No había sombras en El Monarca cuando llegó Ángel El Viejo Martínez, sólo arbustos resecos y un ardiente sol. Pero pronto las casas y los árboles fueron surgiendo como flores regadas con sudor.
Todo comenzó el viernes santo de 1995, recuerdan los vecinos. Un grupo de cuatro o cinco familias sin hogar decidieron ocupar este terreno en las afueras de Montevideo. El predio era propiedad de un hacendado ya muerto, y fue abandonado por sus descendientes en la telaraña de la burocracia cuando decidieron mudarse a España.
Los nuevos ocupantes cortaron el alambrado en un acto casi ceremonial y pusieron en práctica lo que habían planificado durante semanas. Dividieron con hilo de lana parcelas de 12 por 30 metros para cada familia y se instalaron con lo poco que no habían perdido: maderas, chapas, sacos de plástico. Había nacido el asentamiento El Monarca.
Al principio esto parecía un cementerio, recuerda El Viejo cuando mira la tierra en la que piensa pasar el resto de sus días, aunque nunca llegue a ser el dueño.
La noticia del nuevo asentamiento llegó de inmediato a muchas personas sin hogar de Montevideo, que se sumaron a la empresa desesperada. Familias desalojadas, hombres solteros desempleados, trabajadores del campo buscando suerte en la ciudad fueron conformando este nuevo vecindario.
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Las familias fundadoras vieron la necesidad de organizarse. Crearon una comisión, redactaron una lista de vecinos, cobraron una cuota social por familia y colocaron banderas rojas en las parcelas aún no ocupadas, para evitar que alguien usufructuara con más de una.
Con el aporte monetario, las donaciones de materiales y el trabajo solidario se construyeron caminos, muros y un pequeño salón comunal en el que se lee: Las necesidades de los pobres se solucionan con participación, acción y determinación.
Las maderas y chapas comenzaron a desaparecer y emergieron las casas con ladrillos. Uno aportó horas de trabajo, otro consiguió la arena, otro contribuyó con las herramientas y juntos lograron tener sus primeras sombras.
Algunos, como Marta Casanova, aún tienen detrás de sus nuevas viviendas, restos de lo que fueron sus precarias edificaciones en El Monarca. Es que fue mi primera casa propia, explicó a IPS.
Mientras, las tierras pasaron a remate judicial y, ante la falta de compradores, quedaron en manos del Ministerio de Vivienda. La comisión de El Monarca aún gestiona que se le conceda la propiedad del lugar.
Los vecinos tramitaron con éxito la instalación de energía eléctrica, agua potable y líneas de teléfono. La mano de obra y los fondos para cada tarea siempre provinieron del esfuerzo del propio asentamiento.
Los objetivos ahora son construir una policlínica, resolver el problema de recolección de basura y gestionar que una línea de transporte público ingrese al asentamiento. Las niñas y niños del barrio deben caminar al borde la carretera para llegar a la escuela más cercana.
El Monarca es un ejemplo de autogestión en los asentamientos. En el barrio viven hoy 2.500 personas distribuidas en 272 solares. Cuarenta por ciento de los habitantes son desempleados o tienen trabajos precarios, y no cuentan con apoyo de ninguna organización no gubernamental.
No es fácil lograr el compromiso de los vecinos cuando tienen que estar pensando en cómo alimentar a su familia. Sin embargo, prácticamente todos colaboran con las obras en el asentamiento, dijo a IPS El Viejo, ahora presidente de la comisión.
Edificar un barrio de la nada sin resolver lo inmediato es un desafío diario, explica este agricultor que plantó el Huerto de la Dignidad casi sobre el arroyo que marca el término del barrio y de la ciudad de Montevideo.
En Uruguay, la cantidad de asentamientos crece a un promedio anual acumulativo de 10 por ciento, según un estudio de la organización Servicio Paz y Justicia (Serpaj) incluido en su Informe sobre Derechos Humanos de 2004.
Esto conlleva, entre otras cosas, la creciente despoblación de las áreas centrales de la ciudad y la simultánea expansión periférica y metropolitana.
