupo de familias previamente identificadas por el personal del Centro de Operaciones de Emergencia.
En tierra, un grupo de profesionales diseña un programa de transporte y entrega de alimentos, pero el primer obstáculo es la capacidad de las aeronaves. Los helicópteros poseen un espacio limitado de hasta 1.200 kilogramos, mucho más que los 500 kilogramos que pueden cargar los aviones livianos Cessna.
Los esfuerzos de quienes recolectan y distribuyen víveres y alimentos son enormes, pero la impresión de los beneficiarios es otra cuando tienen que fraccionar en pequeñas cantidades el arroz, los fideos y el azúcar entre familias desesperadas por obtener una ración después de algunas semanas rodeadas de agua.
Hay sorpresa en las caras de mujeres, niños y hombres del pequeño poblado de San Pedro, por la irrupción de la máquina oscura volando a baja altura, casi amenazante por el insoportable ruido de sus motores y palas que agitan la maleza y desatan un fuerte ventarrón cargado de tierra que molesta los ojos.
Todo es muy rápido. La carga de alimentos, el despegue y la aproximación al sitio señalado apenas por un claro en la llanura salvada de las aguas que han cubierto casas, potreros y todo lo construido por gente humilde.
Pasan unos segundos y la carga ya está en tierra con la ayuda de los propios pilotos que la descargan y la acomodan cerca del helicóptero.
Regueira y el suboficial principal Miguel Figueroa hacen señas con sus brazos para alejar a la multitud ansiosa de obtener algún de alimentos, consiguen su propósito y vuelven a la nave para levantar vuelo.
La máquina se desenvuelve sin dificultades. Su nombre genérico ha cambiado de UH-1 a UH-1H-II, dice el capitán Hernán Alfonso, orgulloso de la mecánica argentina que aumentó el poder del motor de 1.400 a 1.800 caballos de fuerza.
Para el teniente primero Rafael Cornejo las tareas de riesgo son frecuentes porque estuvo en misiones de combate de incendios forestales y de apoyo a investigaciones científicas en la Antártida.
Ha sido un día intenso y la recompensa es un modesto plato de albóndigas con fideos condimentados con ají colorado y acompañados de una gaseosa, pero el teniente Fernando Marchese y sus compañeros reciben con simpatía la atención de sus pares bolivianos.
Figueroa lleva entre sus recuerdos una bandera boliviana firmada por el presidente Evo Morales agradeciendo, de puño y letra, el aporte de los aviadores argentinos en estas misiones de emergencia.