TURQUÍA: Incómoda entre dos mundos

Este mes comenzó en Turquía con una seguidilla de dolores de cabeza para el primer ministro Recep Tayyip Erdogan.

Poco antes de partir de visita a Estados Unidos el día 2, Erdogan y su Partido por la Justicia y el Desarrollo sufrieron el embate del propio presidente de Turquía, Ahmed Necdet Sezer, por las políticas islamistas del gobierno que, según él, amenazan al cimiento mismo del país: el secularismo.

El fuerte contenido del discurso de Sezer ante el parlamento no sorprendió a quienes están familiarizados con la política local. La tensión se acumuló durante cierto tiempo en el palacio presidencial. La institución más temida y respetada de la nación —el ejército— atizó el fuego.

Las primeras advertencias de tormenta quedaron en evidencia a fines de agosto y comienzos de septiembre, cuando Erdogan presionó para que el parlamento apoyara su iniciativa de aportar tropas a la fuerza de paz de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Líbano.

La decisión de intervenir en ese país disparó una polémica que aún continúa en los partidos políticos, la presidencia y el ejército. La polarización que también expuso la prensa exacerbó aun más la discusión.

Por un lado, quienes apoyan la presencia militar de Turquía en Líbano la consideran una oportunidad para que este país vuelva a jugar un rol estratégico en Medio Oriente, región donde Ankara se ha abstenido de entrometerse.

Esta política nació en los nueve meses de presidencia de Mustafá Kemal Atatürk (1920-1921), el militar que condujo a Turquía a su independencia y que también sentó las bases del estado secular.

En los últimos 80 años, persistieron pequeños grupos nostálgicos del enorme Imperio Otomano a la espera de que un día Turquía recuperara al menos algunas de sus antiguas posesiones árabes.

Sucesivos gobiernos, civiles y militares, los desilusionaron, siguiendo fieles al principio kemalista de mirar hacia Occidente.

Pero quienes apoyan la presencia en Líbano también alegan que una fuerza turca alineada con la Unión Europea (UE) ayudará a mejorar la opinión pública de Turquía en aquel continente.

La participación en las fuerzas de paz resaltará el rol estratégico del país fuera de las fronteras de la Europa ampliada y eliminará algunos de los obstáculos en las negociaciones para acceder a la UE, argumentan.

Pero la razón más obvia parece ser, para muchos observadores, el deseo de Erdogan de enmendar el vínculo con el gobierno de George W. Bush, dañados por la resistencia de Turquía a la ocupación de Iraq (2003).

Por otro lado, los turcos que se oponen a enviar tropas a Líbano son muchos y se hacen oír. El ejército ya está muy ocupado luchando con el insurgente Partido de los Trabajadores del Kurdistán en el sudeste del país y más allá de sus fronteras, en el norte de Iraq.

La cuestión, para los críticos, no es la capacidad operativa o de recursos humanos del ejército turco, sino el factor psicológica. ¿Cómo reaccionará la nación a las eventuales bajas en Líbano, si se suman a las regularmente sufridas en la campaña contra el separatismo kurdo.

Las preocupaciones no terminan allí. ¿Deberían los turcos comprometerse en un combate por el desarme de las milicias del Partido de Dios (Hezbolá), organización islamista, chiita, proiraní y prosiria de Líbano, si así lo ordena la ONU? ¿Cuánto tiempo durará ese compromiso?

¿Cuál es la estrategia del gobierno y los planes de contingencia para una retirada, en caso de que la crisis libanesa se convierta en una guerra civil?

¿Cuál será el impacto de su participación en la credibilidad y la imagen en el mundo árabe de un país que fue la potencia colonial regional hasta el fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y el primer estado musulmán en reconocer a Israel?

¿Hasta qué punto esta operación distraerá al gobierno de otras cuestiones más urgentes, entre ellas las reformas económicas mantenidas en medio de un resurgimiento de la inflación, así como las negociaciones por el ingreso en la UE y la seguridad interna?

El debate es comprensible y tiene antecedentes en la vida política y en la prensa nacional. Sin embargo, es la punta del iceberg, la evidencia de controversias más profundas.

A medida que Medio Oriente se vuelve un pozo petrolero cada vez más inflamable y las negociaciones con la UE se muestran poco promisorias, con una crisis por Chipre prevista para fines de año, turcos de todas las ideologías políticas y niveles socioeconómicos buscan una visión estratégica para su país.

Aunque es un estado secular, Turquía no puede negar sus raíces islámicas ni los sentimientos religiosos de gran parte de su población.

Pero su carácter democrático, la armonización en curso de su legislación con la europea y su estilo de vida moderno, productivo y orientado al consumidor, mantenido por la proliferación de medios de comunicación, ubican a su ciudadanía más cerca de Occidente que de cualquier país de Medio Oriente.

Turquía es hoy una nación de 70 millones de habitantes, que, según las previsiones, serán 90 millones para 2020. Con un pasado imperial glorioso, le entristece no poder jugar un rol decisivo en el mundo como la gran potencia que cree ser.

El dilema entre sus raíces y sus aspiraciones ha atormentado a la población durante ocho décadas de vida independiente.

En los últimos años, Turquía se preparaba para convertirse en el país más poblado y militarizado de la UE en un horizonte de una década y media.

Pero el pesimismo lentamente comienza a arraigarse, particularmente en las grandes ciudades, que hasta ahora lograron el mayor grado de asimilación de las formas de vida europeas.

Y el pesimismo conduce a la inseguridad y a la búsqueda de alternativas para compensar los sueños postergados.

De todos modos, la mayoría de los turcos creen en su interior, genuinamente, que pertenecen a Occidente más que a Oriente, lo que lleva a la actual escisión entre el Partido por la Justicia y el Desarrollo y el ejército.

(*) Esta es la primera de una serie de dos análisis sobre la actualidad de Turquía.

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