Entre 1985 y 1996, cuando se realizaron los últimos dos censos nacionales, 62 barrios más céntricos de Montevideo perdieron más de 10 por ciento de su población, mientras que en las áreas periféricas el número de habitantes creció 13 por ciento y en la metropolitana ûya fuera de la ciudad¡35 por ciento.
La expansión periférica desregulada contribuye a la segregación urbana y a la falta de accesibilidad y conectividad de amplios sectores de la población, alertó Serpaj.
Un total de 153.000 uruguayos viven en 412 asentamientos, 300 de los cuales están en Montevideo, según la última medición del Instituto Nacional de Estadística, de 1998.
Pero no todos son como El Monarca. La mayoría crece en forma caótica al margen de la ciudad, constituidos por miserables casas de lata, cartón y maderas. Son los cantegriles, irónica alusión al exclusivo Cantegril Country Club del balneario de Punta del Este.
Hacinamiento, violencia doméstica, madres solteras, jóvenes atrapados por la droga y la delincuencia, bajo nivel de enseñanza y falta total de acceso a servicios básicos es moneda corriente en estos barrios, cuyos habitantes se hunden en la marginación.
La última crisis económica agravó los problemas habitacionales de los uruguayos, ya crecientes desde la dictadura militar (1973-1985).
Este país de 3,2 millones de habitantes estuvo en recesión económica entre 1999 y 2002, cuando el sistema financiero colapsó, el desempleo trepó al récord histórico de 20 por ciento, el salario se deterioró y las reservas internacionales casi desaparecieron.
Hoy, tras la recuperación constante registrada desde 2003, el desempleo bajó hasta poco más de 13 por ciento de los activos.
Serpaj estima que la incidencia de los alquileres sobre el ingreso de los hogares aumentó 30 por ciento desde 1987 para 20 por ciento de la población pobre. En forma paralela, los desalojos se dispararon, según datos de la Suprema Corte de Justicia.
La Universidad de la República calcula que el déficit habitacional es de 80.511 viviendas. Para abatirlo en los próximos 20 años se necesitaría una inversión anual de 270 millones de dólares.
Además, el último censo reveló que casi 20 por ciento de los 775.499 hogares uruguayos están en situación de hacinamiento.
En 1999, el gobierno firmó un acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para crear el Programa de Integración de Asentamientos Irregulares. Su meta era mejorar la calidad de vida y asegurar la integración urbana y social de sus habitantes. También se propuso regularizar la situación de por lo menos 10.000 hogares.
Pero no todos los asentamientos cumplen con los requisitos para beneficiarse del plan: deben ser anteriores a 1996, estar en terrenos públicos y no privados, en zonas no inundables y en ciudades de más de 10.000 habitantes.
De los 81 millones de dólares entregados por el BID, se han utilizado 26 millones para 70 asentamientos regularizados.
Representantes del próximo gobierno, que presidirá el izquierdista Tabaré Vázquez a partir del 1 de marzo, prometen realojar a las personas que viven en los asentamientos hacia zonas urbanas despobladas de la capital, que cuentan con servicios básicos de agua, electricidad, saneamiento y transporte.
En Uruguay se replica, en escala menor, la realidad de muchos países pobres.
En 2001 había 924 millones de personas en el mundo viviendo en asentamientos precarios, y el número podría ascender a 1.500 millones para 2020, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
La meta número 11 de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, fijados en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2000, se propone lograr para 2020 una significativa mejora en la vida de al menos 100 millones de habitantes de asentamientos.
Entre las metas del milenio figuran también garantizar para 2015 la educación universal de niños y niñas, y reducir a la mitad, respecto de 1990, la proporción población de pobres, de hambrientos y de personas sin acceso a agua potable.
Mientras, la autogestión y la solidaridad parecen la salida de quienes viven en barrios como El Monarca.
Al menos eso concluye El Viejo. Apoyado en un improvisado bastón, destaca a los visitantes la frase del cartel a la entrada de su huerta, que en su opinión define el espíritu de sus vecinos: Hombres de trabajo y de respeto.