Venezuela tiene dos presidentes, Bolivia casi ninguno, en Perú su parlamento está disuelto y sus cuatro expresidentes vivos están o estuvieron presos, en Chile el gobierno se tambalea ante persistentes protestas callejeras en demanda de profundas reformas políticas y sociales.
Con estas expresiones y otras habidas este año en América Latina, la región concluye una década de atropellos políticos. En algunos casos fueron golpes de Estado, en la definición de los derrocados. Pero se trata de un concepto ahora controvertido, ya no se destituyen gobernantes por simples intervenciones militares como en el pasado.
Bolivia, en realidad, estuvo dos días sin presidente y luego ganó una presidenta interina autoproclamada y de legitimidad cuestionable.
Evo Morales, del izquierdista Movimiento al Socialismo, renunció al cargo el domingo 10, tras tres semanas de rebelión popular contra su intento de reelegirse la tercera vez a la presidencia, con más que sospechas de fraude en el escrutinio de los comicios realizados el 20 de octubre.
No quedaron sustitutos naturales, porque junto con él renunciaron el vicepresidente Álvaro García Linera y los jefes del Senado y la Cámara de Diputados. Solo el martes 12 el vacío fue ocupado por la senadora Jeanine Añez, derechista y de extrema religiosidad.
Ella asumió la presidencia, por considerar que al ser segunda vicepresidenta del Senado, la de mayor rango legislativo en ejercicio, le tocaba asumir la misión de “pacificar el país” y promover nuevas elecciones generales “lo más pronto posible”, en una medida que el Tribunal Constitucional avaló, pero subrayando que los comicios deberán producirse en máximo 90 días.
Destitución o amenazas de derrocamiento de gobernantes se volvieron frecuentes últimamente en América Latina.
En agosto de 2016 la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff (2011-2016), fue destituida en un proceso parlamentario, acusada de fraudes presupuestarios. Fue golpe, según su Partido de los Trabajadores y la izquierda en general.
Luego, en marzo de 2018, le tocó al presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczinsky (20016-2018), renunciar ante acusaciones de corrupción y de intento de sobornar a legisladores para evitar su propia destitución por el parlamento.
Ese ciclo empezó el 28 de junio de 2009 cuando el entonces presidente de Honduras, Manuel Zelaya, fue secuestrado en su residencia por militares que lo metieron en un avión y lo llevaron a San José de Costa Rica.
No se trató de un golpe militar. Los militares cumplieron una decisión de los poderes Legislativo y Judicial. El principal delito de Zelaya fue insistir en convocar una Asamblea para aprobar una nueva Constitución, que le permitiría ser candidato presidencial.
Tres años después, ocurrió un caso similar en Paraguay. El entonces presidente Fernando Lugo fue sometido a un juicio legislativo y en dos días estaba destituido, acusado de responsabilidad en conflictos agrarios, en uno de los cuales murieron 17 personas.
Zelaya y Lugo son ejemplos del “golpe legislativo” o “institucional” que pasó a ser parte del repertorio de movimientos e intelectuales de izquierda. Sus víctimas fueron hasta ahora mandatarios progresistas.
A los dos casos que permitieron definir el llamado “neolgolpismo”, se sumó el de Rousseff, destituida en un polémico proceso de inhabilitación, previsto en la Constitución y la legislación brasileña.
Evo Morales agranda el rol contemporáneo de víctimas de golpe en la narrativa de izquierda, pero también de otras corrientes, porque no hubo un proceso parlamentario o judicial para su caída.
Además él renunció tras la “sugerencia” en ese sentido del entonces comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas, general Williams Kaliman, un aliado del líder del pueblo aymara, quien gobernó el país desde 2006. Sin la protección de policías y militares que decidieron no reprimir el pueblo sublevado, no le quedaba alternativa a Morales.
Pero se trató de un “contragolpe”, en respuesta al intento de Morales de reelegirse para un cuarto período en la presidencia, vedado por la Constitución que él mismo aprobó en 2009 y el referendo de 2016 que rechazó su pretensión, es como interpretan analistas como el brasileño Demetrio Magnoli.
