Pakistán comenzó el 2003 con dudas sobre la dirección de su nueva alianza con Estados Unidos y su papel en la guerra contra el terrorismo declarada por el presidente estadounidense George W. Bush.
A principios de 2002, Pakistán era considerado un socio estratégico en la lucha contra el terror. Hoy, la posición de este país respecto de Washington oscila entre la de un amigo profesado en público y la de un potencial enemigo en privado.
Este cambio debería ser un llamado de atención para los militares pakistaníes, complacidos por lo que consideraban una conexión con Washington sólida y estratégica que les recordaba los tiempos de la guerra fría, cuando Pakistán era el aliado más aliado de Estados Unidos.
Pero ese optimismo demostró estar fuera de la realidad.
La semana pasada, fuerzas militares pakistaníes y estadounidenses tuvieron su primer choque a lo largo de la Línea Durand, que separa a Pakistán de Afganistán, luego de que un guardia fronterizo pakistaní supuestamente disparara contra un soldado estadounidense y lo hiriera.
Como represalia, aviones estadounidenses F-17 descargaron una bomba de 500 libras sobre territorio pakistaní y destruyeron un seminario desierto.
Este incidente coincidió con manifestaciones el día 3 contra Estados Unidos, convocadas por partidos políticos islámicos en protesta por el planificado ataque militar a Iraq.
Ahora, existe confusión sobre las causas del choque fronterizo y versiones contradictorias acerca de si los soldados estadounidenses tienen derecho a perseguir a miembros de los grupos extremistas islámicos Al Qaeda y Talibán desde Afganistán hasta dentro del territorio pakistaní.
Aun si el enfrentamiento fue accidental, representa un triple mensaje que los militares pakistaníes deben tener en cuenta.
En primer lugar, el ejército estadounidense parece culpar al pakistaní por sus propias fallas en Afganistán, principalmente por no haber estabilizado la situación en ese país ni lograr su principal objetivo, el de capturar al saudí Osama bin Laden vivo o muerto.
Bin Laden, líder de Al-Qaeda y antiguo protegido del derrocado gobierno Talibán de Afganistán, es el principal sospechoso de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, que dejaron cerca de 3.000 muertos.
Los comandantes militares de Estados Unidos no dejan de repetir que Pakistán puede y debe hacer más para combatir el terrorismo islámico.
El diario The Washington Post sostuvo el día 4 que mientras algunos funcionarios estadounidenses afirman en público que Pakistán tomó medidas para controlar a militantes de Al Qaeda y Talibán, otros arguyen en privado que el gobierno de (el general Pervez) Musharraf podría hacer más para combatirlos en áreas fronterizas pero prefiere no hacerlo.
El segundo mensaje del choque fronterizo de la semana pasada es la creciente desconfianza hacia la capacidad de los gobernantes, las Fuerzas Armadas y los servicios de inteligencia de Pakistán para llevar adelante la guerra contra el terrorismo.
Desde agosto, altos militares estadounidenses hablan de persecución de restos de Al Qaeda y Talibán dentro de territorio pakistaní, una frase acuñada por el teniente general Dan MacNeill, comandante militar de Estados Unidos en Afganistán.
Esa persecución tiene lugar pese a que Pakistán envió a 70.000 soldados a zonas tribales sensibles sobre la frontera afgano- pakistaní, por primera vez en sus 55 años de historia.
Islamabad tomó esa medida a riesgo de herir sensibilidades de los residentes locales y de sufrir una contrareacción.
En tercer lugar, las versiones contradictorias sobre la política empleada en cuanto a los soldados estadounidenses que se internan en territorio pakistaní sugieren que uno de los dos gobiernos está faltando a la verdad.
Washington declaró públicamente que sus tropas tienen derecho a cruzar la frontera con Pakistán, y The Washington Post afirmó la semana pasada que esto se realiza con el consentimiento expreso del gobierno pakistaní.
Sin embargo, funcionarios de Islamabad negaron la existencia de tal autorización.
Aun si el enfrentamiento fronterizo fue accidental, como señalan ambas partes, no se trata de un hecho aislado, porque una nueva serie de políticas de Washington tiende a presentar a Islamabad como un potencial enemigo, o al menos, como un socio de poca confianza.
Hay varios ejemplos de esto. En primer lugar, Estados Unidos está concentrando la culpa de la proliferación de las armas de destrucción masiva en dos de los que considera estados renegados, Iraq y Corea del Norte, y presenta a Pakistán como conducto nuclear de ambos.
Además, el lenguaje utilizado para calificar el papel de Islamabad en la guerra contra el terrorismo es similar al empleado hacia la Autoridad Nacional Palestina de Yasser Arafat, con demandas constantes para hacer más, como si lo ya hecho no fuera suficiente ni se ajustara a las normas de lealtad de Washington.
Tercero, las expectativas de beneficios económicos por la ayuda ofrecida en la guerra contra el terrorismo no han sido satisfechas, aunque otros dos aliados musulmanes de Washington, Turquía y Egipto, recibieron promesas de ayuda financiera.
Cuarto, las autoridades de inmigración de Estados Unidos decidieron fichar a todos los ciudadanos pakistaníes que ingresen en ese país, bajo sospecha de conexiones terroristas.
Por último, durante la crisis de 2002 que casi llevó a India y Pakistán a una cuarta guerra, Washington no exigió públicamente ni una vez a Nueva Delhi que tomara medidas para reducir la tensión, y en cambio puso toda la carga sobre Islamabad.
Estados Unidos tampoco cumplió sus promesas de facilitar un diálogo sobre la disputada Cachemira.
Pero en lugar de culpar a Washington, los políticos pakistaníes deberían analizar en forma introspectiva por qué las cosas salieron mal.
No hay duda de que fue correcta la decisión de alinearse con Estados Unidos y abandonar la equivocada alianza con Talibán luego de los atentados del 11 de septiembre.
Mucho mejor habría sido que Pakistán retirara su apoyo a Talibán por voluntad propia y no bajo presión, pero esto no ocurrió, y cuando tuvo que hacerlo, no exigió a cambio una retribución adecuada.
Los pakistaníes sienten que no se les ha pagado por los servicios prestados.
Esos servicios incluyen el arresto de más de 400 de los 600 miembros de Al Qaeda detenidos en la base estadounidense de Guantánamo, el ofrecimiento de cuatro bases aéreas y derechos de uso del espacio aéreo a aviones estadounidenses, así como acceso irrestricto para funcionarios del Buró Federal Investigaciones (FBI) para detener e interrogar a sospechosos de terrorismo.
Los gobernantes pakistaníes están descubriendo una realidad dolorosa: en la guerra contra el terrorismo, los intereses de Washington no sólo pueden pasar de Afganistán a Iraq, sino que las alianzas y amistades son cambiantes. (