La recuperación económica de los países en desarrollo se vio frenada porque los estados más ricos y emergentes, salvo Estados Unidos y Japón, llegaron a un consenso político tácito en materia de austeridad fiscal, en vez de realizar un esfuerzo concertado y sostenido para superar el estancamiento prolongado.
Después de siete años de resultados económicos mediocres y de las crecientes tensiones por las duras restricciones al estimulo fiscal en la eurozona, hay señales de una mayor disposición a reconsiderar la política seguida hasta ahora.
Todavía no está claro si eso llevará a un cambio significativo de políticas, pero podría a la larga desembocar en el punto de inflexión que tanto necesita la economía mundial desde la crisis financiera que comenzó en 2008.
Quijotescos molinos de la mente
Las personas que se oponen al estimulo fiscal sostienen con cinismo que esos esfuerzos están destinados al fracaso, basándose en los recortes fiscales del presidente de Estados Unidos, George W. Bush (2001-2009).
Otros niegan que los esfuerzos de “alivio cuantitativo” de la Reserva Federal hayan sido exitosos, poniendo de relieve la base frágil de su aparentemente “sólida” recuperación, en comparación con otras economías del Grupo de los siete países más ricos. Mientras, ya se reconoció que los “estabilizadores automáticos” de Europa, que sin duda, al comienzo mitigaron el impacto de la crisis, no sostuvieron la recuperación mucho más allá de 2009.
El primer fantasma lo constituye la deuda pública. Se ha hecho mucho en lo que respecta a los altos niveles de deuda soberana a ambos lados del Atlántico y en Japón, aunque el desafío fiscal sigue estando en el largo plazo, no en lo inmediato.
Japón tiene la mayor relación entre deuda y producto interno bruto (PIB), pero no es un problema grave porque su deuda en yenes es básicamente interna.
La comunidad internacional no ha sabido crear arreglos efectivos e igualitarios para reestructurar la deuda soberana, a pesar de las consecuencias claramente disfuncionales y problemáticas de anteriores crisis internacionales de deuda pública. Eso evita una oportunidad renegociación de la deuda, que en los hechos impide la recuperación económica.
También se aprovechó en muchos países en desarrollo la elevada deuda pública para reclamar la austeridad fiscal. Pero en vez de ayudar, la urgencia por recortar el gasto impidió, o hasta contrarrestó, anteriores esfuerzos de recuperación. La demanda del sector privado todavía es frágil, pero la austeridad enlentence la recuperación, no la acelera.
Otra distracción ha sido la amenaza exagerada de la inflación.
La inflación de los últimos tiempos en muchos países obedece al aumento de los precios de productos básicos, en especial combustibles y alimentos. En ese contexto, las políticas deflacionarias solo enlentecieron el crecimiento, sin frenar la inflación importada.
La fórmula del estancamiento
Por desgracia, la tarea más urgente, de coordinar e implementar esfuerzos para aumentar y sostener el crecimiento y la creación de empleo, sigue sin atenderse. Mientras, los recortes al gasto social y a los programas de bienestar, reclamados por el fetiche de la austeridad, no hacen más que empeorar las cosas, pues el empleo y el consumo solo disminuyen.
Es probable que la presión sobre el empleo y el presupuesto de los hogares continúe. Los reclamos de reformas estructurales apuntan principalmente al mercado laboral, más que a los de productos.
La creciente inseguridad de los trabajadores, exacerbada por la mayor liberalización del mercado laboral, se toma como base para una economía saludable. Pero esa idea no solo socava la protección social que todavía existe, sino que probablemente reduzca el salario real, la demanda agregada y, por lo tanto, las perspectivas de recuperación.
Ya redujo el crecimiento y el empleo. Y, si bien los mercados financieros insisten en reducir el déficit, el último declive de los precios de los bonos y de las acciones, así como la pérdida de confianza que eso transmite, sugiere que también reconoce las consecuencias adversas de la consolidación fiscal en un contexto de reducida demanda privada.
Un crecimiento más lento significa menos ingresos y un espiral descendente más rápido. En la actualidad, el déficit fiscal de la mayoría de los países refleja la caída de los ingresos tributarios tras el colapso del crecimiento, así como los costosos rescates bancarios.
Se impone un cambio político
La actual política se considera favorable al mercado, es decir opciones procíclicas efectivas, pese a que, en realidad, se necesitan esfuerzos anticíclicos, instituciones e instrumentos.[related_articles]
Las autoridades globales parecen ser rehenes de los intereses financieros y de los ideólogos y medios asociados, así como de oligarcas cuya influencia política les permite asegurarse una mayor renta y pagar menos impuestos en lo que realmente debe ser uno de los círculos más viciosos.
Muchas autoridades insistieron en tomar medidas inmediatas, no solo para reducir el déficit fiscal, sino también los desequilibrios fiscales y las debilidades de los balances generales de los bancos. Es necesario priorizar esto a largo plazo, pero al hacerlo ahora se atenta contra los fuertes y sostenidos esfuerzos de recuperación .
Las malas políticas públicas pueden llevar a la recesión. Eso fue lo que ocurrió en 1980-1981, cuando la Reserva Federal de Estados Unidos elevó las tasas de interés reales, frenando ostensiblemente la inflación, pero al mismo tiempo induciendo una prolongada recesión económica global.
Eso no solo contribuyó a las crisis fiscal y de deuda soberana, sino también a un prolongado estancamiento fuera de Asia Pacífico, incluida la “década pérdida” de América Latina y el “retroceso de cuarto siglo” de África.
Desigualdad
Además, según Piketty, las ganancias aumentaron en las últimas décadas, no solo a expensas de los salarios, sino que debido a un crecimiento mayor en las finanzas, los seguros y el sector inmobiliario, con respecto a otros sectores.
Los escandalosos aumentos de los salarios de los ejecutivos en las últimas décadas exacerbaron el interés del sector financiero por el corto plazo (denominado hace poco como “capitalismo trimestral”), mientras empeoró la exposición al riesgo a largo plazo, deteriorando la vulnerabilidad sistémica.
La creciente desigualdad de ingresos en muchos países antes y, aun después, de la crisis financiera, no hizo más que empeorar las cosas, al reducir la capacidad de ahorro de los hogares y aumentar el crédito al consumo y la compra de valores, en vez de elevar la inversión en nuevas capacidades económicas.
De hecho, la amenaza a la que tenemos que hacer frente ahora no es de deuda pública ni de la inflación, sino la espiral económica descendente, que será cada vez más difícil de revertir.
Las instituciones financieras internacionales se crearon tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) para garantizar no solo la estabilidad monetaria y financiera, sino también las condiciones para un crecimiento sostenido, la reconstrucción de posguerra y el desarrollo poscolonial.
Traducido por Verónica Firme