TRABAJO-BRASIL: Ventas al sereno

Por las noches en la calle de un céntrico barrio carioca, Carlos Alberto relaja su atención y expone muchos juguetes sobre una lona en el suelo, al lado de decenas de vendedores callejeros que se despliegan sobre 200 metros de acera.

Es que a esas horas en Río de Janeiro casi no hay peligro para su labor a diferencia de la tarde, cuando vende sus productos en una plaza cercana. Ahí sí debe estar alerta a la presencia de inspectores o policías que pueden surgir sorpresivamente e incautar sus mercancías. ”Es un riesgo permanente”, explicó.

Hace cuatro años que Carlos Alberto se sumó a los millones de brasileños que ocupan aceras y paseos públicos para ofrecer su comercio precario, sin cumplir las leyes tributarias ni municipales u otras. Son los llamados ”camelós”, que comenzaron a proliferar en Brasil en los años 80, la ”década perdida” de esta economía en crisis intermitente.

Los vendedores callejeros son la parte más visible del trabajo precario en las ciudades, por el hecho de amontonarse en algunas calles y protagonizar frecuentes batallas campales con la policía y las autoridades municipales que intentan contener su expansión.

Para no perder sus juguetes, como aviones, helicópteros y abejorros coloridos que se mueven y echan luces, Carlos Alberto expone pocos en el ”mostrador” a cielo abierto durante el día. Así es más rápido recogerlos en el gran saco ubicado a su lado y correr en caso de necesidad, una táctica con la que evitó sufrir pérdidas hasta ahora. En cambio sí vio el infortunio de otros.
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”Mi sueño no es seguir en esa vida, sino ahorrar lo suficiente para tener un negocio legal, instalarme en una tienda y trabajar tranquilo, sin huir de la policía y disfrutando los domingos libres”, dijo a IPS.

”Pero tengo familia, mujer y un hijo de nueve años”, acotó para justificar su trabajo con el que gana ”entre 70 y 120 reales al día” (30 y 51 dólares). Antes de dedicarse a esta venta callejera tuvo un empleo regular, en una tienda de comestibles que ganaba menos de un tercio.

A los 35 años de edad y sólo cuatro de escuela, Carlos Alberto se puede considerar exitoso en este negocio informal, trabajando de lunes a sábado cerca de 12 horas diarias y un poco menos el domingo, sin seguridad social ni otros derechos laborales. ”Mi seguridad es Dios”, afirmó.

El éxito, según él, se debe a algunos criterios básicos a mantener, como ofrecer siempre productos novedosos y atractivos. Sus juguetes tienen que moverse obligatoriamente y mantiene dos agitándose en cajas dispuestas en el suelo. La mayor parte de estos productos que provienen de Paraguay.

Pero el gran atractivo es el precio. Juguetes similares en el comercio formal cuestan el doble o más.

Sus proveedores son los ”sacoleiros” (contrabandistas minoristas), que viajan regularmente a la paraguaya Ciudad del Este, en la frontera con Argentina y Brasil. Son también decenas de miles de otros trabajadores sumidos en la ilegalidad, sin garantías y bajo constante represión de las autoridades impositivas y aduaneras.

Pedro, que prefirió ocultar su identidad bajo ese nombre, abastece el comercio de Belo Horizonte, la capital del oriental estado de Minas Gerais. Viaja cada semana a Ciudad del Este en un autobús dedicado al transporte regular de esos ”importadores informales” y que tarda más de 40 horas de ida y vuelta.

Esa es su fuente de ingresos desde hace 14 años, cuando dejó el empleo en un banco en momentos de los despidos masivos en el sector.

La cantidad de empleados bancarios, que sumaban más de 800.000 en 1990 en Brasil, se redujo a la mitad en poco tiempo. Entonces la alternativa para muchos fue el mercado informal de trabajo.

”Ahora gano más, eso me permitió pagar buenas escuelas para mis tres hijos, hasta la universidad”, reveló Pedro, que en cada visita a la fronteriza localidad paraguaya adquiere mercaderías por 5.000 dólares en promedio.

Una vez le tocó, junto con sus colegas que viajaban en el autobús, que la policía le incautara todas sus compras por un total de 8.000 dólares. Legalmente, los turistas brasileños pueden traer sólo 300 dólares en productos desde Paraguay.

Pero el ”turismo de compras” es ahora más organizado que en los primeros años 90. Ahora son centenares los autobuses que parten de varias localidades brasileñas hacia Ciudad del Este, en un convoy que llega el miércoles por la tarde, para dificultar la inspección, señaló Pedro.

Después de dedicarse a la compra y venta de los más variados productos, desde baratijas y juguetes hasta televisores, se especializó en componentes de informática, que tienen un mercado definido. Su grupo tiene prohibido que alguno incluya cigarrillos en las compras, porque atraen la represión más fuerte y sistemática.

De hecho, el combate al contrabando de cigarrillos desde Paraguay logró eliminarlo de la venda callejera en Río de Janeiro, se lamentó Maria Brito, una funcionaria pública que fuma más de dos paquetes al día. ”Compraba de los 'camelós' por mitad del precio”, confesó.

Los ”sacoleiros” abastecen el comercio callejero y también a parte del formal en las grandes y medianas ciudades brasileñas, como es el caso de la propia capital, Brasilia, donde existe la ”Feria Paraguay” que concentra ese comercio informal.

El turismo de compras disminuyó después de la devaluación del real frente al dólar en enero de 1999, pero miles de autobuses brasileños siguen convergiendo semanalmente hacia la también llamada Triple Frontera.

El trabajo informal es una llaga nacional, pero representa la supervivencia de millones de desocupados. Los registros del Ministerio del Trabajo indican que Brasil tiene poco más de 30 millones de empleados formales, un tercio de la población económicamente activa.

Los demás son trabajadores informales en su gran mayoría, que se desempeñan por cuenta propia o laboran sin contrato, como casi todas las empleadas domésticas.

Para alcanzar el nivel de desarrollo de Grecia, por ejemplo, Brasil tendría que generar 50,4 millones de nuevos empleos de aquí a 2020, según un estudio de un grupo coordinado por Marcio Pochmann, economista del trabajo de la Universidad de Campinas.

Pero si la ambición es equipararse a Japón, serían necesarios 56,4 millones de puestos de trabajo, casi el doble de la cantidad existente en la actualidad.

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