De todos modos aumentaron en los últimos años los presidentes latinoamericanos que no alcanzan cumplir sus mandatos. Eso ya no resulta de golpes militares como era usual hasta la década de los 70.
La redemocratización regional, a partir de los años 80, al parecer no produjo gran estabilidad política, especialmente en la década actual.
Solo en América del Sur ya hubo 17 presidentes que tuvieron acortados sus gobiernos, sea por renuncia, inhabilitación o ataques golpistas, destacó Maria Herminia Tavares, profesora jubilada de Política en la Universidad de São Paulo, en el diario Folha de São Paulo.
Es un dato que revelaría el deterioro de la democracia en la región, pero que puede también servir de argumento a favor del régimen parlamentario de gobierno, en que la sustitución del gobernante se hace sin el trauma que provoca en el presidencialismo, dominante en la región.
Pero además de los derrocados, América Latina, especialmente América del Sur, registra actualmente una gran cantidad de presidentes amenazados en el poder.
Insatisfacciones generalizadas, sea por desempleo, desigualdad, corrupción, servicios públicos deficientes y caros, estallan por razones variadas. Pero la espoleta más presente ha sido el aumento del costo del transporte.
El chileno Sebastián Piñera heredó la promesa de una postergada reforma de la Constitución nacional y medidas sociales, como aumento de pensiones y otros beneficios, sin contener las protestas desatadas por el alza de precio del pasaje de metro en Santiago, el 18 de octubre.
La violenta represión provocó más de 20 muertos, cerca de 2 500 heridos y 3 000 detenidos, pero las manifestaciones se intensificaron y ampliaron los reclamos, incluyendo una Asamblea Constituyente, para superar el ordenamiento heredado de la dictadura militar que tuvo vigencia de 1973 a 1990.
Poco antes fue el gobierno de Ecuador que en octubre, acorralado por protestas masivas, tuvo que anular un brutal aumento de los precios de combustibles, de más de cien por ciento, con que se intentó eliminar subsidios para cumplir acuerdos con el Fondo Monetario Internacional.
En Perú las movilizaciones callejeras rechazaban la corrupción que involucró todos los expresidentes vivos. Sobornos de la constructora brasileña Odebrecht envenenó toda la política peruana.
El actual presidente, Martín Vizcarra, decidió, asido en un resquicio legal, llamar a elecciones legislativas en un intento de zanjar la crisis de gobernabilidad y para eso disolvió el unicameral Congreso, en una medida que recuerda dictaduras del pasado.
Venezuela es una excepción. El gobierno bolivariano perdura desde hace dos décadas, pese a haber destruido la economía y provocado el éxodo de casi cinco millones de personas tan solo los últimos seis años, haber perdido a su fundador, Hugo Chávez, muerto de cáncer en 2013, sucederlo Nicolás Maduro, y haber violado sus propias reglas para ganar elecciones también sospechosas de fraude.
Además, Chávez sobrevivió a un intento de golpe militar que lo sacó dos días del poder en abril de 2002, y Maduro ha enfrentado grandes manifestaciones, saldadas con decenas de muertos, y el hecho inédito de que desde enero, el presidente de la Asamblea Legislativa, Juan Guaidó, se autoproclamó presidente encargado y fue reconocido por más de 50 gobiernos, que consideran ilegal los comicios de 2018 en que se reeligió a Maduro.
Esas turbulencias políticas tienen como sustrato que América Latina es la región más desigual y más violenta del mundo. Coincide también con la mayor concentración de catolicismo y de un vertiginoso incremento de iglesias evangélicas, pero es difícil establecer relaciones de causa y efecto con la religión.
De todas maneras es visible el vínculo de las fuerzas de extrema derecha, que ascendieron al poder en Brasil y son protagonistas en la rebelión boliviana, con el fundamentalismo religioso.
En Brasil el presidente Jair Bolsonaro adoptó la consigna “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” y se alió estrechamente con evangélicos radicalmente conservadores.
En Bolivia, el principal líder de la sublevación popular, Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz de la Sierra, y la presidenta interina, Jeanine Añez, son católicos fervorosos y usan la Biblia como arma, mientras han tenido duras expresiones contra la población indígena y sus religiosidades ancestrales, en un país de gran diversidad étnica.
Edición: Estrella Gutiérrez